24.8.04

Equilibrio distante

Yo, absorto en la piel del espectador. Aun dentro de una representación sensual: observo a mi amante transfigurándose en un símbolo de mi deseo. Pero, interpelado para la escenificación de la fantasía preliminar (participación requerida para la manutención del contrato de ficción - de una ficción tramada para mí -) no logro ingresar en el lenguaje, no me creo - no admito la pérdida del rol de voyeur -. Digo algo, una tontera, una ironía, un agudo sarcasmo, un halago a mi amante (tal vez burdo, tal vez elegante): quiebro la estructura; prefiero perder el espectáculo de mi deseo antes que ingresar en él.
No puedo participar. Así todo (porque participar es privarme del goce de contemplarlo: siempre sería un actor, reaccionando a una estructura).
Supongo que por lo mismo - diferente y parecido -, el otro escribió en una servilleta:


Soneto a la mujer que pasa

Serás en mí la callada, la brisa encendida, la siempre ausente,
la pesada lagaña cansina que recomienda
el sueño altísimo como desatino y enmienda
a la cruda certidumbre de que vivo, de que hay muerte.
Serás el incierto vapor alcohólico de la madrugada,
lo que pudo ser y no ha sido,
los pliegues cerrados del destino,
como un cáncer la marca de haberte visto; la indeleble llaga.
Cada silueta de la niebla, cada puerta que no abra
será la precisa y será la tuya, cada ambiguo recodo
de ceniza y de sombra; registro sutil de los despojos
del día que el tiempo concilia con el polvo, con la nada.
Sólo soy un idioma furtivo, una cosa pasada entre tus rojas cosas.
Y vos un poco de ídolo vacío donde la penumbra se demora.
(12-2-003)
Convengo que no es precisamente el ejercicio literario más acabado. Es la temática la que me preocupa, porque esa trama es mi delirio: aceptar que la materialización de una ilusión siempre será inferior al clamor de sus posibilidades en suspenso.
Conversaba por teléfono con una mujer que nunca ví antes. Jugabamos cada uno con la bruma del otro y eramos un talismán y un enigma profundo. Noches así, hasta lograr meses reincidiendo en los murmullos y los velos: ese era el contrato. Cuando quiso encontrarse conmigo, inauguré evasivas: yo sabía que no podría enfrentarme a mi fantasma, que mi presencia jamás lograría vencer a mi ausencia (al poder de la ausencia), que la imagen que ella había urdido con los endebles materiales que fui cediendo sería mucho mejor que yo mismo; yo sabía que en mí ella era la excusa - el puente - hacía una belleza espectral que a ella misma no le concernía. El amor no es algo diferente: ven en nosotros algo de lo que no somos culpables; aman ese fantasma hasta que lo desmentimos (en ese momento, hacen maletas y se van, o se casan con nosotros y ahondan el sofá).
Terminé por decirle que estabamos destinados al naufragio: en el mejor de los casos, ella sería:
  • el amor de mi vida,
  • nos casaríamos
  • y tendríamos hijos (pero quién en su sano juicio puede querer hijos, quien que no sea uilizado como recipiente por la nauraleza)
  • o recorreríamos el mundo tomando fotografías de nuestra dicha,
  • o sería simplemente una preciosa y bestial noche salvaje,
  • anecdótica.

Clichés así: la imaginación calza en estructuras; sueño categorías donde ingresar (porque estoy solo, porque no pertenezco). Cada una de esas cosas es efímera en relación a cómo su sombra, su delicada figura incierta se iba acercando cada vez al caprichoso deseo que me nacía en determinado momento para morir en las orillas del deseo concretado, del éxtasis pasado; y regresar - diferente y precisa - cuando la cadencia de mi soñar la reclamara. No recuerdo qué respondió. Inventé una excusa, y colgué. Por las dudas, los martes de madrugada, si suena el teléfono, subo el volúmen de la música y hago como si no supiera. Miro por la ventana, pensando cual de todos los espectros porteños será el de ella: sueño otra vez.

Evidentemente, me recuerdo de Pessoa: "Yo no te querría para nada, sino para no tenerte"

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