Una persona que amé me traicionó. No fue una traición
terrible. No fue atroz. Un corte modesto, una
herida breve. Aun dolía, pero era reparable. Incluso era posible otorgar
el daño al error, a la precipitación, a la falta de mesura. Y no necesariamente
a la malicia. Después de todo, ella era buena. Yo estaba dispuesto a
perdonarla. Pero como estaba herido, tenía que hacer la pantomima, el ritual de
la víctima. Sentir el golpe, hacer saber que se ha sentido el golpe, anoticiar
el daño, y enojarse al respecto. No un pataleo. No una escena. No soy ese tipo.
En mi caso, un frío adiós. Como esta época es esta época y no otra, el adiós
fue patético: la eliminé de mis amigos de Facebook. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Vivíamos lejos, nos veíamos poco. Nuestra interacción pasaba mayormente por ese
recinto, entre íntimo y ajenísimo. No fue del todo sencillo. Ustedes no vieron
el culo que tenía. Pequeño, firme. Una perfección. Pero fui severo y cerré la
puerta. Pero no me fui. Me quedé del otro lado, y la esperé. Supuse que vendría
pronto. Ella también me quería. Y yo creía significar algo para ella. Y la
situación que nos dividió había sido por completo culpa suya, y ella lo sabía.
Sabía que había obrado mal y que su obrar me había dañado. Podría haber venido,
podía haber dicho eso. Unas palabras coloquiales, un gesto que dijera “che, no
te quise lastimar”. Algo. Yo no estaba enojado. ¿Dije que estaba enojado? No:
molesto. Molesto es más apropiado. Y la hubiese perdonado con ese gesto
magnánimo que quiere decir que no había nada que perdonar. Que había sido una
tontera. Que éramos más fuertes que ese accidente. Y esperé. Y ella no vino. Ni
una palabra, ni un llamado. Ni un mensaje de texto. Ni siquiera un miserable
inbox. Ni siquiera pasar accidentalmente por donde trabajo. O hablar con
alguien que me conociese para preguntarle sobre mí. O no acusar recibo y
comportarse como si no hubiese hecho nada malo. Nada. No dio ni un solo paso en
mi dirección. Me dije, hay que esperar. Cuanto más tiempo pase más fuerte será
mi punto. Más magnánima será mi imagen. Más trascendente mi portento. Cuando no
escuché ni un rumor exhalar por la distancia que había de ella hasta mí, sentí
que era todo un partido de poker donde ambos jugadores mentían las pésimas
cartas que tenían. Y no me enojé. O no me enojé mucho. O fue más la curiosidad
que el enojo. La curiosidad de ver hasta donde podía llegar ella. De mí, no
tenía dudas. Hasta el final. Ya perdí antes cosas divinas por mi fiel
terquedad. No tengo pudor en perder cosas. Las cosas perdidas son medallas. Las
cosas que se tienen, en cambio, son celdas paranoicas. Y esperé. No de manera
acuciante, pero cada tanto me provocaba sorpresa notar que el tiempo se
abultaba.
Hoy, como siempre en mi vida, demasiado tarde, conté
las horas. Dieciséis meses, dos semanas. Claro que el curso de los días siguió
su paso, y que mi tiempo fue poblado con los diversos detalles de la realidad.
Pero, eventualmente, la falta que anida el hueco ajusta las cuentas. Y percibí
que ni un solo gesto de ella hacia mí ocurrió en todo este tiempo. De un día
para el otro, solo por el goce ético del teatro del berrinche, el deslinde
sobrevino, y nos amputó a uno del otro. Creí que se trataba de una ilusión que
yo orquestaba. Pero, como me ha pasado tantas veces en la escritura, el truco
me devoró. Y el juego de sombras y distancias y silencios que creí que
estábamos jugando, fue apenas yo haciendo morisquetas en un escenario vacío, en
una función a la que nadie vino. No es un juego si lo jugás solo. Hace falta pactar las reglas con alguien. Hace
falta que alguien esté mirando. Es como el actor que al concluir su monólogo,
va a hacer una reverencia al público y cuando se prenden las luces de la sala,
ve que no había nadie. No puede más que sentirse un imbécil. Y su laboriosa
construcción actoral pasa a ser un chiste torpe, un obrar de loco. Entre la
locura y la ficción existe una distancia efímera. Hice todo mi discurso,
poético, político y magnánimo, de un modo impecable y sutil y despiadado y fui
perfecto; pero la cámara estaba apagada. Esa es la victoria suprema, y no es
mía. No vencer al otro en el tablero donde el otro juega. Sino empujarlo a la
inexistencia. Como se deja caer el papel de una factura pagada y obsoleta. En
el acto arribado por la sumatoria de ausencias de actos, dejar la clara
evidencia de que todo el obrar del otro no existió, Oh ni siquiera me había
dado cuenta de que te habías ido, parece decir ella en su inextricable
distancia, sin ni siquiera mirar para mi lado con desdén. No ver partir al que
parte. No percatarse de la ausencia que deja. Eso no sólo es lacerante. Es, a
la vez, el testimonio de que ha partido de un lugar donde ya no había nadie. Y
dijo adiós, ya lejos, con la mano, a nadie. Partir es el alejamiento de una
pieza que se quiebra del Todo. Y es triste creer que uno se desprende, cuando
el otro no lo nota. Y la única explicación que puedo hallar es pensar
que no era de su mano de lo que yo estaba agarrado. Sino de cualquier otra cosa
que ella puso allí para hacerme creer que más o menos estaba ahí para mí. No
hay velocidad como la que alcanza una cercanía en volverse reversible. Lo poco
que me llega de ella, es a través de amigos en común. Y como todos sabían de
nuestra cercanía, es difícil explicar qué pasó. Me cuentan que sale con un
imbécil, que publica boludeces en feisbuc, que todavía usa el nombre que le di,
que juega al Candy crush. A mi me quedan algunas fotos que prueban que existió.
Me servirán más adelante: sé que en algún punto creeré que se trató de un
personaje que me inventé. Era pequeña. Tenía voz de foca. Mis manos se
encontraban, si la tomaba de la cintura. Tenía demasiada energía, y me cansaba.
Tenía un lunar en el pezón izquierdo. Sus tetas eran demasiado grandes para su
cuerpo. Se peleaba mucho con su padre. Hubo un momento – brevísimo – en que fue
mía. Y la dejé ir. Me digo estas cosas (que son, en buena parte, casi todo lo que
recuerdo) para fijarla, para evocarla, para diferenciarla de las palabras, para
convocarla aquí y hablarle a ella y no al Teachers de las 4 de la mañana.
Pero
no es suficiente, y no aparece. Quisiera odiarla, pero es simplemente triste.
No hay, en dirección a ella, la suficiente pasión como para elaborar el odio.
Ni siquiera de googlearla. Hay, apenas, esa sensación de hueco, esa idea vaga
de que antes hubo algo que no está. Cada tanto, me acuerdo de un libro que leí
hace mucho. Se me vuelve importantísimo dar con él porque quiero recuperar una
línea o un párrafo o una sensación, y mi vida se juega en dar con ese libro. Y
cuando vuelvo a mi casa, me pongo a buscarlo. Y lo busco, y no lo encuentro. Y
exploro las bibliotecas, y las cajas, y me siento a recordar donde pude haberlo
dejado, a quién pude habérselo prestado, llamo a los sospechosos de haberlo
tomado en préstamo y no retornarlo. A veces, encuentro el libro. Otras, no.
Ella es esos libros que no encuentro. Que no sé qué fue de ellos. No sé cómo
los perdí, donde los olvidé, cómo no me acordé antes. Qué recuerdo tendrán de
mí.