24.5.05

old winter blues






1985
I
La noche era helada y vacía. No me costó nada encontrar el puente. El colectivo atravesó la ciudad desierta. Era agosto. Apagué el cigarrillo antes de acabarlo, y lo dejé tirado antes de los diques de Madero, una tibia bruma devorada por la niebla. No quería que él supiese que yo fumaba. Lo vi desde lejos, la forma de su sobretodo negro siguiendo el ritmo del viento, parado en medio del puente. Enorme.
II
Ni siquiera pensé que todo el asunto era una locura, un despropósito. Confiaba en mi hermano, y no quería que él supiera mi miedo. Las cosas fueron sucediéndose con una inercia inapelable. El frío me ayudaba a mantener el rostro duro, en una mueca petrificada de incomovible severidad. Me pregunto si hubo algún momento en que pudimos detenerlo. Recuerdo que me resultaba difícil no temblar: había músculos - por ejemplo en mi pierna izquierda - que estaban lejos de mí, se movían solos, frenéticos y mecánicos. Como una máquina rota. Cuando estuve cerca vi que tomaba café, y miraba lejos, el agua negra que corría también en la distancia. Sólo después vi el bulto, como una bolsa de basura abierta a arañazos por perros hambrientos.
III
- Te compré café. Hace frío - me dijo sin mirarme. - ¿Cómo estás? ¿Estás mejor? -.
- Creo que sí -.
- ¿Dormiste? -.
- Un poco -.
- Ya va a pasar todo esto, pibe. Con el tiempo, todo no va a ser más que un mal sueño. Ya vas a ver: la ciudad todo lo calla -.
Yo no quise contrariarlo. Sentía que las cosas se inscribían en mí, sentía mi piel tajarse con las formas de las letras que decían lo que pasó. Como una sentecia. Pero podía ser el frío.
IV
- ¿Cómo está mamá? -
- Cansada. Ya sabés. Trabaja demasiado. Cada vez pagan menos -.
- No entiendo para qué trabaja. ¿No le alcanza con lo que mando? -
- No lo usa. Ni siquiera abre los sobres -.
V
El viento abrió un poco la bolsa. Una maraña de pelo negro. Creo que ahí el sí supo que yo tenía miedo. Mi hermano. Es raro, porque yo no soy la clase de persona que haría esto. Mi hermano abrió la bolsa, me preguntó.
- ¿Es él? -
- Sí - le dije - es él -. Me acuerdo de mi voz todavía, diluyéndose en el frío. Preguntarme todavía: ¿cómo se puede, con tan poco, sentenciar a un hombre?
- Sí - le dije - es él -.
- Entonces - me miró mientras me ponía una mano en el hombro - no hay de qué preocuparse -.
Y me despeinó amistosamente.
VI
Me puse a mirar el agua que corría debajo del puente. Había alguna belleza impoluta en cómo las luces se desfiguraban entre las ondas del río. Todo estaba en calma. Pensé: tal vez es el frío, que todo lo calla.
VII
- Podrías venir de visita alguna vez -.
- No empecemos - me dijo. - Por favor -.
De la bolsa desbordó un gemido. Era como un gorgoteo pegajoso. Una forma podrida.
- ¿Querés verlo? - me preguntó. - Se resistió un poco, pero lo pude calmar. Le dije que lo esperaban, pero no mostró mucha voluntad que digamos -.
No le respondí. Si lo hubiese visto, hubiese sido lo mismo que nada. No valía la pena tomarse todo el trabajo. Yo me hubiera prendido de esa imagen, no hubiera podido seguir, escribiría cosas como esta.
VIII
- ¿Estás seguro de que no lo van a encontrar?-
- Pibe - me dijo - en Buenos Aires los ríos están hechos de muertos -.
IX
Lo raro es: yo recuerdo otra cosa. Una frase que quedó conmigo. No sé cuando nació, pero inmediatamente se la atribuí a él. Incluso siento la textura de su voz diciendo: los muertos respiran estos ríos. No sé. Mi hermano no pudo decirla: los muertos respiran estos ríos. La imagen de los ríos porteños como la respiración de los muertos quedó clavada en mí. Pero no sé. Pude haberlo traído de mucho antes. Pude haberlo leído.
X
- Ahí está el casino, además. ¿Donde crees que van a parar los cuerpos? -.
- Vamos - le pedí.
Mi hermano cerró la bolsa, la alzó sobre la baranda. Se escuchó nítido - como si fuera el centro de la noche - un grito ahogado, una queja. Ese grito fue a herir todos mis silencios.
Después, el impacto, el agua abriendose como una boca.
- Este ya no jode a nadie. Le até las manos atrás. Se va a retorcer un rato -.
XI
Todo quedó callado. Caminamos el puente, mi hermano y yo. Antes del amanecer tomabamos unas cañas en el Once. Con el tiempo, nos vimos menos. Dos inviernos después nevó en Buenos Aires, unas minucias blancas, sutiles perlas aereas. Me hubiera gustado que mi hermano lo viera. Las hojas muertas de los arboles en su última melodía. Pero ya estabamos distantes.

3.5.05




¿Tendré que pegarme un tiro, que chorree rojo por entre las páginas, para que esto sea literatura?

Para que esto no sea un revoltijo de muertos míos como tripas abiertas de un muñeco roto: ¿tendré que pegarme un tiro, aunque la piel sea la tensa superficie de la soledad, la frontera?

No sé: vendría la máscara a devorarme...

Entonces, ¿tendré que pegarme un tiro, encender la luz detrás de las tapas del libro, de las cuatro paredes inconmovibles y entregar mi cuerpo muerto a la mirada a la succión del lector, del otro?

Me pregunto: ¿qué idioma sería ese?

Las puertas del teatro se cierran nunca . ¿Tendré que firmar con sangre? Si hubiera levantado el telón con la verdad original, se hubieran manchado de sangre las butacas desde las primeras escenas.
Me pregunto: ¿qué idioma sería ese?

Me respondo, tal vez: NINGUNO.
Porque la palabra presupone una experiencia compartida. Y la unicidad de la verdad que un cuerpo puede producir es tan absoluta - quiere ser tan absoluta - que será cada vez incomprensible;
no se dice: se padece.

Es preciso destruir el teatro. O vivir en el teatro yo
¿tendré que pegarme un tiro, saber cerrar el libro
de una vez
callar
volverme tan ilegible como cierto?

. . .