Variaciones sobre Hamlet;
La trascendencia estética
La trascendencia estética
Fernando Pessoa
Libro del desasosiego; fragmento 247[1]
(...) los que no persiguen vivir
no son esclavos de la muerte.
Lao-Tsé
Tao-Te-King; L[2]
0
Introducción
Emerson escribe que no hay cosa más rara en un hombre que una acción voluntaria. Sería apresurado consentir que Hamlet ha planificado toda su tragedia: no es lo que sugiero; no hablo de previsión (no hago de él un cuerpo profético): hablo de sentido poético. Afirmo que el caso de Hamlet era el de un poeta. Inútil es argumentar que no ha escrito nada: hay quien exterioriza su interior sirviéndose de lenguajes establecidos, y también hay quien encarna en sí mismo los principios de la potencia de las ficciones (del mismo modo que, al referirse a Artaud, André Breton dice: “No era surrealista, era el surrealismo”; del mismo modo que Álvaro de Campos decía de su maestro: “Mi maestro Caeiro no era pagano: era el paganismo- (...) En Caeiro no había explicación para el paganismo; había consubstanciación”
[3]; del mismo modo que Oscar Wilde dice sobre Cristo: “Otros habrán de crear con su fantasía las formas singulares del drama poético y la balada; pero Jesús de Nazaret se creó a sí mismo por su propia imaginación”[4]). A tal punto es Hamlet un poeta que debe transfigurarse en loco para ser aceptado: es la condición de credibilidad, puesto que la poesía no es sino inverosímil fuera de sus prediseñadas estructuras, librada a la intemperie de la vida real, sin el resguardo de un escenario (un libro, un lienzo, etc). Profano sería de nuestra parte no intentar la lectura más poética de sus actos: pobre sería aceptar que torpemente Hamlet deambuló por las escenas, hizo cobardes muecas para dilatar la acción que era exigida de él, y, finalmente, cuando fue víctima de heridas circunstanciales, a los tumbos irguió su espada y cerró la tragedia. Siento que es lícito querer ver en la travesía de Hamlet una voluntad estética: un héroe patético que sólo consiente su deceso mediante el ejercicio de la tragedia. Borges defiende a Judas de la reprobación general con el siguiente argumento: “Un varón a quien ha distinguido así el redentor merece de nosotros la mejor interpretación de sus actos”[5]. Yo pienso que un personaje al que Shakespeare hizo receptáculo de la más fina poesía metafísica merece del lector la interpretación más esmeradamente poética.
Este artículo no rinde culto a las inquisiciones de la verdad que atesoran los museos; no ansía contentar a los vetustos tribunales dogmáticos que detentan el ejercicio de una cansada verosimilitud: apenas pretende esbozar una bella teoría que ampare al eterno cadáver de Hamlet.
Este artículo no rinde culto a las inquisiciones de la verdad que atesoran los museos; no ansía contentar a los vetustos tribunales dogmáticos que detentan el ejercicio de una cansada verosimilitud: apenas pretende esbozar una bella teoría que ampare al eterno cadáver de Hamlet.
1
El drama de Hamlet es que es un soñador (como buen soñador, ha abdicado de la acción) y ahora es arrastrado hacia la escena, forzado a actuar, a intervenir (él, que vivía en la dicha de la contemplación):
Hamlet (...) vacila bajo el peso de una carga irresistible para un hombre de su condiciones. El es un soñador y se ve precisado a obrar. Tiene un temperamento de poeta, y se le exige que luche contra la relación habitual de causa a efecto, contra la vida en su aspecto práctico, del cual él nada sabe, en vez de luchar contra la esencia ideal de la vida, de la que sabe tanto (un saber que no es un acervo, sino una predisposición para el juego). No sabe lo que debe hacer, y su locura consiste en simular la locura. Bruto utilizó su demencia como un manto que había de ocultar la espada de su intención, el puñal de su sabiduría; pero la locura de Hamlet es tan solo un disfraz, debajo del cual se oculta su debilidad haciendo muecas y chistes, un pretexto para retrasar la acción, con la que juega como el artista con una teoría aun difusa.[6]
Hamlet (...) vacila bajo el peso de una carga irresistible para un hombre de su condiciones. El es un soñador y se ve precisado a obrar. Tiene un temperamento de poeta, y se le exige que luche contra la relación habitual de causa a efecto, contra la vida en su aspecto práctico, del cual él nada sabe, en vez de luchar contra la esencia ideal de la vida, de la que sabe tanto (un saber que no es un acervo, sino una predisposición para el juego). No sabe lo que debe hacer, y su locura consiste en simular la locura. Bruto utilizó su demencia como un manto que había de ocultar la espada de su intención, el puñal de su sabiduría; pero la locura de Hamlet es tan solo un disfraz, debajo del cual se oculta su debilidad haciendo muecas y chistes, un pretexto para retrasar la acción, con la que juega como el artista con una teoría aun difusa.[6]
2
El mundo de la acción es un mundo cruel. El que vive allí debe estar dispuesto a matar y a morir: estos son los parámetros donde se desarrolla lo real. Los movimientos son una decisión (se la tome o no), y toda decisión tiene un precio.
el goce, el espectáculo
No es en el mundo de la acción donde existe el goce. El goce es precisamente donde los términos reales del mundo trastabillan. Ingresar en el mundo real es acceder a postergar indefinidamente el propio deseo. Aunque el deseo es apenas una dirección, un índice de movimiento, una marca de carencia: nunca un lugar habitable (mucho menos a través de su realización, que es, siempre, otra cosa). El deseo funciona en Lo real como un señuelo: el goce solamente ocurre en estados de inconsciencia, y en un espacio furtivo. Prácticamente, no es una experiencia: es apenas una anécdota, un residuo falso inscripto en la memoria que condena a seguir anhelando lo que no se supo aprehender. Como el deseo es la dirección, no puede revelarnos el carácter inaprensible de su presa: sería fraguar su razón de ser. Y el goce es inaprensible porque para aprehenderlo es preciso salir de él (corrernos de la escena donde ocurre) y mirarlo: y esto es ya una pérdida; el costo de aprehender el goce es obligarnos a prescindir del momento en que ocurre, ese fugaz presente donde se está vivo sin el peso de la conciencia de estar vivo. Para aprehender el goce, entonces, es necesario dar un paso al costado de la vida, no vivirlo.
3
Hamlet no quisiera mancharse. Como Bernardo Soares[7], Hamlet puede soñar con todo porque es nada (ese es el costo): si fuese algo, ya no podría imaginar (estaría muy ocupado moviendo cosas o inmiscuido en el ritmo de las repercusiones de las cosas movidas). Allí radica todo el dilema del “to be or not to be”: a expensas de su goce, Hamlet es llamado a ser algo. El se contenta con lo etéreo, lo especular: los juegos de palabras, la retórica, los serenos paisajes, la composición de metáforas (a los fines de un reino – de las obligaciones del poder, de sus imperativos – es casi como si no existiera: completamente obsoleto). Sin embargo, el mandato paterno es indeclinable (sobre todo porque es el mandato de un muerto: y un padre comienza cuando muere): para recomponer la armonía debe actuar: debe ser; (con su ociosidad habrá de perder también su perfección). Y lo hace (después de ensayar sobre el escenario y con audiencia) del único modo en que la acción puede ser disculpada: bajo la apariencia de la locura.
Shakesperare; la divinidad y la nada
Coleridge se atreve a comparar a Shakespeare con el Dios de Spinoza: una sustancia infinita capaz de asumir todas las formas (Shakespeare como una natura naturata
[8]). Borges gusta de esta idea, y la repite numerosas veces de variadas maneras. Acaso su versión más bella sea “Everything and Nothing”[9] (que comienza con la despiadada sentencia: “Nadie hubo en él”), de la que extraigo el siguiente fragmento:
(...) antes o después de morir, se supo frente a Dios, y le dijo: “Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo”. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: “Yo tampoco soy; yo soné el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tu, que como yo eres muchos y nadie.”[10]
La vida de Shakespeare ha sido misteriosa, y se presta a inagotables especulaciones. Tal vez uno de sus mayores misterios ha sido su renuncia al teatro – y a la poesía -. Del lado real de la cosas, la acción no suele encontrar mejor disculpa que el rédito económico. Shakespeare vende su teatro, se retira a su pueblo natal, se vuelve un prestamista, un empresario ocioso:
Shakespeare realizó su regular fortuna y retornó a su aldea, donde acabó su vida como un tendero retirado, sin acordarse jamás de lo que había escrito: y acaso este olvido absoluto del portento que había creado sea un fenómeno más extraordinario que el de la misma creación.[11]
Borges especula que seguía el imperativo de ser alguien. Harto de ser reyes que morían, enamorados que se desencontraban, traidores y traicionados, cerró sus libros y abandonó su magia (tal vez, con el mismo gesto que Próspero) y se forjó una apariencia humana: a la hora de ser alguien, fue un empresario baladí (si esta vez asumió también la figura de un personaje, no sabemos decir). Renunció a los poderes de la literatura para poder ser un hombre. Así como Hamlet debe renunciar a su carácter de soñador, y mancharse con la sangre de lo real, Shakespeare abandona la poesía y las tablas, y se somete a la apariencia de la vulgaridad. Es como el ángel de Handke, ansioso por privarse de su fría eternidad solamente para probar el café, fumar un cigarrillo y frotarse las manos cuando aprieta el frío.
(...) antes o después de morir, se supo frente a Dios, y le dijo: “Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo”. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: “Yo tampoco soy; yo soné el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tu, que como yo eres muchos y nadie.”[10]
La vida de Shakespeare ha sido misteriosa, y se presta a inagotables especulaciones. Tal vez uno de sus mayores misterios ha sido su renuncia al teatro – y a la poesía -. Del lado real de la cosas, la acción no suele encontrar mejor disculpa que el rédito económico. Shakespeare vende su teatro, se retira a su pueblo natal, se vuelve un prestamista, un empresario ocioso:
Shakespeare realizó su regular fortuna y retornó a su aldea, donde acabó su vida como un tendero retirado, sin acordarse jamás de lo que había escrito: y acaso este olvido absoluto del portento que había creado sea un fenómeno más extraordinario que el de la misma creación.[11]
Borges especula que seguía el imperativo de ser alguien. Harto de ser reyes que morían, enamorados que se desencontraban, traidores y traicionados, cerró sus libros y abandonó su magia (tal vez, con el mismo gesto que Próspero) y se forjó una apariencia humana: a la hora de ser alguien, fue un empresario baladí (si esta vez asumió también la figura de un personaje, no sabemos decir). Renunció a los poderes de la literatura para poder ser un hombre. Así como Hamlet debe renunciar a su carácter de soñador, y mancharse con la sangre de lo real, Shakespeare abandona la poesía y las tablas, y se somete a la apariencia de la vulgaridad. Es como el ángel de Handke, ansioso por privarse de su fría eternidad solamente para probar el café, fumar un cigarrillo y frotarse las manos cuando aprieta el frío.
4
Hamlet justifica su acción montando el incierto – y nunca concluido, nunca cerrado – teatro de su delirio (con el que engaña a todos y se vuelve para toda su audiencia incomprensible, imprevisible): incluso toma la precaución de morirse para que su acto nunca tenga que comparecer ante el tribunal de la razón: se guarda para sí el derecho de estar loco (de ser otro); y de esa manera, expía la acción que lo obligó a traicionar su modus vivendi.
Hamlet demora la decisión de su acción con juegos de palabras, muecas y otros ampulosos procedimientos provenientes de su pretendida locura. Va cediendo, ante las evidencias que consigue, a la necesidad de actuar. Entiende, como Oscar Wilde, que “la sociedad perdona casi siempre al criminal; pero jamás al soñador”.
Hamlet demora la decisión de su acción con juegos de palabras, muecas y otros ampulosos procedimientos provenientes de su pretendida locura. Va cediendo, ante las evidencias que consigue, a la necesidad de actuar. Entiende, como Oscar Wilde, que “la sociedad perdona casi siempre al criminal; pero jamás al soñador”.
el escritor
Actuar es empezar a morir, es adentrarse en la enfermedad del tiempo. Por esto, de algún modo, el escritor es un traidor: su palabra está hecha de tiempo, su silencio – necesario para parir la frase – está hecho de muerte (moverse es vivir, escribe Pessoa; escribir no es vida: a lo más, es una supervivencia precaria). El escritor debe mediar su sueño con artificios generalmente baratos: su angustia, su hastío suele ser el costo de no renunciar al sueño mientras sostiene el vicio de la escritura. Un soñador verdadero no puede escribir. Un verdadero soñador no colaboraría con la existencia del mundo exterior. Un verdadero soñador está siempre atento a lo inexistente
[12]: pero no lo prostituye: lo respira. 5
Hamlet no resiste el gasto de su acción, y muere. Habiendo traicionado la vida del sueño (la feliz lejanía, la desterritorialización serena, la aprehensión del goce) por el imperativo de la acción, solo puede regresar al estado onírico al costo de su cuerpo, que entrega a la muerte a condición de que su drama sea contado: el relato, que Hamlet encarga a Horacio, es, como toda literatura, el film de un sueño inscripto en la vigilia; un sueño light, que no tiene el costo de dormir ni fuerza al trabajo de protagonizarlo.
6
Ese relato (es decir: Shakespeare) es la venganza de Hamlet: hace de sí (de su acción, de su historia y travesía) un cuento, un sueño para otros. Es como si Hamlet sólo pudiese permitirse la acción si la comete teatralmente: ya que no puede darse a la vida del soñador, ejecuta una acción dramática que solo puede ser recuperada como literatura, como sueño. Si debe mancharse con las cosas del mundo, no sacrificará su sueño en pos de la acción: acometerá la acción con la lógica de su sueño, con una estructura delicada de la que la vida mundana es indigna: le exigirá al mundo que se vuelva teatro, y trabajará arduo para ello (por supuesto, como Don Quijote). Es como si dijera: Si he de sacrificar el sueño – la vida etérea, el teatro singular de mi pasiones, mis juguetes -, será en un acto genial, que rivalice con el sueño, que se confunda con un sueño, que otros, alguna vez, lo puedan soñar. Como dice el Hamlet de Luis Cano: “(...) hay que fracasar para ser Hamlet”[13].
No me resulta gratuito recordar que el nombre del hijo de Shakespeare era Hamlet, que muere en la infancia. Entregados a los goces de la aventura especulatoria, es pensable que Hamlet (la obra) es una forma grandiosa de despedida, un pasaje triunfante del sueño de la vida al sueño eterno por el puente de la tragedia heroica.
No me resulta gratuito recordar que el nombre del hijo de Shakespeare era Hamlet, que muere en la infancia. Entregados a los goces de la aventura especulatoria, es pensable que Hamlet (la obra) es una forma grandiosa de despedida, un pasaje triunfante del sueño de la vida al sueño eterno por el puente de la tragedia heroica.
7
Desde luego, entre soñar y leer no hay ninguna diferencia (leer es soñar de la mano de otro, decía Pessoa). Entre el teatro y el sueño hay muy poca.
8
Con su acción Hamlet parece decir (como un suicida): me niego al mundo; no actuaré más. De ahí que su acción tenga la gravedad de lo definitivo: Hamlet, a diferencia de quien cree en el mañana, puede agotarse en este acto donde jugará toda su existencia, puede afrontar el gasto de un acto genial: “(...)puede hacer de la muerte un acto. Puede actuar suprema y absolutamente”[14].
9
Su propia muerte es apenas una de las acotaciones del texto donde él mismo dispuso el drama. Es una muerte necesaria: sostener un teatro (hacer de la realidad una escena, lograr un desempeño actoral por parte de personas que no saben que están actuando, alcanzar un tono épico con materiales burdos y desprevenidos) es un esfuerzo que no puede sostenerse demasiado tiempo: hay que morir antes de que el teatro empiece a desmembrarse, antes de que sus paredes empiecen a caer sobre la escena y dejen entrar las desoladoras luces del día. Hay que morir: es el único telón del que disponemos.
(Pocos comprenden este tópico como Pasolini. Para explicar lo que es el montaje Pasolini dice que es a un film lo que la muerte es a la vida: un dador de sentido)
el sentido
La realidad no sabe cerrar un cuento, la Historia necesita tomar prestados elementos formales de la literatura para poder decirse (para que sea legible). Las cosas que pasan no tienen ningún sentido estético. De hecho, no tienen ningún sentido (“(...) una época en la sólo sucede lo ilegible”
[15]; dice Wilde). La realidad requiere montaje: todo sentido (todo lo que nuestra psiquis puede digerir) es un montaje. La realidad es como ese ruido de fondo que distraídamente oímos cuando cenamos en un lugar lleno de gente. Un monstruo amorfo hecho de bullicio superpuesto, un concierto violento, inasimilable. Ni siquiera lo escuchamos: es una presencia que aturde o que divaga: backsound. Nuestro oído está educado apenas para recibir música (orden). Por eso tenemos poco que ver con la vida, que es puro ruido (caos). Por eso somos adictos al cine, a las novelas, a las canciones: son espacios donde la brusquedad azarosa del caos se organiza estéticamente. Y por esto también somos proclives a la angustia, al desasosiego: educado el ego en territorios ficticios, bellos y cautivantes, no sabe cómo lidiar con una intempestiva realidad que ruge toda su incoherencia como una salvaje babel. Queremos amar, recorrer ciudades, agotar los límites de la vida; y lo único que tenemos es relatos: hacemos relatos de los ruidos de la historia, de los ruidos del piano, de los colores esparcidos, de los ruidos de nuestro deseo: de nuestra propia vida sólo nos restan algunas anécdotas: con nuestro mismo ánimo, lo único que podemos hacer, es frases.
10
La tentación poética de la justicia es la que seduce a Hamlet: y lo seduce, sobre todo, como idea estética. Cede su vida de errabundeo mental a cambio de que el universo tenga sentido. Y para que haya algún sentido Hamlet debe perpetrar la puesta en escena de la justicia (porque el sentido es puro teatro: no tiene nada que ver con la realidad): una justicia emblemática, y poética.
No, entonces, la eternidad: sino la trascendencia. Y para conseguirla Hamlet debe violentar las reglas de lo real: “”(...) un drama no es realmente verdadero sino cuando es más grande y más bello que la realidad”[16]
No, entonces, la eternidad: sino la trascendencia. Y para conseguirla Hamlet debe violentar las reglas de lo real: “”(...) un drama no es realmente verdadero sino cuando es más grande y más bello que la realidad”[16]
Eróstrato
Me aventuro a exhibir la sentencia que enhebra la trama de este artículo: toda redención es estética:
Toda celebridad vive, en verdad, sólo en la medida en que puede ser leída o en que se lee acerca de ella. El hombre de acción no vive más allá de su acción; es el historiador quien lo hace vivir. Toda celebridad es en verdad literaria, porque la literatura es la verdadera memoria de la humanidad.[17]
Sobradas evidencias ha ostentado Shakespeare de acordar con esta teoría; en sus Sonnets son numerosas las ejemplificaciones que constatan la “salvación por la literatura”: bástenos recuperar apenas uno (el soneto 81):
Toda celebridad vive, en verdad, sólo en la medida en que puede ser leída o en que se lee acerca de ella. El hombre de acción no vive más allá de su acción; es el historiador quien lo hace vivir. Toda celebridad es en verdad literaria, porque la literatura es la verdadera memoria de la humanidad.[17]
Sobradas evidencias ha ostentado Shakespeare de acordar con esta teoría; en sus Sonnets son numerosas las ejemplificaciones que constatan la “salvación por la literatura”: bástenos recuperar apenas uno (el soneto 81):
Or I shall live your epitaph to make
Or you survive when I in earth am rotten
From hence your memory death cannot take,
Although in me each part will be forgotten.
Your name from hence immortal life shall have,
Though I, once gone, to all the world must die;
The earth can yield me but a common grave,
When you entombed in men´s eyes shall lie.
Your monument shall be my gentle verse,
Which eyes not yet created shall o´erread,
And tongues to be your being shall rehearse,
When all the breathers of this world are dead.
You still shall live – such virtue hath my pen –
Where breath most breathes, even in the mouths of men.[18]
Or you survive when I in earth am rotten
From hence your memory death cannot take,
Although in me each part will be forgotten.
Your name from hence immortal life shall have,
Though I, once gone, to all the world must die;
The earth can yield me but a common grave,
When you entombed in men´s eyes shall lie.
Your monument shall be my gentle verse,
Which eyes not yet created shall o´erread,
And tongues to be your being shall rehearse,
When all the breathers of this world are dead.
You still shall live – such virtue hath my pen –
Where breath most breathes, even in the mouths of men.[18]
Tales son los poderes de la literatura: provee a la trivialidad de la carne una aproximación a la inmortalidad, demora el olvido a expensas de volverse un relato; aplaca la muerte con la melodía de la frase. Fernando Pessoa dice sobre Eróstrato: “Sufre como Cristo, que muere como hombre para probarse como verbo”
[19]. Tengo para mí que este dictamen compete también a Hamlet.
11
Hamlet comprende esto. Y tiene poco tiempo para engendrar un punto de fuga. Por eso monta un teatro (con lo que puede, con lo que tiene a mano), inventa un espectador (Horacio) al que le confía toda la historia y lo obliga (todo lo que se pide desde el lecho de muerte es un mandato) a convertirse en autor. Hamlet intenta ser, con su escasa pericia en el terreno de la acción, el demiurgo de su historia: lo consigue con la complicidad de los eventos, que colaboran con la cristalización estética. Muere antes de que entre Fortimbrás: no tenía el poder como para involucrar a todo un ejército en su obra: no hubiese podido sostener las paredes del teatro: que se derrumban sólo hacia adentro.el traidor
El soñador abdica del mundo – de su propia vida – para abrirse a todos los destinos. El escritor traduce las potencias oníricas hacia el territorio irreversible de su destino. No sabe vivir, ni sabe renunciar a la vida (exiliarse, entrar en el desierto al que Kafka alude una y otra vez en su diario
[20]: allí donde Rimbaud cierra por completo la puerta Kafka la deja entreabierta). Es como si estuviese permanentemente embarcado en una duermevela de párpados semi-cerrados. Por eso traiciona la noche con su vigilia, traiciona la vida con su silencio, traiciona el carácter fugitivo e intrascendente del universo con su contemplación empedernida, su registro inquisidor, su anhelo desesperado de sentido: traiciona su propio cadáver con el relato de su incesante decrepitud.el extranjero
El escritor es un traficante de sueños: paria en la vida y en el territorio onírico, extranjero donde sea que vaya (sobre todo si se queda quieto, frente a la página limpia donde ansía vaciarse). Necesita patéticamente gritar su sueño y su silencio para justificar su soledad. La soledad es una herida que solo puede disculpar con la medalla de la literatura.
expiación
La escritura – bajo su forma literaria – hace la promesa histérica de justificar el desamparo de un hombre. Por eso siempre se escribe por temor a la muerte: a la propia muerte (aun cuando es imposible), a la muerte de las cosas en su lánguida fugacidad, y a todo lo muerto que acarreamos como una condena por las avenidas diurnas. “Infelizmente (dice Kafka) no es la muerte, sino el incesante tormento de morir
[21]”.Mediante la escritura un hombre se protege de la acción, que es cara y compleja – llena de responsabilidades y finitud – y del sueño, que es etéreo y triste – lleno de levedad y culpa -.
en cambio, Hamlet
Orquestó los últimos pasos de su vida con el rigor de una pieza literaria. Volverse un personaje de novela fue su manera de redimirse, de retornar al estado idílico: no se somete a las leyes de la acción, las comprende y manipula para construir un episodio literario. Volverse un personaje de novela fue la terrible exigencia su obra: una obra que lo privaba de una vida serena (que lo lleva a abdicar del trono, de Ofelia, de sus estudios en Wittemberg, de sus amigos, etc). Ser un personaje de novela es la consagración onírica (literaria, histórica) más sublime. Más aun cuando no hay novela.
cristo
Esto también lo comprende – y mucho más profundamente - Cristo, del que Hamlet no sería más que un tímido aprendiz provisto de un lívido teatro improvisado
[22]: Cristo da su cuerpo a la literatura: se inmortaliza (reina) a condición de morir (de no existir)[23]: pero, claro, hablamos de una muerte memorable, indeleble. No es otro el precio del poder: es preciso montar el espectacular teatro de nuestra desaparición para dominar (“¿puedes, mediante la no-acción regir y venerar a tu pueblo?”; Tao Te King, X[24]). Instrumento más movilizador y portentoso que la ausencia, no existe: es el ingrediente fundamental de la leyenda. Esto, los amantes lo comprenden bien (aunque nublados de deseo, no siempre saben cómo usarla). Es indispensable, para el poder, hacer invisibles los hilos con los que manipula sus marionetas. Para hacer más comprensibles mis intenciones, he de remitirme al Cristo de Oscar Wilde, en el De Profundis. Allí, Wilde se empeña en presentar a Cristo como un gran esteta (“los que fueron por él absueltos de sus pecados, obtuvieron esta absolución únicamente a causa de los momentos hermosos de su vida”[25]), un artista (“el precursor del movimiento romántico”[26]), un ser proclive a las bellezas del mundo (“Su justicia es esencialmente poética”[27]), dotado de una imaginación poderosísima que sabe que debe transformar su vida, su doctrina y su travesía en una imagen, y urde para ello el teatro de su agonía: se despoja de su mortalidad para acceder a la eternidad del símbolo. Esto no es otra cosa que la trascendencia estética: sólo así puede la historia inscribirse en la humanidad. El caso de Hamlet es más sutil, más pequeño, más patético.
(El caso de Cristo no deja de ser patético. Pero está dotado - atosigado - de un caracter obsceno. Y es su misma obscenidad la que lo vuelve sublime.)
12
Pero, ¿qué es lo que llevaría a un soñador a sacrificar todo su imperio? Después de todo, la obra que a Hamlet le cuesta la vida solo puede ser una (con todas las imperfecciones comunes de lo real), por lo que apenas rivaliza con las potencias del sueño en un solo instante efímero: realizar un sueño es abdicar de realizar todos los infinitos posibles sueños; Wilde dice sobre esto:
El que ha sido elegido ha venido a este mundo para no hacer nada. La acción es limitada y relativa. Y también incondicionada y absoluta es la visión del que descansa y observa, del que recorre un camino solo mientras sueña.
¿Qué es lo que lleva a Hamlet a renunciar a su mundo de posibilidades a cambio de arder en la ejecución de una trama?
lo gratuito
Todo en Hamlet es un esfuerzo en vano. Dinamarca agoniza, Fortimbras acecha. Si Hamlet eligiese no participar de la acción (not to be) de todos modos el reino Danés (junto con el asesino en el trono) será derrocado. Pero sería burdo, común: los reinos caen, los reyes son destituidos, un ejército vence a otro, etc. Lo que Hamlet conquista es su heroísmo, su trascendencia: la poesía viva en un instante emblemático. Si esta gracia la urde Hamlet, o simplemente le es concedida por una fuerza superior (la pluma de Shakespeare) que dispuso los eventos de esta manera no es relevante a los efectos de este artículo.
13
Por otra parte, en esto – el titubeo, las muecas, la farsa de la locura, la persistencia de la melancolía -, Hamlet se parece (por una vez) a una clase enferma de soñador: el escritor: a un soñador de este tipo solo lo mueve el dictado de un fantasma, la rugosa sentencia de los muertos: hizo falta la rumiante voz que vibra en el aliento del silencio para despertar a Hamlet.
f i n
notas
[1] Pessoa, Fernando: Libro del desasosiego; Emecé, Buenos Aires, 2001.
[2] Lao-Tsé: Tao-Te-King; Quadratta editores, Buenos Aires, 2003.
[3] Pessoa, Fernando: Ficciones del interludio 1; José Aguilar Editora, Río de Janeiro, 1975.
[4] Wilde, Oscar: De Profundis; Edicomunicación, Barcelona, 1999 (p.101).
[5] Borges, Jorge Luis: “Tres Versiones de Judas”, en Ficciones; Emecé, Buenos Aires, 1956.
[6] Wilde, Oscar: De profundis; Edicmunicaciones S.A., Barcelona, 1999 (p.120).
[7] Pessoa, Fernando: Libro del desasosiego; Emecé, Buenos Aires, 2001 (p.214).
[8] “(...) lo universal, que está potencialmente en lo particular, le fue revelado, no como abstraído de la observación de una pluralidad de casos sino como la sustancia capaz de infinitas modificaciones, de las que su existencia personal era sólo una.”
[9] Borges, Jorge Luis: El Hacedor; Emecé, Buenos Aires, 1960.
[10] Borges, Jorge Luis: El Hacedor; Emecé, Buenos Aires, 1960.
[11] Groussac, Paul: Crítica Literaria; Hyspamérica ediciones, Buenos Aires, 1985 (p.195).
[12] “Ponte sobre las cosas / antes de que ingresen a la existencia”; Tao Te King, LXIV.
[13] Cano, Luis: Hamlet, de William Shakesperare;
[14] Blanchot, Maurice: El espacio literario; Editora Nacional, Madrid, 2002 (p.96). (sobre Kirilov)
[15] Wilde, Oscar: La decadencia de la mentira; Lunfati ediciones; Madrid, 1983 (p.124).
[16] Maeternlinck, Maurice: “A propósito del Rey Lear”, en La inteligencia de las flores, Hyspamérica Ediciones, Buenos Aires, 1985 (p.112).
[17] Pessoa, Fernando: Eróstrato y la búsqueda de la inmortalidad; Emecé, Buenos Aires, 2001 (p.96).
[18] Shakespeare, William: Sonnets; Encyclopedia Britannica inc., Chicago, 1952 (p. 198).
[19] Wilde, Oscar: De profundis; Edicmunicaciones S.A., Barcelona, 1999 (p.135).
[20] Kafka, Franz: Diario; Editorial Lumen, Barcelona, 1975 (p.207).
[21] Kafka, Franz: Diario; Editorial Lumen, Barcelona, 1975 (p.311).
[22] Cristo tuvo tres años de meditación en el desierto, donde urdió sus trama. En el caso de Hamlet, el imperativo es inmediato, no hay tiempo para preparar la escena y, además, Hamlet era, entre todos, el hombre menos preparado para la acción. De ahí que la comete teatralmente.
[23] “El reino no se alcanza / si no es por la no–acción”; Tao Te King, LVII. ob cit
[24] ob cit; Tao
[25] De Profundis (p.137)
[26] De Profundis (p.133)
[27] De Profundis (p.136)
[28] Wilde, Oscar: “El crítico artista”, en Intenciones; Kuymess editora, Barcelona, 1965 (p.84).