¿Y si en verdad lo de Próspero es todo una fachada, y Shakespeare se encarnó a sí mismo en Ariel? Un ser extraño y etéreo, forzado a perpetrar ilusiones teatrales a modo de deuda para con un poderoso señor (lleno de libros y trucos, pero sin la chispa de la magia) que lo habría liberado y esclavizado. En el momento en que Ariel salda su deuda, desaparece. Deja, como señuelo, a Próspero en el centro del escenario, un viejo decrépito que se manda la parte, y perpetúa la circulación de los enigmas, para así, leve y hermético, poder huir tranquilo, sin que nadie lo persiga, ni sospeche nada (y se mantenga la ilusión infantil de que tales dotes son terrenales, y moran en los libros).