15.6.11

un perro blanco

Es difícil determinar - no ya de un modo veraz, sino meramente discursivo - qué será de tu vida. Yo suelo caer en esas trampas especulativas. Ignoro qué es la vida (demasiado vasta para siquiera pensarla): mi ensoñación se limita a mí día. Cuando voy al baño, tengo la compulsión de tirar la cadena en mitad del proceso de  hacer pis, y muchas veces tengo que tirarla dos veces porque sigo orinando aun después de que se haya vaciado el tanque. Tengo, por tanto, tendencia a una ansiedad que podríamos calificar de voraz. De ahí - tal vez y entre otras cosas - que me empeñe en ver signos en las cosas.


No me atrevo a decidir un significado: juego, sin embargo, con una pluralidad de sentidos que los signos, en su psicótica combinación, van arrojando. Sé, en alguna parte de mí, que nada significa nada. Y abogo por el sin sentido que concatena el mundo de un modo arbitrario y despiadado. Lo sé, y me entristece. Aun así, urdo con los hilos deshilachados de las cosas que pasan pequeñas tramas de las que espero inferir el movimiento inmediato que el mundo hará. No me sale casi nunca, pero no lo practico para conseguir un título de vidente, sino por mero reflejo: me sale así.


Es una forma de enfermedad no saber ver las cosas en las cosas. Decía Caeiro que tenemos el alma demasiado vestida. Y que el único misterio del universo era que no había ningún misterio. Sin embargo, como la vida es triste (porque es fría y gratuita y ni siquiera es triste es triste: su indiferencia, su vaguedad, etc) ansiamos que algo pase. Y amamos los misterios. Y la sensación de extravío.


Trato de percatarme de la maquinaria del mundo a través de las pocas cosas que percibo. Mi forma de razonar es, sin embargo, primitiva. No se trata de algo en lo que reflexiono: es apenas – ya lo dije - un reflejo. Explico más o menos cómo funciona. Supongamos que pasan tres cosas buenas. Bueno es un término vago: no importa. Por ejemplo, las tres cosas buenas pueden ser: 1- cuando subo al colectivo saco del bolsillo una cantidad casual de monedas y justo es el importe exacto; 2- me entero que alguien adoptó a un perro viejo y rengo que vivía en la calle; 3- otro gol de Messi.


Se trata, desde luego - y por regla - de cosas banales (sólo nos ocurren cosas banales). Nimios eventos del día en los que apenas reposamos nuestra atención en los segundos que ocurren (a veces, ni siquiera) para luego extraviarlos para siempre (salvo, claro, que la serie de eventos signifique algo: pero eso pasa poco, porque el universo, si la tiene, preserva su cifra secreta; y cuando pasa se llama locura).


Con los tres buenos eventos, podemos empezar a especular. De un modo simple, lo que ocurren son tres cosas: a- que, al haber ocurrido tres cosas buenas seguidas se trate de un buen día, y se espera, por tanto, que las cosas siguen ocurriendo bajo ese ritmo; b- que se trata de un día extraordinario, y esas tres cosas sean el inicio de una serie ascendente de cosas maravillosas; c- que al haber ocurrido tres cosas buenas, necesariamente deban ocurrir tres cosas malas para equilibrar el universo. Todo esto es absurdo. Lo único que sucede siempre es la cuarta opción: d- nada: el universo es indiferente y la ilusión de racha, o concatenación de eventos parte de nuestra desesperación de que la dispersión fría de cosas que pasan tengan finalmente algún sentido. Pero no: el sentido es un montaje. Entre tanto, sin embargo, estas cosas absurdas pasan. Son rápidas pulsiones que se cruzan por nuestras cabezas. O la mía, al menos.


Los tres puntos nombrados (las tres cosas buenas) son un principio narrativo. Luego, el día se atendrá más o menos a ellos. La idea - como marco teórico - prevalece en un recinto dormido de la mente. Y acaso contrastemos los eventos que sucedan con esa idea preliminar. Cuando pisemos caca en la calle, diremos: "al final no fue un buen día" o " ya sabía que esto iba a pasar: demasiado bueno venía todo", etc.


Hoy me levanté un poco tarde, pero sin esfuerzo recuperé el tiempo. Llegué a desayunar antes de irme a trabajar - cosa por lo general inusual: tengo predisposición genética a llegar tarde - y cuando estaba llegando a la parada, llegaron simultáneamente no uno sino los dos colectivos que me llevan hasta la estación de tren (por lo general, tardan mucho). Una vez allí, el tren llegó en segundos - raro, otra vez: el viernes había tardado 30 minutos y hoy era feriado). Viajé sentado, cuando suelo viajar parado, o bien estrujado contra el prójimo. Mientras leía un libro de poemas de Bukowski, veo a un muchacho idiota sentado en el piso. Tendría 30 años, y una camiseta de fútbol. Y escupía contra el suelo del vagón del tren a razón de una vez cada 23 segundos. Cuando mi ansia de homicidio colmó mi tolerabilidad, me cambié de vagón no sin antes propinar al muchacho idiota una mirada mortal que equivalía simbólicamente a arrojar sobre su nariz un termotanque. Cuando llego a Once es temprano, y no tengo que correr. Camino por el andén y veo un perro, arrojado sobre el piso. Gordo, grande. Blanco. Me sorprende su quietud ante las centenares de personas que caminan alrededor, y los trenes, y demás. Claro: está muerto. Interiormente, me derrumbo. Me quedo un rato dando vueltas, esperando que el perro se mueva. Cada diez pasos me doy vuelta, y espero. Pero no. Muerto. Camino hacia el colectivo y en un costado donde hay vías donde estacionan trenes veo una gatita marrón y blanca y embarazada. Y pienso que tendrá seis gatos y quien sabe si sobrevive uno sin comida ni refugio en un lugar tan hostil. Cruzo la calle, en el colectivo me encuentro con compañeros de trabajo (es un viaje breve, de no más de 15 minutos). Pero los saludo y me voy al fondo del colectivo. Y me siento y pienso en el perro. Muerto, y ahí. Tirado. Estuvo vivo, y ahora está ahí. Y la gente camina alrededor. Y tal vez algún gerente o capataz de la orden a los empleados de limpieza de que lo arrojen a la basura. Ese será el destino de algo que estuvo vivo. Y pensé también cómo muere un perro en medio de un andén de tren. Estamos en verano: de frío no murió. ¿Alguien lo mató? No sé: todo es inútil. Comí una milanesa napolitana. Me había olvidado las llaves de mi locker, pero me  prestaron otras. Las horas se parecieron a las horas. La ciudad, a través del vidrio del colectivo de regreso a casa, me pareció un monstruo de asfalto. Llegué, y calenté algo en el microondas. Cuevana no funcionaba. Y ahora me puse a escribir estas cosas. No sé para qué. No postulo en ellas una cosmovisión, sino la angustia naufragante de habitar una errancia. Me quedan unas porciones de una torta de chocolate que hizo mi abuela. Se me sustituye, en un rapto lúcido, el concepto de realidad en mi cerebro por la voracidad del mundo en mi piel, mi paladar y mi estómago. Realidad y mundo son oposiciones. El perro blanco está muerto. Yo estoy en mi bata negra, sobre el sofá. Ninguna cosa es más real que otra. Ninguna es menos inútil. Escucho la basura revolverse abajo, por los cartoneros de madrugada. La realidad es una imagen interior, una sensación de mi exterioridad. El mundo está ahí afuera. Inconmensurable. Ajeno. Ahí. Con cines, big macs y tsunamis. Sueño con que la dispersión sea sanada alguna vez, cuando todas las piezas quizá atraídas por un punto gravitatorio atractivo, se reunan. Pero soy una pieza entre tantas, y no tengo derecho a esas certezas: mañana va a ser parecido. La escritura es a veces una simple demora. Tardo sobre el teclado, buscando letras, exprimiendo del lenguaje alguna savia sagrada que destrabe un pensamiento. Pero nada de eso ocurre. Escribo como una forma de no irme a la cama a no dormir y pensar en estas cosas todavía. Pero el tiempo del texto es tramposo y entre frase y frase ya me lavé los dientes, ya perdí la bata, ya puse la alarma. Blanco. Muerto. Las sábanas tienen a veces algo de laberinto.

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