Prólogo
Ganz endere
il me semble que je serais toujours bien
là où je en suis pas.
Baudelaire
Kafka no encuentra, en el tiempo de que dispone, la extensión que permitiría a la historia desarrollarse como ella quiere, en todas las direcciones; la historia es un fragmento, luego otro fragmento: "¿cómo a partir de trozos puedo fundir una historia capaz de tomar vuelo?" De manera que, al no haber sido dominada, al no haber suscitado el espacio propio donde la necesidad de escribir debe ser a la vez reprimida y expresada, la historia se desencadena, se extravía, regresa a la noche de donde vino, y retiene dolorosamente a quien no supo darla a luz.
Maurice Blanchot
I
El verbo es la carne del viento. Tan frágil, como su misma arcilla primitiva.
La literatura misma está hecha de viento. Palabras: viento detenido, viento encriptado en la blancura del papel; que tarde o temprano volverá a la blancura, porque la tinta es más lenta que el arsénico, pero el viento lamerá cada sílaba hasta purificar las cosas del paso del hombre. La tinta es el hilo que captura el susurro del viento. La palabra, cautiva de las negras ataduras de la tinta, trabajará en silencio por su desintegración.
Volverá al viento, eventualmente: el papel volado por el viento, abducido, hilvanado por el viento, corriendo con el viento, y cuando alguien lo vea, por la ventana de una casa, atravesar la calle de enfrente dirá: hay viento.
II
El tiempo, la lectura erosionarán estas palabras hasta que no quede nada. Parecerá el final, pero es apenas desintegración. Son diferentes las cosas que arriban a una conclusión de aquellas que son cercenadas. La progresión de este fenómeno puede constatarse en las páginas de este propio libro: lo escribí pensando que ascendía una montaña, me percaté tarde de que se trataba de una caída, a los tumbos, torpemente por la áspera rocosidad del paisaje, y lo abandoné antes de concluirlo, para evitar el advenimiento del suelo y de la decepción. Fui de la nouvelle al relato, del relato a la prosa, de la prosa al fragmento, del fragmento al balbuceo, del balbuceo al silencio. Cada vez más despojado, cada vez menos… Del lujo (ostentoso, burgués) de la literatura a la necesidad (primaria, desesperada) de la escritura. Lejos de ser un libro que crece, es un libro que declina: viaja de la voz hasta el murmullo. Lo que se fue perdiendo, inaccesible, transita en los vientos sutiles que transpiran las noches, se susurra en los intersticios de los grumos del silencio, se insinúa en las manchas de humedad de las ventanas de los colectivos cuando llueve en la ciudad, un martes.
III
Tan inaccesible ha sido que lo fue también para mí, que me previne del gasto de decorar sus despojos sabiéndolo ya de antemano perdido. Errará lo mismo por los desiertos y los delirios, porque es la ruina de una potencia irredenta: todas las cosas no realizadas deambulan espectrales por los pasillos del imaginario.
Perdido como estaba el libro, opté por su lenta inconclusión, su abandono. A medida que me adentraba las tempestades multiplicaban su vigor, y tuve que ver como cada vez más palabras se volaban o se desdoblaban, atomizadas sin remedio, exponencialmente. La persistencia de la mirada sobre la palabra es como una lima meticulosa. Casi imperceptiblemente la palabra en el tiempo cambia, enflaquece. Gana en ambigüedad lo que pierde en sentido. Y se vuelve para su autor algo ajeno, extraño.
(Cuando me asomo a releer lo que quedó, veo que las palabras están en otro lugar, levemente heridas o trastornadas, y ya no significan nada para mí, o muy poco, u otra cosa.)
IV
Avergonzado por persistir en la compulsión de la escritura después de haber agotado mi destreza en el género de novela breve, y luego en la tradición del cuento, entré en las escrituras del yo, trocando mis horas yermas por las palabras que las traicionaban, en un vulgar exhibicionismo. Entregué el libro a la editorial dos pasos antes de haber agotado toda posibilidad de enigma. Claro que tuve que seguir escribiendo. En las paredes, en las arenas del desierto, en los vidrios empañados, en el aire, en el paladar con los movimientos húmedos de la lengua, en mi imaginación. Este libro, tan inerme y tan sí mismo en tus manos, seguirá más allá de la palabra impresa, ya sin mí: inconcluso, inagotable. Esta misma palabra que lees ahora ya no es mía, no es tuya, ya no es nada: apenas el camafeo de un latido que expiró. Existen las tapas del libro, existe la muerte. Lo que no hay es el fin del texto.
*
Cuando de repente, mirando el techo de tu insomnio alguna noche, en un traspié del silencio, brote de la nada una palabra murmurada, una línea que no encalla en tu contexto, tal vez sea yo que contaminé el viento con tantos garabatos.
V
Estamos haciendo algo, y de repente, sin ningún motivo, miramos hacia una dirección – es casi un reflejo – y vemos que alguien nos mira: la mirada es un contacto, una opresión. La palabra no es inmune a la mirada así como la dentadura no lo es a los dulces. Con el tiempo la palabra se carea, se desfigura. Y termina siendo otra cosa. Hasta disgregarse en el polvo, con todo lo demás.
Basta con que se pierda una coma para que el texto se vuelva otra cosa. Todo esta destinado a la ambigüedad de los signos enloquecidos: es como un rompecabezas viejo, con las piezas mordidas, gastadas, incluso algunas rotas. De repente cualquier pieza encastra con cualquiera, se ensamblan sentidos impensados y el cuadro final es caótico, sin sentido o monstruoso o, simplemente una otra cosa completamente otra.
Hay una cierta belleza evanescente en el carácter efímero de una palabra dada.
Pero estas cosas ya pasaron, y aquel instante puro ya se extravió.
Este libro es la carne de una batalla perdida: documenta la desintegración de sí mismo. Tal vez, mientras declina, el lector adivine un espejo involuntario. No tuve la pretensión de una metáfora, pero tampoco la fuerza como para impedirla (the sea refuses no river). Sea como fuese, no se ha querido lastimar a nadie.
*
Postergar indefinidamente la cognición del objeto, enredar los hilos que conducen al origen, pactar con el extravío, la disolución y la ilusión1 la cercanía de cada sombra que entrevimos detrás de los velos que nunca escondieron nada, pero fueron solidarios con el sueño: ese es el destino silente que yace en todo: el culto a las apariencias diferidas.
Cabe sufrirlo, o hacer de él una estética.
Debret
Abril, 2010