8.9.04


Bajo Fondo

En mí los rasgos de una antigua, recóndita perversión – de literatura y escenificación: “soy distancia (de mí) y puro artificio; vacío donde caigo, derramado y sin suelo” -.

I

Casualmente- porque soy demasiado perezoso como para investigar a mis amantes – encuentro cartas comprometedoras. Voy caminando por las cornisas cotidianas y de repente, en el rincón menos pensado, un bulto inquieto llameando, pidiendo. De inmediato, más allá de la molestia – desequilibrio- que es sensato sentir mientras leo esas palabras, noto en mí como un goce: sé que estoy contemplando una literatura clandestina – específicamente clandestina (para mí: como cuando vírgenes leían Sade) -.
Termino de leer las cartas: conformo un escenario como si las cartas fueran piezas de rompecabezas – el celoso siempre piensa que las evidencias que encuentra (o inventa) son vestigios de una figura que cierra en tragedia -. Reconstruyo los momentos en que mi amante no está conmigo (momento que de alguna manera coinciden con la génesis, el ecosistema de la escritura de las cartas); leo: “te paso a buscar a las 3 y tomamos un café” o “tu mano extranjera recorriendo mi espalda”. No me gusta lo que reconstruyo, pero es un delirio inevitable (también un goce: me satisface mi inteligencia; aun cuando la confirmación de mis sospechas constituyan el terrible naufragio: el -no deseado- final).
Pienso en enfrentar a mi amante. Pienso en su sorpresa, en mi superioridad: que es también mi fracaso. Pero esto es meramente furia, infantilismos. Después, pienso que es natural que ella tenga sus tentaciones y sus aventuras: nadie puede colmar absolutamente el deseo de un cuerpo
[1]: la estructura social nos fuerza a que la elección de un objeto de deseo implique la negación de los otros. Pienso que el error no está en que mi amante tenga una vida que me exceda: el error es haber encontrado rastros de ese placer que no me contempla (ese es su error, su imprudencia; o su perversión, su malicia).

II

Cuando hablamos, ese mismo día, de cosas normales, yo pienso en las cartas. Decido no decirle nada (y no es sencillo dejar de llover signos). Lo decido por muchas razones: organizar ese diálogo implica mi debilidad, implica que he hurgado allí donde no debía (aun cuando mi tropiezo con las epístolas incomodas fueran casuales); todo esto puede traer consecuencias irreversibles. Además, no tengo derecho a hacerlo: solamente podría acusarla de imprudencia – dejar que yo me entere de su placer sin mí -. Ella respondería:

1 que yo, ilícito, he profanado su intimidad (victimización del culpable).
2 que yo no he sido tan prudente tampoco (espejo).
3 “Tenés razón. Me equivoqué. Chau. (tragedie: porque el microcosmos de estabilidad de enamorado puede disolverse en la promesa de cada segundo nuevo)

III

Paso a otros temas, me comporto como si fuese un día cualquiera. Sin embargo, no olvido las cartas. Por un instante, deliro: el otro hombre firmaba “Gris crónico”. Yo, de repente vuelto Hamlet, sueño escribir una obra de teatro, dar ese nombre a uno de mis personajes - ni siquiera me importa que se trate de un nombre horrible-, brindarle un contexto donde las identidades quemen. Vislumbro las rasgaduras en el rostro de mi amante cuando presencie la escenificación de mi depravación. Imagino su vergüenza, su miedo, el vértigo bajo sus párpados, su mirada insegura: yo le devuelvo una mirada inocente, serenada: ¿qué te pasa, mi amor, que estás tan pálida?
IV

(soy como quien gustoso entraría en la muerte si le es asegurado que podrá contemplar el llanto que por él derramarían: el último narciso)

V

Eventualmente, pierdo esta idea y sigo mi vida - requeriría demasiado esfuerzo llevarla a cabo y tanto no me interesa -. Todos los detalles del tiempo de una vida se van acomodando en un monocorde tono gris, y no es mucho lo que uno efectivamente sigue: las cosas siguen solas, y apenas si nos llegan algunos ecos de lo que va pasando, como si le sucediera mi vida a otro: el Yo reducido al film que, un poco, aburrido contemplo.
...
(Pero: yo ya he escrito este texto; jugando a ser el demiurgo de mi pena, lo he sido dos veces. Ya nunca salgo del texto.)

[1] Me recuerdo de Baruch: no sabemos lo que puede un cuerpo.

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