28.10.09

colaborando un poco con la cultura subversiva en el oeste


Nobleza obliga difundir un raro evento cultural que por una vez se da en Ramos Mejía. Este resto-bar cultural proyectará la última película de Woody Allen (sí, protagonizada por Larry David: Curb, Seinfeld; y aun no estrenada en este **** país del ****) en un nuevo y muy bonito microcine, a mi gusto, ideal para ver cine, porque en lugar de sillas o butacas, hay sillones profundos.
Puesto que yo mismo doy talleres de literatura allí, me pareció pertinente difundir la gacetilla. Sepan disculpar esta publicidad los puritanos: se trata de una noble causa cultural (y sepan que tengo en mente hacer dos o tres más, una sobre unos gatitos - ¡6!- recien nacidos que tuvo una gata cercana  y no sé a quién encajarselos; pero en fin, un dragón por día).
El cupo es limitado - como todo desde que erradicamos el infinito - y yo ya tengo reservadas tres butacas. A apurarse.

atte
debret viana

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25.10.09

fallen


cómo se escribe una catarsis

Ahora ya llegó el momento de pensar que lo que pensé que iba a pasar y no pasó probablemente no vaya a pasar nunca. Al contrario, lo que es posible que sí pase es otra cosa. Tal vez, lo imprevisible. Pero lo más probable es que siga pasando lo mismo de siempre. O sea nada. Pero sobre todas las cosas, justamente no lo que pensé que iba a pasar (y que por alguna razón - tal vez por haber sido educado por películas - dí por hecho). Tengo 31 años y no soy mi alter ego. No tengo plata y tengo ojeras. La piel peculiarmente ajada, tal vez soriasis. El futuro, por otra parte, no solucionará nada. No heredaré nada de nadie. Mi familia es de una estirpe de perdedores que fueron viendo desvanecer lo poco que alcanzaron. Tuve que dejar la facultad para buscar un trabajo que no encuentro. Como mal. Comida congelada. Me plantee la semana pasada probar la comida del gato. Si a él le sirven esas piedritas por qué a mí no. Nunca me consideré mejor que un gato. Raspo una papa frita fría contra contra el condimento que quedó medio pegado en la caja de una hamburguesa. ¿Cómo llegué a esto? ¿En qué momento doblé mal y me desencontré con mi destino de reina? De mirar a mi alrededor, defino que los fast food son aguantaderos de los espectros del capitalismo. Los desalojados, los zombies, los outsiders, los parias. La gente va y viene. Come y se va; sigue. Con lo poco que tienen, sus vidas amontonadas en el calendario. Nosotros nos anclamos. Yo, por ejemplo, vuelvo a la literatura. Una y otra vez. Recaigo, como un adicto. Antes pensaba que practicar la ficción era un privilegio, sobre todo en un mundo hostil donde tantos tienen que cagarse a piñas para conseguir el pan duro que mc donald´s tiró a la basura. Hoy, pasó a ser una necesidad, un refugio, una fuga. Un tic del naufragio, un reflejo de la soledad. Quisiera sentarme en un sillón de starbucks y escribir un cuento o lo que salga de las palabras, en una notebook con un caramel macchiato al lado. Pero ni siquiera puedo comprar una pluma. La mía, que me regaló mi viejo hace unos años, la perdí no sé donde la semana pasada. Escribo con una bic en servilletas. Soy un poeta descartable. Muy posmoderno, claro: si da lo mismo, si significa nada o muy poco. Ahí estoy, tratando de empeñar la medalla estúpida: eternamente inédito, under y de culto. ¿Para qué? ¿Para quién? Soy un escritor de servilletas. ¿Alguien lee? Sí, cada tanto: y a los 5 minutos se limpian las migas de las medialunas con mis palabras. Soy un escritor de servilletas: casi tan fugaz como la voz. Del mismo modo que otros se limpian los restos de comida yo me limpio la boca de palabras. Pero siguen brotando porque mi conciencia sangra, y las conciencias solo sangran palabras que la nostalgia interpreta con su primitiva psicología de canciones pop (festín de los analistas panqueques). Es tarde para todo. La oportunidad para salir de esto pasó de largo y no la vi. O no pasó ni va a pasar, porque no es imprescindible que mi vida tenga solución. Simplemente, no sé acomodarme en la realidad. Y deambulo con mi juguete roto por el invierno eterno del desencajado. Creí que estaba destinado para el protagónico y me pasé el tiempo aprendiéndome las líneas, pero nunca me enteré donde se hizo el casting y parece empezaron sin mí: y a lo más que llegué fue colarme un poco detrás de el último extra, pero ni siquiera sabría decir si la cámara estaba prendida. Lo único que quise fue escribir historias para que mi época tenga fábulas y sueños, y no pude (todo quedó en el cajón del escritorio, un modesto ataúd de palabras) y ahora escribo como un mendigo que balbucea, o una madre loca que mece a su hijo muerto, y profundizo la ficción como un pozo que voy cavando con las uñas ya casi sin atender que ha llovido tanto y que la tierra que se hizo barro ya me cubre; la respiración a cada línea se me hace más áspera y final.

20.10.09

síndrome K

Ejemplo de un amor verdaderamente kafkiano:


un hombre se enamora de una mujer que sólo ha visto una vez; toneladas de cartas; él nunca puede "ir", no se separa de las cartas, siempre dentro de una maleta; y al día siguiente de la ruptura, de la última carta, al regresar de noche a su casa, en el campo, atropella al cartero.


Gilles Deleuze
en Kafka; para una literatura menor

10.10.09

los falsificadores



Alfonso Quijano envejecía, solo – su mujer había muerto joven, de una enfermedad velocísima – y aburrido en su humilde hogar en las afueras de Andalucía. Una herida en la cabeza acabó prontamente, cuando apenas comenzaba, su carrera de soldado. Siempre sintió pena por no haber podido ir a la guerra. Sólo allí se comprueba un hombre. A él, en cambio, su longevidad le pesaba: la lejanía de la guerra lo había preservado de la muerte, y también del heroísmo. Con esa pena sentía que su destino se había desviado, que nada le quedaba más que aceptar la inercia infértil de los días, que llenaba con la ensoñación de una vida diferente, y con la lectura de novelas de caballería. Una tarde, un condecorado militar, que había perdido un brazo en el frente, llegó al mercado central solicitando un traductor de árabe. Quijano, sospechando que se trataría de una misión en esas tierras lejanas, dio un paso al frente. Añoraba la aventura, y su tiempo declinaba. Tal vez embriagado por el entusiasmo no se percató de que el militar no objetara su avanzada edad, ni su pobre estado físico. Quijano sólo pensaba en cumplir su destino de travesías y heroísmo. Cuando Cervantes le comentó que pagaría bien por sus dotes del árabe, porque necesitaba descifrar un libro escrito por Cide Hamete Benengeli, Quijano sintió que ya era demasiado tarde para revelar que no sabía una palabra de esa lengua extraña, y optó por continuar la farsa hasta las últimas consecuencias. Nadie pensaría en él para una expedición militar, era triste pero era la verdad. ¡Yo un héroe! Nada más ridículo. Se sentía decepcionado, pero no había tiempo para manifestarlo: era momento de fingir. Se sentó frente al libro, en soledad, y respetando los números de capítulos y la cantidad de páginas, escribió sobre lo que sabía: sobre Alfonso Quijano; su patética ansia de heroísmo, su persistencia en el delirio infantil, en detrimento de la realidad, su ilimitada fe en una travesía absurda y trascendente. Exageró, satirizó sus rasgos. Se rió de sí mismo y de las novelas que tanto veneraba, y de sus sueños y de sus derrotas, y lo mezcló todo como si jugara. Tengo un alma y tengo un fracaso, se dijo, y a ambos los vestiré de gala y bailaré como un loco por las avenidas de la cordura hasta todo arda. Si no iba a realizar su destino, al menos divagaría irónicamente sobre él. Los nombres los sacó, probablemente, de la infancia. En el proceso, mientras su tragedia se volvía una sucesión triste de pasos de comedia, su pena se volvió más ligera. Entregó la traducción casi conteniendo la risa, pensando que todo era un gran disparate. A Cervantes le gustó lo que leyó, le pagó bien y hasta tal vez le preguntó cómo se llamaba, y eligió, a la hora de escribir su novela, homenajear al traductor y salvar su nombre. Tal vez no, y el personaje de mi relato no se llamaba Alonso Quijano, sino de otro modo. Sea como fuese, su humilde falsificación enriqueció la literatura. Cervantes trató de decir la verdad, pero era tan inverosímil que fue tildado de escritor de ficciones. Parece que le agradó la confusión, y se ocupó de enriquecer el mito. Quijano, por su parte, tradujo un par de libros del árabe para furtivos escritores e historiadores, con escaso éxito y abundante olvido.


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Hay, en todo este asunto, un musulmán al que nadie le cree que haya existido. En mis horas yermas, arrojado al sofá de mi casa en penumbras, o cuando espero en las salas de espera de los consultorios médicos, sueño con lo que estaba escrito en las páginas del inextricable y perdido libro de Cide Hamete Benengeli.

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