Alfonso Quijano envejecía, solo – su mujer había muerto joven, de una enfermedad velocísima – y aburrido en su humilde hogar en las afueras de Andalucía. Una herida en la cabeza acabó prontamente, cuando apenas comenzaba, su carrera de soldado. Siempre sintió pena por no haber podido ir a la guerra. Sólo allí se comprueba un hombre. A él, en cambio, su longevidad le pesaba: la lejanía de la guerra lo había preservado de la muerte, y también del heroísmo. Con esa pena sentía que su destino se había desviado, que nada le quedaba más que aceptar la inercia infértil de los días, que llenaba con la ensoñación de una vida diferente, y con la lectura de novelas de caballería. Una tarde, un condecorado militar, que había perdido un brazo en el frente, llegó al mercado central solicitando un traductor de árabe. Quijano, sospechando que se trataría de una misión en esas tierras lejanas, dio un paso al frente. Añoraba la aventura, y su tiempo declinaba. Tal vez embriagado por el entusiasmo no se percató de que el militar no objetara su avanzada edad, ni su pobre estado físico. Quijano sólo pensaba en cumplir su destino de travesías y heroísmo. Cuando Cervantes le comentó que pagaría bien por sus dotes del árabe, porque necesitaba descifrar un libro escrito por Cide Hamete Benengeli, Quijano sintió que ya era demasiado tarde para revelar que no sabía una palabra de esa lengua extraña, y optó por continuar la farsa hasta las últimas consecuencias. Nadie pensaría en él para una expedición militar, era triste pero era la verdad. ¡Yo un héroe! Nada más ridículo. Se sentía decepcionado, pero no había tiempo para manifestarlo: era momento de fingir. Se sentó frente al libro, en soledad, y respetando los números de capítulos y la cantidad de páginas, escribió sobre lo que sabía: sobre Alfonso Quijano; su patética ansia de heroísmo, su persistencia en el delirio infantil, en detrimento de la realidad, su ilimitada fe en una travesía absurda y trascendente. Exageró, satirizó sus rasgos. Se rió de sí mismo y de las novelas que tanto veneraba, y de sus sueños y de sus derrotas, y lo mezcló todo como si jugara. Tengo un alma y tengo un fracaso, se dijo, y a ambos los vestiré de gala y bailaré como un loco por las avenidas de la cordura hasta todo arda. Si no iba a realizar su destino, al menos divagaría irónicamente sobre él. Los nombres los sacó, probablemente, de la infancia. En el proceso, mientras su tragedia se volvía una sucesión triste de pasos de comedia, su pena se volvió más ligera. Entregó la traducción casi conteniendo la risa, pensando que todo era un gran disparate. A Cervantes le gustó lo que leyó, le pagó bien y hasta tal vez le preguntó cómo se llamaba, y eligió, a la hora de escribir su novela, homenajear al traductor y salvar su nombre. Tal vez no, y el personaje de mi relato no se llamaba Alonso Quijano, sino de otro modo. Sea como fuese, su humilde falsificación enriqueció la literatura. Cervantes trató de decir la verdad, pero era tan inverosímil que fue tildado de escritor de ficciones. Parece que le agradó la confusión, y se ocupó de enriquecer el mito. Quijano, por su parte, tradujo un par de libros del árabe para furtivos escritores e historiadores, con escaso éxito y abundante olvido.
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Hay, en todo este asunto, un musulmán al que nadie le cree que haya existido. En mis horas yermas, arrojado al sofá de mi casa en penumbras, o cuando espero en las salas de espera de los consultorios médicos, sueño con lo que estaba escrito en las páginas del inextricable y perdido libro de Cide Hamete Benengeli.
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