12.5.13

to vanish



Una persona que amé me traicionó. No fue una traición terrible. No fue atroz. Un corte modesto, una  herida breve. Aun dolía, pero era reparable. Incluso era posible otorgar el daño al error, a la precipitación, a la falta de mesura. Y no necesariamente a la malicia. Después de todo, ella era buena. Yo estaba dispuesto a perdonarla. Pero como estaba herido, tenía que hacer la pantomima, el ritual de la víctima. Sentir el golpe, hacer saber que se ha sentido el golpe, anoticiar el daño, y enojarse al respecto. No un pataleo. No una escena. No soy ese tipo. En mi caso, un frío adiós. Como esta época es esta época y no otra, el adiós fue patético: la eliminé de mis amigos de Facebook. ¿Qué otra cosa podía hacer? Vivíamos lejos, nos veíamos poco. Nuestra interacción pasaba mayormente por ese recinto, entre íntimo y ajenísimo. No fue del todo sencillo. Ustedes no vieron el culo que tenía. Pequeño, firme. Una perfección. Pero fui severo y cerré la puerta. Pero no me fui. Me quedé del otro lado, y la esperé. Supuse que vendría pronto. Ella también me quería. Y yo creía significar algo para ella. Y la situación que nos dividió había sido por completo culpa suya, y ella lo sabía. Sabía que había obrado mal y que su obrar me había dañado. Podría haber venido, podía haber dicho eso. Unas palabras coloquiales, un gesto que dijera “che, no te quise lastimar”. Algo. Yo no estaba enojado. ¿Dije que estaba enojado? No: molesto. Molesto es más apropiado. Y la hubiese perdonado con ese gesto magnánimo que quiere decir que no había nada que perdonar. Que había sido una tontera. Que éramos más fuertes que ese accidente. Y esperé. Y ella no vino. Ni una palabra, ni un llamado. Ni un mensaje de texto. Ni siquiera un miserable inbox. Ni siquiera pasar accidentalmente por donde trabajo. O hablar con alguien que me conociese para preguntarle sobre mí. O no acusar recibo y comportarse como si no hubiese hecho nada malo. Nada. No dio ni un solo paso en mi dirección. Me dije, hay que esperar. Cuanto más tiempo pase más fuerte será mi punto. Más magnánima será mi imagen. Más trascendente mi portento. Cuando no escuché ni un rumor exhalar por la distancia que había de ella hasta mí, sentí que era todo un partido de poker donde ambos jugadores mentían las pésimas cartas que tenían. Y no me enojé. O no me enojé mucho. O fue más la curiosidad que el enojo. La curiosidad de ver hasta donde podía llegar ella. De mí, no tenía dudas. Hasta el final. Ya perdí antes cosas divinas por mi fiel terquedad. No tengo pudor en perder cosas. Las cosas perdidas son medallas. Las cosas que se tienen, en cambio, son celdas paranoicas. Y esperé. No de manera acuciante, pero cada tanto me provocaba sorpresa notar que el tiempo se abultaba.


Hoy, como siempre en mi vida, demasiado tarde, conté las horas. Dieciséis meses, dos semanas. Claro que el curso de los días siguió su paso, y que mi tiempo fue poblado con los diversos detalles de la realidad. Pero, eventualmente, la falta que anida el hueco ajusta las cuentas. Y percibí que ni un solo gesto de ella hacia mí ocurrió en todo este tiempo. De un día para el otro, solo por el goce ético del teatro del berrinche, el deslinde sobrevino, y nos amputó a uno del otro. Creí que se trataba de una ilusión que yo orquestaba. Pero, como me ha pasado tantas veces en la escritura, el truco me devoró. Y el juego de sombras y distancias y silencios que creí que estábamos jugando, fue apenas yo haciendo morisquetas en un escenario vacío, en una función a la que nadie vino. No es un juego si lo jugás solo. Hace falta pactar las reglas con alguien. Hace falta que alguien esté mirando. Es como el actor que al concluir su monólogo, va a hacer una reverencia al público y cuando se prenden las luces de la sala, ve que no había nadie. No puede más que sentirse un imbécil. Y su laboriosa construcción actoral pasa a ser un chiste torpe, un obrar de loco. Entre la locura y la ficción existe una distancia efímera. Hice todo mi discurso, poético, político y magnánimo, de un modo impecable y sutil y despiadado y fui perfecto; pero la cámara estaba apagada. Esa es la victoria suprema, y no es mía. No vencer al otro en el tablero donde el otro juega. Sino empujarlo a la inexistencia. Como se deja caer el papel de una factura pagada y obsoleta. En el acto arribado por la sumatoria de ausencias de actos, dejar la clara evidencia de que todo el obrar del otro no existió, Oh ni siquiera me había dado cuenta de que te habías ido, parece decir ella en su inextricable distancia, sin ni siquiera mirar para mi lado con desdén. No ver partir al que parte. No percatarse de la ausencia que deja. Eso no sólo es lacerante. Es, a la vez, el testimonio de que ha partido de un lugar donde ya no había nadie. Y dijo adiós, ya lejos, con la mano, a nadie. Partir es el alejamiento de una pieza que se quiebra del Todo. Y es triste creer que uno se desprende, cuando el otro no lo nota. Y la única explicación que puedo hallar es pensar que no era de su mano de lo que yo estaba agarrado. Sino de cualquier otra cosa que ella puso allí para hacerme creer que más o menos estaba ahí para mí. No hay velocidad como la que alcanza una cercanía en volverse reversible. Lo poco que me llega de ella, es a través de amigos en común. Y como todos sabían de nuestra cercanía, es difícil explicar qué pasó. Me cuentan que sale con un imbécil, que publica boludeces en feisbuc, que todavía usa el nombre que le di, que juega al Candy crush. A mi me quedan algunas fotos que prueban que existió. Me servirán más adelante: sé que en algún punto creeré que se trató de un personaje que me inventé. Era pequeña. Tenía voz de foca. Mis manos se encontraban, si la tomaba de la cintura. Tenía demasiada energía, y me cansaba. Tenía un lunar en el pezón izquierdo. Sus tetas eran demasiado grandes para su cuerpo. Se peleaba mucho con su padre. Hubo un momento – brevísimo – en que fue mía. Y la dejé ir. Me digo estas cosas (que son, en buena parte, casi todo lo que recuerdo) para fijarla, para evocarla, para diferenciarla de las palabras, para convocarla aquí y hablarle a ella y no al Teachers de las 4 de la mañana. 
Pero no es suficiente, y no aparece. Quisiera odiarla, pero es simplemente triste. No hay, en dirección a ella, la suficiente pasión como para elaborar el odio. Ni siquiera de googlearla. Hay, apenas, esa sensación de hueco, esa idea vaga de que antes hubo algo que no está. Cada tanto, me acuerdo de un libro que leí hace mucho. Se me vuelve importantísimo dar con él porque quiero recuperar una línea o un párrafo o una sensación, y mi vida se juega en dar con ese libro. Y cuando vuelvo a mi casa, me pongo a buscarlo. Y lo busco, y no lo encuentro. Y exploro las bibliotecas, y las cajas, y me siento a recordar donde pude haberlo dejado, a quién pude habérselo prestado, llamo a los sospechosos de haberlo tomado en préstamo y no retornarlo. A veces, encuentro el libro. Otras, no. Ella es esos libros que no encuentro. Que no sé qué fue de ellos. No sé cómo los perdí, donde los olvidé, cómo no me acordé antes. Qué recuerdo tendrán de mí.

8.5.13

mi viejo sofá


Lo verdaderamente extraño
Está en las cosas inmóviles
Aquellas que no fueron
Afectadas del todo
Por la extrañeza que sobrevino.
Esas cosas de las que una faz
Permanece intacta
Ese trozo de abismo
Esa fibra donde se ha grabado
La fragancia de lo que era nuestra vida
Antes de que lo extraño ocurriese
Eso lo desmorona todo.
Yo podría vivir en el infierno
Y pasar por las diversas agonías
Como si fuesen medidas del tiempo de los días
Lo difícil, lo imposible es
Vivir en el infierno acuchillado por un souvenir
De otra vida donde los días eran dichosos y amables
Y mis camisas estaban planchadas
Y ella – que ya no tiene nada que ver conmigo -
Había cocinado algo para la cena
Y yo había descargado una serie
Que veríamos juntos.
Ahora son las tres de la mañana
Y me siento en mi sofá bordó de siempre
A escribir una monografía
Sobre algún evento intrascendente
De la historia de la literatura; pero
Tropiezo
Porque el sofá es el mismo
Pero la casa no.
Lo sentí
Cuando encontré mi hueco en el sofá
El mismo que ocupé los últimos siete años
Y apoyé sobre mis piernas la computadora
Y casi estaba por empezar a escribir cuando
El gesto familiar me traicionó
Al devolverme otra imagen que la esperada
Cuando levanté la vista de la página blanca del Word.
No era mi casa, de la que me fui, donde quedó ella
Sino mi nueva casa, en la que todavía era, en buena parte
Un extraño.
Ella no estaba en la habitación contigua, durmiendo
Como cada vez que yo me quedaba casi toda la noche
Escribiendo.
No iría, después del texto, a acostarme junto a su cuerpo
Desnudo y cálido, salpicado un poco por las primeras luces
De la mañana. Mi mano no se cerraría esta noche
- y ninguna otra – sobre su teta izquierda, que era más grande.
Nada de lo que fue, será otra vez.
Y yo estaba bien con todo eso, porque había huido
Hacia adelante.
Había reemplazado esa vida con otra vida.
Y estaba tan ocupado con mi nueva vida
 que el pasado había quedado en el pasado.
Pero lo que fue y no será
Es pestilente y afilado
Y en el sosiego del ajetreo de los días
Emerge y lacera.
Me senté en el sofá y mi vida
Estuvo de súbito incompleta
Porque el sofá era parte de la otra casa y de la otra vida
Y no puede ahora venir a esta vida
Sin manchar con las visceras de la otra vida de la fue arrancado.
Tendré que tirarlo.
Es una pena, porque es tan cómodo
Y nos llevamos tan bien, tantos años.
Pero está enfermo y me enferma.
No sé por qué todavía me siento de mi lado
Y no en el centro.
No sé por qué le guardo el lugar no sé por qué
Me parece a veces, cuando respiro de la página
Y mis ojos buscan la ventana, para pensar, no sé por qué
Casi me parece que la veo
Una silueta de mujer aburrida que me mira escribir
Y se desvanece antes de que pueda pronunciarla.