Lejana historia de otro con madrugada fría
1
Las cosas pasaron así. Yo no puedo sino ser falso entanto mi mano llene cuadernos, o ametralle el teclado. Pero las cosas pasaron así: quisiera decirlas exactamente como ocurrieron, pero sé que hay cosas que se me escapan, cosas que pierdo; y otras cosas que termino inventando, o que el lenguaje pone allí por mí (como decía Schiller). De todos modos está bien: quiero decir algo, y desde que lo que escribo no me interesa ningún tipo de fidelidad. Es una historia que me queda muy lejos, una historia de la que por accidente me fue dado recoger uno de sus detalles.
2
Yo cruzaba el barrio de Balvanera, y a ella la reconocí en seguida. Era el 17 de agosto: bien me acuerdo la fecha porque yo salía de una clínica cercana con un papelito en la mano que confirmaba que mi test de HIV había dado negativo, y esto implicaría diversas ceremonias por la noche con amigos y allegados. Yo había cruzado la calle para comprar una coca-cola, y había aprovechado el primer tacho de basura para tirar mi inconcluso manuscrito "Diario de un muerto", que comencé a escribir cuando, típicamente trágico, concebía que la única respuesta que obtendría de la medicina era la certificación inmediata de mi decrepitud seguida de muerte. Ella estaba en la vereda de enfrente, parada, apoyada en una pared, una mano agarraba a la otra detrás de la espalda. Ella no me vió y yo me quedé mirando. Era la calle Sáenz Peña, a media cuadra de Sarmiento. Anoto la dirección porque resultará relevante.
3
Se llamaba María. El nombre era bastante más simple que sus modos. En mis épocas de estudiante, ella había sido la pareja de uno de mis mejores amigos. Tenían un vínculo tumultuoso y tempestivo. Pasaron poco más de un año juntos, y luego ella desapareció. Alejandro nunca se permitió comentar su ánimo, pero yo nunca lo vi peor. Pasó una época demacrado, y luego regresó a la vigilia, más cansado y más amargo. De ella no se supo nada más. A veces un amigo común decía que creía haberla visto en un bar una noche de frío. Pero los testimonios eran siempre livianos, posibles pero inverificables. Alejandro hizo siempre como si no escuchara.
4
Habían pasado 9 años, y por casualidad me la encuentro por la calle. Pude preguntarle lo que quisiese, pero ni siquiera me acerqué. Intenté entender qué era lo que hacía, allí parada. Supuse que esperaba a alguien. Ya que siempre me costó beber mientras camino, opté por quedarme ahí hasta terminar la coca-cola, mirando. Vi como miraba hacia una puerta en la calle de enfrente. La vi cruzar la calle, mirar la puerta de cerca, y volver hacia donde estaba. Caminar un poco, dar vueltas en el lugar, cruzar nuevamente, y esta vez tocar con la yema de los dedos los bordes de la puerta. La vi sentarse en el escalón de la puerta, abrazar sus rodillas. Creí entender que su cara estaba triste, pero podía ser que tuviese frío. Había pasado mucho tiempo, pero la intriga me impedía tanto partir como acercarme. Sentí que participaba de un ritual secreto, absurdo. O simplemente que había enloquecido. Me pregunté qué podría haber detrás de esa puerta. Y después, si era esa una puerta precisa, o cualquiera, porque lo que importaba era el cumplimiento del ritual.
5
Pasaron horas, tal vez 2 o 3. María seguía alrededor de la puerta, pero nunca llamó a ella, ni tocó timbre. Tal vez sabía que no había nadie, o que no le abrirían. La situación me resultaba extraña, y solo podía especular. Como yo ya estaba llegando tarde a algunas partes, busqué un teléfono. Conseguí uno que funcionase a dos cuadras de María y de la puerta. La conversación fue breve, pero cuando regresé ella ya no estaba. Me sentí frente al umbral de un secreto vedado. Miré la puerta, incluso la toqué levemente. Pero no me atreví a llamar. No tenía razones para profanar esa ceremonia, y además hubiese sido ridículo. Me fui, y seguí con mis cosas.
6
Más o menos cada dos o tres meses me encontraba con Alejandro. Habíamos sido íntimos en una época, pero luego de egresar las cosas nos fueron distanciando. Nos juntábamos para cenar, pero ya eramos un poco extraños, y creo que continuábamos ese rito más por nostalgia hacia los que fuimos que por cariño ante lo que eramos. El se había casado, tenía dos hijas: trabajaba de corrector de estilo para una editorial importante e intrascendente, tenía una vida tranquila, que era la milimétrica oposición a lo que siempre había pregonado. Yo había pensado contarle esta historia, pero él empezó a hablar primero. Me dijo:
7
Sabés, me pasó algo realmente raro. Debe ser que me estoy poniendo viejo y estúpido, pero últimamente la melancolía aprieta algunas noches y no puedo quedarme quieto en casa ni en la cama, ni siquiera puedo mirar a Diana a los ojos. Salí a caminar por la noche, practicamente a la deriva. Quería estar solo pero cada paso era como una fuga. No sé hacia donde. Me acordaba de esa novelita de Auster, donde caminar sin rumbo era como dar pasos a través de sí. No sé: yo no llegaba a ningún lado. Subí a un tren, bajé en una estación. Ví que era Ramos Mejía. Lo junté con la fecha y cerró todo. Era 17 de agosto. No creo que te acuerdes de María. Salíamos cuando eramos estudiantes, ella era medio rubia, bastante alta y con esa mirada un poco felina y un poco perdida y despistada. En fin, estuvimos como un año juntos. El caso es que nos conocimos en una librería, yo quise agarrar el Tratado de la Desesperación y terminé agarrando la mano de ella que había llegado primero. Nos conocimos un 17 de agosto. Así que terminé patéticamente buscando su casa en medio de la madrugada. Era como un dictado que venía desde algún sitio misterioso, y no me importó que no tuviese sentido. Pensé que, como en casi todas las cosas, el sentido vendría después. Hacía años que no entraba en ese barrio, pero mis pasos fueron dóciles y rápidamente llegué a la puerta de la casa de María. Había luz, pero no sé si ella vive ahí todavía. No me animé a golpear. Me quedé como dos horas frente a su casa, mirando las nuevas marcas de humedad en las paredes. Qué le iba a decir. Después de todo hoy somos otros. Y además, no tengo idea por qué llegué allá. Cuando volví, Diana se levantaba. Apenas nos miramos: me saqué la ropa y me acosté en el hueco de calor que su cuerpo dormido había dejado. Sentí que estaba en casa. Al menos eso era lo más cerca de un hogar que yo había llegado.
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La conversación tomó otros giros y ya no hablamos de María. Yo no me animé a contarle que la había visto, y no creo que nunca lo haga. Cuando llegué a mi casa, busqué antiguas agendas y descubrí lo que era obvio: en aquella época Alejandro había vivido en Saenz Peña y Sarmiento. Le dí muchas vueltas a esa extraña trama esa noche.
9
Ya son pocas las veces que me pregunto: ¿por qué no le dije nada? Yo había sido espectador de una especie de milagro secreto. Dos almas, separadas por el tiempo y la distancia, habían sincronizado la manifestación de una misma melancolía de una misma manera. Había algo prodigioso y fascinante en todo eso. Permitir que toda la escena fuese inútil hubiese sido triste. Entendí que el nexo de lo que pasó era yo: el espectáculo había sido para mí. Precisamente para que esa escena no fuese efímera me tocó ser su testigo silencioso. ¿De qué servía que le dijera a Alejandro? Tal vez la magia de la situación (que lo excede, y que de hecho no lo incumbe) lo llegara a conmover hasta el punto de tener que dejar a su mujer y sus hijas en busca de un fantasma bellísimo e imposible. Me callé el relato, y solo lo digo ahora habiendo cambiado los nombres de los barrios y los protagonistas, y en un cuaderno de ficciones, donde por más que insista en su veracidad, nadie va a creerme. Bien lo sé: lo escribo porque no hace falta que sea cierto; alcanza con que sea bello. Creo que así cumplirá su función.
10
Después de todo, ni María ni Alejandro se estaban buscando. Cada uno fue hasta el umbral de su pasado para rozar lo que habían sido. Pero si se movieron fue con dulce tristeza, y no con deseos de regresar. Fueron con la cadencia de quien vela un muerto antiguo: es una soledad como una caricia, un diálogo como un espejo; y no desenterrar cadáveres. Aun si rompiesen las puertas de las tumbas donde están enterrados los que fueron, encontrarían muertos podridos y llenos de polvo; ni siquiera los encontrarían enteros. Esas dos personas ya no existían, y yo creo que toda esa ceremonia que cada uno secretamente realizó tenía algo de funeral y algo de despedida: como el gesto de quien cierra los sobres amarillos de las cartas de amor de la infancia (o las cartas de la infancia del amor). No digo que no pudiesen amarse, pero esa sería otra historia y no me toca a mí escribirla. Simplemente no quiero tocar nada.
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María y Alejandro necesitaron saludar a los fantasmas que mueve la memoria, y yo accidentalmente terminé viendo cómo el universo esgrimía una metáfora con los cuerpos de antiguos amantes arrastrados a su pasado como marionetas. Me parrece extraño que lo hayan ido a buscar allí donde jamás lo encontrarían. El pasado es siempre inaccesible, pero sobre todo allí donde pasaron las cosas: las huellas no se quedan quietas, y más bien habría que buscarlas en lo intangible, en la música o la poesía, incluso en otros amores o simulacros que en el escenario donde algunos movimientos se dieron. Tal vez no buscaban nada: fueron allí donde nada podían encontrar para recordarse que una vez, cuando eran otros, hicieron una cosa de la que no queda rastro (salvo sus cuerpos, que siguieron desde entonces hasta ser otros). Tal vez fueron a recoger una evidencia de que las cosas realmente pasaron, como las veces que uno necesita ver su rostro en un espejo para saber que existe, aunque el espejo solo responda ficciones.
12
Finalmente, soy yo el que salva del olvido esos dos movimientos sueltos en el desparejo teatro de la ciudad. Esas dos soledades que no sabían que componían, en alguna parte, una figura precisa, pero también extraña: las verdades siempre se dan misteriosamente. Rescantando del olvido esta breve historia, pronto yo me convierto en su rehén, y capturado por ella no hago sino buscar la manera de abrirla, de saber qué significa. Ojalá supiese resignarme a aceptar todo lo ocurrido como un signo inextricable, como un síntoma de la verdad, escrito en una lengua inaccesible. No lo sé. Si no me tocasen el timbre ahora las palabras seguirían brotando desde la nada hasta esta forma, un poco más desprolija y desesperada, de la soledad.