28.9.07

apología a la Literatura como inutilidad redentora





Variaciones sobre Hamlet;
La trascendencia estética




La vida práctica me pareció siempre el menos cómodo de los suicidios. Actuar fue siempre para mí la condena violenta del sueño injustamente condenado. (...) Actuar es reaccionar contra uno mismo.
Fernando Pessoa
Libro del desasosiego; fragmento 247
[1]

(...) los que no persiguen vivir
no son esclavos de la muerte.
Lao-Tsé
Tao-Te-King
; L
[2]



0
Introducción


Emerson escribe que no hay cosa más rara en un hombre que una acción voluntaria. Sería apresurado consentir que Hamlet ha planificado toda su tragedia: no es lo que sugiero; no hablo de previsión (no hago de él un cuerpo profético): hablo de sentido poético. Afirmo que el caso de Hamlet era el de un poeta. Inútil es argumentar que no ha escrito nada: hay quien exterioriza su interior sirviéndose de lenguajes establecidos, y también hay quien encarna en sí mismo los principios de la potencia de las ficciones (del mismo modo que, al referirse a Artaud, André Breton dice: “No era surrealista, era el surrealismo”; del mismo modo que Álvaro de Campos decía de su maestro: “Mi maestro Caeiro no era pagano: era el paganismo- (...) En Caeiro no había explicación para el paganismo; había consubstanciación”
[3]; del mismo modo que Oscar Wilde dice sobre Cristo: “Otros habrán de crear con su fantasía las formas singulares del drama poético y la balada; pero Jesús de Nazaret se creó a sí mismo por su propia imaginación”[4]). A tal punto es Hamlet un poeta que debe transfigurarse en loco para ser aceptado: es la condición de credibilidad, puesto que la poesía no es sino inverosímil fuera de sus prediseñadas estructuras, librada a la intemperie de la vida real, sin el resguardo de un escenario (un libro, un lienzo, etc). Profano sería de nuestra parte no intentar la lectura más poética de sus actos: pobre sería aceptar que torpemente Hamlet deambuló por las escenas, hizo cobardes muecas para dilatar la acción que era exigida de él, y, finalmente, cuando fue víctima de heridas circunstanciales, a los tumbos irguió su espada y cerró la tragedia. Siento que es lícito querer ver en la travesía de Hamlet una voluntad estética: un héroe patético que sólo consiente su deceso mediante el ejercicio de la tragedia. Borges defiende a Judas de la reprobación general con el siguiente argumento: “Un varón a quien ha distinguido así el redentor merece de nosotros la mejor interpretación de sus actos”[5]. Yo pienso que un personaje al que Shakespeare hizo receptáculo de la más fina poesía metafísica merece del lector la interpretación más esmeradamente poética.
Este artículo no rinde culto a las inquisiciones de la verdad que atesoran los museos; no ansía contentar a los vetustos tribunales dogmáticos que detentan el ejercicio de una cansada verosimilitud: apenas pretende esbozar una bella teoría que ampare al eterno cadáver de Hamlet.



1
El drama de Hamlet es que es un soñador (como buen soñador, ha abdicado de la acción) y ahora es arrastrado hacia la escena, forzado a actuar, a intervenir (él, que vivía en la dicha de la contemplación):

Hamlet (...) vacila bajo el peso de una carga irresistible para un hombre de su condiciones. El es un soñador y se ve precisado a obrar. Tiene un temperamento de poeta, y se le exige que luche contra la relación habitual de causa a efecto, contra la vida en su aspecto práctico, del cual él nada sabe, en vez de luchar contra la esencia ideal de la vida, de la que sabe tanto
(un saber que no es un acervo, sino una predisposición para el juego). No sabe lo que debe hacer, y su locura consiste en simular la locura. Bruto utilizó su demencia como un manto que había de ocultar la espada de su intención, el puñal de su sabiduría; pero la locura de Hamlet es tan solo un disfraz, debajo del cual se oculta su debilidad haciendo muecas y chistes, un pretexto para retrasar la acción, con la que juega como el artista con una teoría aun difusa.
[6]


2
El mundo de la acción es un mundo cruel. El que vive allí debe estar dispuesto a matar y a morir: estos son los parámetros donde se desarrolla lo real. Los movimientos son una decisión (se la tome o no), y toda decisión tiene un precio.


el goce, el espectáculo
No es en el mundo de la acción donde existe el goce. El goce es precisamente donde los términos reales del mundo trastabillan. Ingresar en el mundo real es acceder a postergar indefinidamente el propio deseo. Aunque el deseo es apenas una dirección, un índice de movimiento, una marca de carencia: nunca un lugar habitable (mucho menos a través de su realización, que es, siempre, otra cosa). El deseo funciona en Lo real como un señuelo: el goce solamente ocurre en estados de inconsciencia, y en un espacio furtivo. Prácticamente, no es una experiencia: es apenas una anécdota, un residuo falso inscripto en la memoria que condena a seguir anhelando lo que no se supo aprehender. Como el deseo es la dirección, no puede revelarnos el carácter inaprensible de su presa: sería fraguar su razón de ser. Y el goce es inaprensible porque para aprehenderlo es preciso salir de él (corrernos de la escena donde ocurre) y mirarlo: y esto es ya una pérdida; el costo de aprehender el goce es obligarnos a prescindir del momento en que ocurre, ese fugaz presente donde se está vivo sin el peso de la conciencia de estar vivo. Para aprehender el goce, entonces, es necesario dar un paso al costado de la vida, no vivirlo.


3
Hamlet no quisiera mancharse. Como Bernardo Soares[7], Hamlet puede soñar con todo porque es nada (ese es el costo): si fuese algo, ya no podría imaginar (estaría muy ocupado moviendo cosas o inmiscuido en el ritmo de las repercusiones de las cosas movidas). Allí radica todo el dilema del “to be or not to be”: a expensas de su goce, Hamlet es llamado a ser algo. El se contenta con lo etéreo, lo especular: los juegos de palabras, la retórica, los serenos paisajes, la composición de metáforas (a los fines de un reino – de las obligaciones del poder, de sus imperativos – es casi como si no existiera: completamente obsoleto). Sin embargo, el mandato paterno es indeclinable (sobre todo porque es el mandato de un muerto: y un padre comienza cuando muere): para recomponer la armonía debe actuar: debe ser; (con su ociosidad habrá de perder también su perfección). Y lo hace (después de ensayar sobre el escenario y con audiencia) del único modo en que la acción puede ser disculpada: bajo la apariencia de la locura.


Shakesperare; la divinidad y la nada
Coleridge se atreve a comparar a Shakespeare con el Dios de Spinoza: una sustancia infinita capaz de asumir todas las formas (Shakespeare como una natura naturata
[8]). Borges gusta de esta idea, y la repite numerosas veces de variadas maneras. Acaso su versión más bella sea “Everything and Nothing”[9] (que comienza con la despiadada sentencia: “Nadie hubo en él”), de la que extraigo el siguiente fragmento:

(...)
antes o después de morir, se supo frente a Dios, y le dijo: “Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo”. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: “Yo tampoco soy; yo soné el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tu, que como yo eres muchos y nadie.”
[10]

La vida de Shakespeare ha sido misteriosa, y se presta a inagotables especulaciones. Tal vez uno de sus mayores misterios ha sido su renuncia al teatro – y a la poesía -. Del lado real de la cosas, la acción no suele encontrar mejor disculpa que el rédito económico. Shakespeare vende su teatro, se retira a su pueblo natal, se vuelve un prestamista, un empresario ocioso:

Shakespeare realizó su regular fortuna y retornó a su aldea, donde acabó su vida como un tendero retirado, sin acordarse jamás de lo que había escrito: y acaso este olvido absoluto del portento que había creado sea un fenómeno más extraordinario que el de la misma creación.
[11]

Borges especula que seguía el imperativo de ser
alguien. Harto de ser reyes que morían, enamorados que se desencontraban, traidores y traicionados, cerró sus libros y abandonó su magia (tal vez, con el mismo gesto que Próspero) y se forjó una apariencia humana: a la hora de ser alguien, fue un empresario baladí (si esta vez asumió también la figura de un personaje, no sabemos decir). Renunció a los poderes de la literatura para poder ser un hombre. Así como Hamlet debe renunciar a su carácter de soñador, y mancharse con la sangre de lo real, Shakespeare abandona la poesía y las tablas, y se somete a la apariencia de la vulgaridad. Es como el ángel de Handke, ansioso por privarse de su fría eternidad solamente para probar el café, fumar un cigarrillo y frotarse las manos cuando aprieta el frío.



4
Hamlet justifica su acción montando el incierto – y nunca concluido, nunca cerrado – teatro de su delirio (con el que engaña a todos y se vuelve para toda su audiencia incomprensible, imprevisible): incluso toma la precaución de morirse para que su acto nunca tenga que comparecer ante el tribunal de la razón: se guarda para sí el derecho de estar loco (de ser otro); y de esa manera, expía la acción que lo obligó a traicionar su modus vivendi.
Hamlet demora la decisión de su acción con juegos de palabras, muecas y otros ampulosos procedimientos provenientes de su pretendida locura. Va cediendo, ante las evidencias que consigue, a la necesidad de actuar. Entiende, como Oscar Wilde, que “la sociedad perdona casi siempre al criminal; pero jamás al soñador”.


el escritor
Actuar es empezar a morir, es adentrarse en la enfermedad del tiempo. Por esto, de algún modo, el escritor es un traidor: su palabra está hecha de tiempo, su silencio – necesario para parir la frase – está hecho de muerte (moverse es vivir, escribe Pessoa; escribir no es vida: a lo más, es una supervivencia precaria). El escritor debe mediar su sueño con artificios generalmente baratos: su angustia, su hastío suele ser el costo de no renunciar al sueño mientras sostiene el vicio de la escritura. Un soñador verdadero no puede escribir. Un verdadero soñador no colaboraría con la existencia del mundo exterior. Un verdadero soñador está siempre atento a lo inexistente
[12]: pero no lo prostituye: lo respira.

5
Hamlet no resiste el gasto de su acción, y muere. Habiendo traicionado la vida del sueño (la feliz lejanía, la desterritorialización serena, la aprehensión del goce) por el imperativo de la acción, solo puede regresar al estado onírico al costo de su cuerpo, que entrega a la muerte a condición de que su drama sea contado: el relato, que Hamlet encarga a Horacio, es, como toda literatura, el film de un sueño inscripto en la vigilia; un sueño light, que no tiene el costo de dormir ni fuerza al trabajo de protagonizarlo.


6
Ese relato (es decir: Shakespeare) es la venganza de Hamlet: hace de sí (de su acción, de su historia y travesía) un cuento, un sueño para otros. Es como si Hamlet sólo pudiese permitirse la acción si la comete teatralmente: ya que no puede darse a la vida del soñador, ejecuta una acción dramática que solo puede ser recuperada como literatura, como sueño. Si debe mancharse con las cosas del mundo, no sacrificará su sueño en pos de la acción: acometerá la acción con la lógica de su sueño, con una estructura delicada de la que la vida mundana es indigna: le exigirá al mundo que se vuelva teatro, y trabajará arduo para ello (por supuesto, como Don Quijote). Es como si dijera: Si he de sacrificar el sueño – la vida etérea, el teatro singular de mi pasiones, mis juguetes -, será en un acto genial, que rivalice con el sueño, que se confunda con un sueño, que otros, alguna vez, lo puedan soñar. Como dice el Hamlet de Luis Cano: “(...) hay que fracasar para ser Hamlet[13].
No me resulta gratuito recordar que el nombre del hijo de Shakespeare era Hamlet, que muere en la infancia. Entregados a los goces de la aventura especulatoria, es pensable que Hamlet (la obra) es una forma grandiosa de despedida, un pasaje triunfante del sueño de la vida al sueño eterno por el puente de la tragedia heroica.

7
Desde luego, entre soñar y leer no hay ninguna diferencia (leer es soñar de la mano de otro, decía Pessoa). Entre el teatro y el sueño hay muy poca.


8
Con su acción Hamlet parece decir (como un suicida): me niego al mundo; no actuaré más. De ahí que su acción tenga la gravedad de lo definitivo: Hamlet, a diferencia de quien cree en el mañana, puede agotarse en este acto donde jugará toda su existencia, puede afrontar el gasto de un acto genial: “(...)puede hacer de la muerte un acto. Puede actuar suprema y absolutamente[14].

9
Su propia muerte es apenas una de las acotaciones del texto donde él mismo dispuso el drama. Es una muerte necesaria: sostener un teatro (hacer de la realidad una escena, lograr un desempeño actoral por parte de personas que no saben que están actuando, alcanzar un tono épico con materiales burdos y desprevenidos) es un esfuerzo que no puede sostenerse demasiado tiempo: hay que morir antes de que el teatro empiece a desmembrarse, antes de que sus paredes empiecen a caer sobre la escena y dejen entrar las desoladoras luces del día. Hay que morir: es el único telón del que disponemos.

(Pocos comprenden este tópico como Pasolini. Para explicar lo que es el montaje Pasolini dice que es a un film lo que la muerte es a la vida: un dador de sentido)


el sentido
La realidad no sabe cerrar un cuento, la Historia necesita tomar prestados elementos formales de la literatura para poder decirse (para que sea legible). Las cosas que pasan no tienen ningún sentido estético. De hecho, no tienen ningún sentido (“(...) una época en la sólo sucede lo ilegible
[15]; dice Wilde). La realidad requiere montaje: todo sentido (todo lo que nuestra psiquis puede digerir) es un montaje. La realidad es como ese ruido de fondo que distraídamente oímos cuando cenamos en un lugar lleno de gente. Un monstruo amorfo hecho de bullicio superpuesto, un concierto violento, inasimilable. Ni siquiera lo escuchamos: es una presencia que aturde o que divaga: backsound. Nuestro oído está educado apenas para recibir música (orden). Por eso tenemos poco que ver con la vida, que es puro ruido (caos). Por eso somos adictos al cine, a las novelas, a las canciones: son espacios donde la brusquedad azarosa del caos se organiza estéticamente. Y por esto también somos proclives a la angustia, al desasosiego: educado el ego en territorios ficticios, bellos y cautivantes, no sabe cómo lidiar con una intempestiva realidad que ruge toda su incoherencia como una salvaje babel. Queremos amar, recorrer ciudades, agotar los límites de la vida; y lo único que tenemos es relatos: hacemos relatos de los ruidos de la historia, de los ruidos del piano, de los colores esparcidos, de los ruidos de nuestro deseo: de nuestra propia vida sólo nos restan algunas anécdotas: con nuestro mismo ánimo, lo único que podemos hacer, es frases.


10
La tentación poética de la justicia es la que seduce a Hamlet: y lo seduce, sobre todo, como idea estética. Cede su vida de errabundeo mental a cambio de que el universo tenga sentido. Y para que haya algún sentido Hamlet debe perpetrar la puesta en escena de la justicia (porque el sentido es puro teatro: no tiene nada que ver con la realidad): una justicia emblemática, y poética.
No, entonces, la eternidad: sino la trascendencia. Y para conseguirla Hamlet debe violentar las reglas de lo real: “”(...)
un drama no es realmente verdadero sino cuando es más grande y más bello que la realidad
[16]



Eróstrato
Me aventuro a exhibir la sentencia que enhebra la trama de este artículo: toda redención es estética:

Toda celebridad vive, en verdad, sólo en la medida en que puede ser leída o en que se lee acerca de ella. El hombre de acción no vive más allá de su acción; es el historiador quien lo hace vivir. Toda celebridad es en verdad literaria, porque la literatura es la verdadera memoria de la humanidad.[17]

Sobradas evidencias ha ostentado Shakespeare de acordar con esta teoría; en sus
Sonnets son numerosas las ejemplificaciones que constatan la “salvación por la literatura”: bástenos recuperar apenas uno (el soneto 81):

Or I shall live your epitaph to make
Or you survive when I in earth am rotten
From hence your memory death cannot take,
Although in me each part will be forgotten.

Your name from hence immortal life shall have,
Though I, once gone, to all the world must die;
The earth can yield me but a common grave,
When you entombed in men´s eyes shall lie.

Your monument shall be my gentle verse,
Which eyes not yet created shall o´erread,
And tongues to be your being shall rehearse,
When all the breathers of this world are dead.

You still shall live – such virtue hath my pen –
Where breath most breathes, even in the mouths of men.
[18]


Tales son los poderes de la literatura: provee a la trivialidad de la carne una aproximación a la inmortalidad, demora el olvido a expensas de volverse un relato; aplaca la muerte con la melodía de la frase. Fernando Pessoa dice sobre Eróstrato: “
Sufre como Cristo, que muere como hombre para probarse como verbo

[19]. Tengo para mí que este dictamen compete también a Hamlet.



11
Hamlet comprende esto. Y tiene poco tiempo para engendrar un punto de fuga. Por eso monta un teatro (con lo que puede, con lo que tiene a mano), inventa un espectador (Horacio) al que le confía toda la historia y lo obliga (todo lo que se pide desde el lecho de muerte es un mandato) a convertirse en autor. Hamlet intenta ser, con su escasa pericia en el terreno de la acción, el demiurgo de su historia: lo consigue con la complicidad de los eventos, que colaboran con la cristalización estética. Muere antes de que entre Fortimbrás: no tenía el poder como para involucrar a todo un ejército en su obra: no hubiese podido sostener las paredes del teatro: que se derrumban sólo hacia adentro.


el traidor
El soñador abdica del mundo – de su propia vida – para abrirse a todos los destinos. El escritor traduce las potencias oníricas hacia el territorio irreversible de su destino. No sabe vivir, ni sabe renunciar a la vida (exiliarse, entrar en el desierto al que Kafka alude una y otra vez en su diario
[20]: allí donde Rimbaud cierra por completo la puerta Kafka la deja entreabierta). Es como si estuviese permanentemente embarcado en una duermevela de párpados semi-cerrados. Por eso traiciona la noche con su vigilia, traiciona la vida con su silencio, traiciona el carácter fugitivo e intrascendente del universo con su contemplación empedernida, su registro inquisidor, su anhelo desesperado de sentido: traiciona su propio cadáver con el relato de su incesante decrepitud.


el extranjero
El escritor es un traficante de sueños: paria en la vida y en el territorio onírico, extranjero donde sea que vaya (sobre todo si se queda quieto, frente a la página limpia donde ansía vaciarse). Necesita patéticamente gritar su sueño y su silencio para justificar su soledad. La soledad es una herida que solo puede disculpar con la medalla de la literatura.


expiación
La escritura – bajo su forma literaria – hace la promesa histérica de justificar el desamparo de un hombre. Por eso siempre se escribe por temor a la muerte: a la propia muerte (aun cuando es imposible), a la muerte de las cosas en su lánguida fugacidad, y a todo lo muerto que acarreamos como una condena por las avenidas diurnas. “Infelizmente (dice Kafka) no es la muerte, sino el incesante tormento de morir
[21]”.
Mediante la escritura un hombre se protege de la acción, que es cara y compleja – llena de responsabilidades y finitud – y del sueño, que es etéreo y triste – lleno de levedad y culpa -.



en cambio, Hamlet

Orquestó los últimos pasos de su vida con el rigor de una pieza literaria. Volverse un personaje de novela fue su manera de redimirse, de retornar al estado idílico: no se somete a las leyes de la acción, las comprende y manipula para construir un episodio literario. Volverse un personaje de novela fue la terrible exigencia su obra: una obra que lo privaba de una vida serena (que lo lleva a abdicar del trono, de Ofelia, de sus estudios en Wittemberg, de sus amigos, etc). Ser un personaje de novela es la consagración onírica (literaria, histórica) más sublime. Más aun cuando no hay novela.

cristo
Esto también lo comprende – y mucho más profundamente - Cristo, del que Hamlet no sería más que un tímido aprendiz provisto de un lívido teatro improvisado
[22]: Cristo da su cuerpo a la literatura: se inmortaliza (reina) a condición de morir (de no existir)[23]: pero, claro, hablamos de una muerte memorable, indeleble. No es otro el precio del poder: es preciso montar el espectacular teatro de nuestra desaparición para dominar (“¿puedes, mediante la no-acción regir y venerar a tu pueblo?”; Tao Te King, X[24]). Instrumento más movilizador y portentoso que la ausencia, no existe: es el ingrediente fundamental de la leyenda. Esto, los amantes lo comprenden bien (aunque nublados de deseo, no siempre saben cómo usarla). Es indispensable, para el poder, hacer invisibles los hilos con los que manipula sus marionetas. Para hacer más comprensibles mis intenciones, he de remitirme al Cristo de Oscar Wilde, en el De Profundis. Allí, Wilde se empeña en presentar a Cristo como un gran esteta (“los que fueron por él absueltos de sus pecados, obtuvieron esta absolución únicamente a causa de los momentos hermosos de su vida[25]), un artista (“el precursor del movimiento romántico[26]), un ser proclive a las bellezas del mundo (“Su justicia es esencialmente poética[27]), dotado de una imaginación poderosísima que sabe que debe transformar su vida, su doctrina y su travesía en una imagen, y urde para ello el teatro de su agonía: se despoja de su mortalidad para acceder a la eternidad del símbolo. Esto no es otra cosa que la trascendencia estética: sólo así puede la historia inscribirse en la humanidad. El caso de Hamlet es más sutil, más pequeño, más patético.

(El caso de Cristo no deja de ser patético. Pero está dotado - atosigado - de un caracter obsceno. Y es su misma obscenidad la que lo vuelve sublime.)
12
Pero, ¿qué es lo que llevaría a un soñador a sacrificar todo su imperio? Después de todo, la obra que a Hamlet le cuesta la vida solo puede ser una (con todas las imperfecciones comunes de lo real), por lo que apenas rivaliza con las potencias del sueño en un solo instante efímero: realizar un sueño es abdicar de realizar todos los infinitos posibles sueños; Wilde dice sobre esto:



El que ha sido elegido ha venido a este mundo para no hacer nada. La acción es limitada y relativa. Y también incondicionada y absoluta es la visión del que descansa y observa, del que recorre un camino solo mientras sueña.
[28]

¿Qué es lo que lleva a Hamlet a renunciar a su mundo de posibilidades a cambio de arder en la ejecución de una trama?



lo gratuito
Todo en Hamlet es un esfuerzo en vano. Dinamarca agoniza, Fortimbras acecha. Si Hamlet eligiese no participar de la acción (not to be) de todos modos el reino Danés (junto con el asesino en el trono) será derrocado. Pero sería burdo, común: los reinos caen, los reyes son destituidos, un ejército vence a otro, etc. Lo que Hamlet conquista es su heroísmo, su trascendencia: la poesía viva en un instante emblemático. Si esta gracia la urde Hamlet, o simplemente le es concedida por una fuerza superior (la pluma de Shakespeare) que dispuso los eventos de esta manera no es relevante a los efectos de este artículo.


13
Por otra parte, en esto – el titubeo, las muecas, la farsa de la locura, la persistencia de la melancolía -, Hamlet se parece (por una vez) a una clase enferma de soñador: el escritor: a un soñador de este tipo solo lo mueve el dictado de un fantasma, la rugosa sentencia de los muertos: hizo falta la rumiante voz que vibra en el aliento del silencio para despertar a Hamlet.




f i n




notas

[1] Pessoa, Fernando: Libro del desasosiego; Emecé, Buenos Aires, 2001.
[2] Lao-Tsé: Tao-Te-King; Quadratta editores, Buenos Aires, 2003.
[3] Pessoa, Fernando: Ficciones del interludio 1; José Aguilar Editora, Río de Janeiro, 1975.
[4] Wilde, Oscar: De Profundis; Edicomunicación, Barcelona, 1999 (p.101).
[5] Borges, Jorge Luis: “Tres Versiones de Judas”, en Ficciones; Emecé, Buenos Aires, 1956.
[6] Wilde, Oscar: De profundis; Edicmunicaciones S.A., Barcelona, 1999 (p.120).
[7] Pessoa, Fernando: Libro del desasosiego; Emecé, Buenos Aires, 2001 (p.214).
[8] “(...) lo universal, que está potencialmente en lo particular, le fue revelado, no como abstraído de la observación de una pluralidad de casos sino como la sustancia capaz de infinitas modificaciones, de las que su existencia personal era sólo una.”
[9] Borges, Jorge Luis: El Hacedor; Emecé, Buenos Aires, 1960.
[10] Borges, Jorge Luis: El Hacedor; Emecé, Buenos Aires, 1960.
[11] Groussac, Paul: Crítica Literaria; Hyspamérica ediciones, Buenos Aires, 1985 (p.195).
[12] “Ponte sobre las cosas / antes de que ingresen a la existencia”; Tao Te King, LXIV.
[13] Cano, Luis: Hamlet, de William Shakesperare;
[14] Blanchot, Maurice: El espacio literario; Editora Nacional, Madrid, 2002 (p.96). (sobre Kirilov)
[15] Wilde, Oscar: La decadencia de la mentira; Lunfati ediciones; Madrid, 1983 (p.124).
[16] Maeternlinck, Maurice: “A propósito del Rey Lear”, en La inteligencia de las flores, Hyspamérica Ediciones, Buenos Aires, 1985 (p.112).
[17] Pessoa, Fernando: Eróstrato y la búsqueda de la inmortalidad; Emecé, Buenos Aires, 2001 (p.96).
[18] Shakespeare, William: Sonnets; Encyclopedia Britannica inc., Chicago, 1952 (p. 198).
[19] Wilde, Oscar: De profundis; Edicmunicaciones S.A., Barcelona, 1999 (p.135).
[20] Kafka, Franz: Diario; Editorial Lumen, Barcelona, 1975 (p.207).
[21] Kafka, Franz: Diario; Editorial Lumen, Barcelona, 1975 (p.311).
[22] Cristo tuvo tres años de meditación en el desierto, donde urdió sus trama. En el caso de Hamlet, el imperativo es inmediato, no hay tiempo para preparar la escena y, además, Hamlet era, entre todos, el hombre menos preparado para la acción. De ahí que la comete teatralmente.
[23] “El reino no se alcanza / si no es por la no–acción”; Tao Te King, LVII. ob cit
[24] ob cit; Tao
[25] De Profundis (p.137)
[26] De Profundis (p.133)
[27] De Profundis (p.136)
[28] Wilde, Oscar: “El crítico artista”, en Intenciones; Kuymess editora, Barcelona, 1965 (p.84).

24.9.07

nada revela un género como su parodia

"
El emperador Ho Sin tuvo un sueño en el que contemplaba un palacio más grande que el suyo por la mitad de alquiler. Al atravesar los portales del edificio, Ho Sin descubrió que su cuerpo volvía a ser jóven, aunque su cabeza seguía contando entre sesenta y cinco y setenta años. Al abrir una puerta encontró otra puerta, que le ccondujo a otra; pronto se percató de que había franqueado cien puertas y que ahora se hallaba en un patio trasero.

Cuando Ho Sin se sentía ya invadido por la desesperación, un ruiseñor se posó sobre su hombro para entonar la más hermosa canción que había oído y luego le mordió en la nariz.

Escarmentado, Ho Sin se miró en un espejo y, en vez de contemplar su propio reflejo, vio a un hombre llamado Mendel Goldblatt que trabajaba para la fontanería Wasserman y que le acusó de robarle el gabán.

Gracias a esto Ho Sin decubrió el secreto de la vida, que era "jamás cantes melodías tirolesas".

Cuando el emperador se despertó, le bañaba un sudor frío y no pudo recordar si había soñado el sueño, o estaba siendo soñado por un siervo de su confianza.

"


Woody Allen

22.9.07

sentencias

- Y ella dijo: No hay ninguna grandeza en lo que hacés. La ironía es tu manera de ser triste y que no dé lástima . Las cosas que sabés, todo tu repertorio erudito, es simplemente el miedo a estar solo y tu soledad, sus recreaciones. Y esa literatura tuya no es más que un esfuerzo que te imponés, una penitencia para justificar la parálisis de tu naufragio, para lidiar con el sinsentido, con la intrascendencia y con lo furtivo de las cosas en un universo indiferente. Otros se llenan de plata, o tienen familias numerosas, o hacen turnos de 20 horas en las salas de emergencias de los hospitales, o se internan en alguna selva de verdor mortal esperando el zarpazo que los borre y que los signifique. Lo tuyo es muy fácil; te quedás en el juego: mentís con tus juguetes torpes con tanta fuerza que hasta hay algunos que te creen, y disfrutan el espectáculo de tu desesperación en las diminutas formas de diversas ficciones. Es muy fácil: dame una máscara y yo también te digo la verdad.

15.9.07

lateness

Hace dos meses, o tres (no sé, las noches se parecen) escribí un cuento. El otro. Un cuento largo, que excedía las 30 páginas. Su trama versaba sobre un hombre que sospechaba que en su casa vivía otro hombre en los 180 grados que su vista humana no podía captar. Traté de darle un ritmo fílmico, una sucesión de fragmentos que abusaba del flashback, y que tenía puestas en abismo y relatos dentro del relato. Hoy, de repente, dí con su final. (Me tienta pensar que esta conclusión rompe con un conjuro)
)( )(



4.18

Pasan las convulsiones. Ceden los temblores hacia la inmovilidad. La tensión de sus músculos se pierde. Queda en el suelo, tendido e inerme. Y sueña. Tiene los ojos cerrados, tiene los ojos abiertos. No importa. Acaso parpadee de vez en vez. Sueña que es el otro. Que se mira a sí mismo morir en el suelo, atragantado vulgarmente. Sueña que llama a la ambulancia y da las direcciones para que lleguen. Sueña que siente compasión. Y el sueño de repente se bifurca, se hunde en vapores de fugitiva tersura. Y sueña, ahora, retrospectivamente. Sueña diferentes episodios de su vida, los sueña vistos desde el ángulo del otro (se ve mayormente de espaldas, a veces de perfil; a veces ni siquiera está ahí: oye su voz en la habitación de al lado, o simplemente se presiente venir). Sueña, en un ritmo caótico, librado a una cronología dispar, toda su vida como si no fuese suya. Como si fuese la vida de otro. Claramente ve llegar el episodio final: sueña que escucha el sonido de un hombre que se atraganta en la cocina, deja el libro sobre una mesa, se asoma y lo ve: el hombre con las manos en la garganta, tosiendo con la tos de quien manotea un graznido de aire. Piensa que no es nada, pero se queda un rato más. Ve cómo el hombre cae de rodillas al suelo, sospecha la manera en que los ojos se le deben estar abriendo con desesperación, con miedo. Va hacia el teléfono cuando oye el mantel deslizándose de la mesa, arrastrado por la mano estremecida del hombre que ahora cae al suelo, y se retuerce. Cuando concluye la llamada llega al punto en que el otro, agonizando, ya está soñando estas cosas. Se acerca a la puerta, se asoma. Lo ve. Lo ve tirado en el suelo, silencioso y quieto. Cómo se parece a mí, piensa. Lo ve ahí. Rendido, roto. Lo ve soñar. Cuando el sueño llega al instante en que arrojado en el piso ese hombre al borde de la muerte sueña que es otro hombre que lo mira morir desde la puerta de la cocina siente algo (algo raro) y se confunde: siente que es otro que mira a un hombre al borde de una puerta mirar el sueño de un hombre que agoniza tendido en el piso mientras sueña que es ese hombre en la puerta que lo mira y siente que es otro hombre que lo mira a él mirar al hombre que se muere en el piso (…; línea inconclusa e infinita). Recuerda, en la memoria de alguno de esos hombres, que leyó un libro que decía que una vez lograda la muerte, el cerebro mantiene su actividad durante un tiempo variable entre seis y doce minutos. Recuerda haberse despertado alguna noche, mirar el reloj y ver la hora: 4.17; y darse vuelta en un suspiro y quedar dormido y soñar un sueño complejo, lleno de puertas y pasillos y otros sueños que más puertas y más pasillos, algunos que daban a otros sueños, o a más puertas que daban a un mundo extraño donde no había cosas como sueños, ni puertas ni pasillos, donde hablaba con mucha gente a la que no entendía, y escapaba de hombres oscuros que lo perseguían con fines siniestros, y recuerda que de repente estaba en Creta (sí, era una ciudad baja de Creta, sus calles lentas del mediodía; nunca haber estado ahí no es un obstáculo para reconecerla), y al caminar por una esquina mira a través del cristal de la ventana de un café y veía a una mujer azul, arcana y bellísima que al mirarlo lo petrificaba. La mujer salía de café y lo miraba, detenido y vuelto piedra. Le pedía a unos hombres que la ayudaran, unos hombres altísimos y con manos muy pequeñas, casi inútiles. Esos hombres lo levantaban, lo llevaban tras la mujer azul que les daba direcciones y comentaba sobre el clima, las guerras y los diferentes venenos que había combinado hasta lograr volverse sagrada. Llegan a una casa de madera opaca y rancia. La mujer azul abre la puerta y les indica el camino a los hombres, les dice donde ubicarlo a él y cuando lo apoyan ven que es una habitación enorme – mucho más grande que la casa que habían visto desde afuera – y ven que la habitación está llena de hombres de piedra y justo un momento antes de que empezaran a tener miedo él los ve caer decapitados, ve cómo ruedan las cabezas hasta un rincón donde un gato muy largo y con siete ojos empieza a jugar con ellas, como si fuesen ovillos de lana que una abuela dejó caer desde una crujiente silla de madera, durante una semana de agosto, muy fría. Ve a la mujer azul con varios cuchillos - de diversas dimensiones y filo, la mayoría específicos para cortar músculos humanos- , la ve cocinar a los hombres y luego ofrecerlos en un banquete fastuoso, esa misma noche, donde concurren hombres, liebres, cocodrilos, centauros, hombres decapitados, liebres con cola de cocodrilos, cocodrilos con cabeza de liebres decapitados, centauros con sombreros de hombres, liebres que usaban centauros a modo de sombrero, raras mujeres vestidas con seda que se mueven a una velocidad inhumana, y ve también, más tarde, a su propio abuelo, que llega y se une a los demás, y al rato, sin haberse ido, vuelve a llegar, una y otra vez, durante horas hasta ver, horrorizado, a treinta o cuarenta abuelos suyos, siempre el mismo, que come, baila, conversa con la liebre decapitada o juega un partido de poker contra tres sí mismos y un cocodrilo, y va perdiendo cuando se acusa de hacerse trampa. Se duerme y cuando despierta es de mañana y ve a la mujer azul: está sacando el polvo de los otros hombres de piedra, que murmuran, con muchos esfuerzos, palabras ininteligibles que forman el sonido del viento cuando golpea los murales gastados de los vetustos castillos germánicos, las noches otoñales que presagian lluvia. Así pasan años y el vive minuciosamente, cada día y cada noche de inmovilidad con u detalle más efímero hasta que una tarde descubre que puede moverse y huye, corre de la casa, corre por un prado verdísimo y llega a un pueblo donde asesina a un vendedor de cueros, le arranca la piel y se la pone y reemplaza al vendedor de cueros, al principio le cuesta un poco, confunde los nombres de sus hijos y es estafado por los precios de los proveedores pero pronto le agarra la mano al asunto y se olvida, un día, de que está fingiendo que es un vendedor de cueros y de que él es, en realidad, otro, y vive feliz esa vida, tiene nietos (uno de ellos se postulará como intendente, arrasará las elecciones y acabará sus días en una penitenciaria, después de ser enjuiciado por malversación de fondos - el sueña, en un sueño de la siesta, con cada documento que el tribunal de abogados compendia contra su nieto -), cede su próspero negocio a sus hijos, disfruta de largos paseos por la ciudad donde todos saben su nombre y lo saludan con efusión hasta que un día, dormido en la cama, muere, serenamente, mientras en un sueño suspira el nombre de un carro de nieve que su padre, el vendedor de cueros, le regaló para su séptimo cumpleaños, en el jardín de esa misma casa. Ve oscuridad, y cuando siente el ruido de una decena de palas cavando la tierra de su tumba, despierta de golpe. Y mira el reloj: las 4.19. Gruñe, gira en la cama y trata de seguir durmiendo. Y, sueña que piensa, si la actividad cerebral de un cuerpo muerto continúa al menos seis minutos más, y yo he soñado en uno o dos minutos vidas enteras, esos seis minutos pueden bien ser mi vida, o la vida del otro, o ambas vidas juntas, o la sigilosa construcción de todo el universo. Es entonces que oye un ruido en la puerta principal, y pasos por la escalera. Los enfermeros suben rápidamente, sus pasos ametrallan los escalones, y él duda entre dejarse muerto sobre el suelo de la cocina o huir hacia otro rincón de la casa, porque siempre es sospechoso estar junto a un muerto.


A partir de ahí, las cosas se volvieron inenarrables. Todo eso es, también, del otro.
Eso
es el otro.
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13.9.07

la estadística / 1. ¿cual es, entonces, el mal del siglo?



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Me acuerdo que Renato Russo cantaba "o mal do século é a solidao". Pues bien, concluida la primer encuesta en Infimos Urbanos, comprendemos que no era tan así (tal vez, me permito inferir, porque la soledad es inherente y carece del arraigo a una época). La banalidad fue señalada como el mal del siglo; como la especificidad de lo posmoderno. Acaso una enfermedad, acaso una manera de percibir la realidad y lidiar con lo avasallante del henchido día. No lo sé. No importa. La banalidad es el filtro imperante que relaciona las apariencias de los sujetos (a esta altura: sujeto-objeto; máquinas acotadas programadas por el vaivén del poder); es la manera más efectiva, más pulcra, más responsable, más contemporánea, más solitaria de vincularse. No hemos de olvidar que la banalidad es una de las formas en que se enmascara la soledad, es parte de su dialéctica.

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Me sorprende la unanimidad con la que se trató la opción de las encuestas: nadie la votó. Ya que estamos en el luto de Baudrillard, y que esas ceremonias agitan la memoria, copio esta sentencia: "El principio del exterminio no es la muerte: es la indiferencia estadística".
Y, si la estadística no da cuenta de la perfidia de la estadística (recordemos, religión absolutamente moderna), probablemente el final ya haya pasado - no como acontecimiento: sino apenas como algo que pasa.

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(La subjetividad, los rasgos individualizantes, la personalidad solo ha ido democratizada como mecanismo de vulgarización; farsa homogeneizante: estandarización de targets del marketing, organización efectiva de la góndolas del supermercado. Ojo.)


ps;
realmente quisiera conocer al único que votó "las tandas publicitarias"

7.9.07

apuntes para una fábula sobre el tiempo

la distancia

Pasa una mariposa (¿de dónde pudo salir?). Vuela lentamente frente a mí, se posa en mi mano. Me digo: ¡Qué fulgurante, efímera belleza! La miro, sus alas azules con delicados jeroglíficos negros. Quiero tomarla por las alas, sostenerla un instante. Extiendo mi brazo, abro mi mano, y la mariposa echa a volar. Temo perderla, pero compruebo en seguida que su vuelto es pesado. Sí, agita sus alas con velocidad, pero en cambio ella misma queda quieta casi en el mismo sitio donde estaba, como un helicóptero de seda, como si atravesase en elaire la paradoja de Zenón. Mi mano llega a ella. Cierro el puño, y dejo extendidos el pulgar y el índice, para sujetarla sin hacerle daño, pero justo cuando mis dedos se cierran sobre ella, la mariposa envejece de repente, se marchita, y cuando se juntan mi dedo índice con el pulgar, solo pellizco unas fibras del polvo de su ceniza, que lentamente vacila en el aire.

2.9.07

el amor

Se me dio por acordarme de Baudrillard, de algunas cosas que decía sobre el amor, dispersamente, por ejemplo, se preguntaba:
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"¿Por qué efecto providencial, por qué milagro de la voluntad, por qué golpe de teatro lo seres estarían destinados a amarse, por qué imaginación loca es posible concebir que: "Te amo", que las personas se aman, que nosotros nos amamos?... Existe ahí una proyección desatinada de un pincipio universal de atracción y equilibrio que es una pura fantasmagoría. Fantasmagoría subjetiva, pasión moderna por excelencia."
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Más adelante diría, directamente: "El pathos de la modernidad"
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Y también que hoy estamos atrapados en un "revival del discurso amoroso, una reactivación del afecto por aburrimiento, por saturación".
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En favor de mi corpus, diría: "Lo típico de una pasión universal como el amor es que es individual y que en ella cada cual se encuentra solo".
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Y más tarde, por el final de ese capítulo sobre el objeto maligno de la pasión, concluiría (un tanto más melancólico): "Amar a alguien es aislarle del mundo, es borrar sus huellas, desposeerle de su sombra, arrarrarle a un futuro homicida. Es girar en torno a él como un astro muerto, y absorberle en una luz negra. Todo se juega en una desorbitante exigencia de exclusividad sobre cualquier ser humano. Es en eso, sin duda, que es una pasión: porque su objeto está interiorizado como fin ideal, y sabemos que solo hay objeto ideal cuando está muerto."
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Me da por recordarlo ahora (a Jean B.), quizá para exorcizar (o amortiguar) esos momentos raros de extravío cuando sueño, enredado en algún Otro (alguna ella particular que recorto de la marejada insípida de otredades que deambulan sonámbulas por el estrépito cotidiano hecho de esperas y esperas de otras esperas) que la comunicabilidad no es necesariamente una ilusión que labro con el pulso de la muerte, y me empujo sentimentalmente (patética, patológicamente) en el ansia vertiginosa de vislumbrar, entre la brutalidad de la cercanía del otro cuerpo (que se agita conmigo, que quiere abrirse y ser abierto, comerme en el acto de ser devorado, pero que siempre termina en el agotamiento, el sueño, y el alba que nos dividirá incluso del exabrupto de la fe, extrañándonos), ese algo más fugitivo que debería resultar de la frotación de las superficies, que debería extraditar al frío de una vez en lugar de solo un rato silenciarlo, ese tributo rendido al tímido altar de las novelas junto a las cuales viajamos por territorios que solo existían del lado de adentro de la soledad, ese algo más - ese glow - que convulsivos como bacantes buscamos sentir en una distancia que se cierra cada vez más sobre esa fe infantil de querer que aquello que soñamos en la mitológica nostalgia de lo que nunca fue tenga algo que ver con las cosas despiertas.

La ininterrumpida soledad es la vidriera parca desde la que también me veo ahora levantarme de este texto, e ir a la cocina a preparar un café, en mitad de la madrugada de un sábado.

( Duerme una mujer desnuda en mi cama sin mí; la siento soñar detrás mío. A veces levanto la vista de estas palabras, la veo. Su presencia es un silencio (un silencio antiguo y ondulado). Su cuerpo me retiene con esa implacable inocencia de cosa rendida. Sé que es el universo seduciendome a través de ella. Tiene de bello lo que tiene de lejana. Vuelvo al texto, pienso: ¿qué soñará? Es un ánfora hermética temblando en el vaivén de mi noche insomne. El aire de la habitación cobra la densidad de su impenetrabilidad. Cifra, en su respiración de marea serena, un no sé qué que sería vital para mí. Se lo llevará cuando despierte (si estuviese despierta ahora haríamos cosas pedestres: en ella no se implicarían las furias sensuales que naufragan en las literaturas, yo no podría ser un poeta). Rara fruta en la vastedad de un desierto lentísimo donde cada variación compone su monotonía. Tal vez ella, con su sueño, me dicta estas palabras con meticulosa potencia oracular, no lo sé. Ella no sabe que visito en ella lo que perderé. O lo sabe, y por eso perpetra la melancólica venganza de inscribir en mi memoria el instante sagrado de sus rasgos ofreciendo los inextricables signos oníricos de los que penderé semanas. Y yo, quizá también lo sé, y anticipadamente escribo estas cosas, para perderla antes de que pese. Ella. Inmóvil funámbula. Nívea párvula. Ella dádiva del azar. Débil transparencia de sí misma. Ella. Sótano de mí mismo donde se espejan las grietas donde derramo la sangre de la tinta de mis lapiceras. Seña de la muerte. Murmullo de felino en la siesta. Ella. Ella ensaya que muere sobre mi cama para que su ausencia no sea mortal, mañana; hasta esa delicadeza tiene. Ella tiene el silencio de las melodías que sueño cuando no hay ningún piano cerca - esta es mi manera de decir adios -. El universo se posterga en el cuerpo dormido de esa mujer; pero no me absuelve de mí )