I
Las cosas que temes en la noche son el ocultamiento de la noche.
Los ruiditos, los crujidos, la posibilidad de que alguien entre, de que alguien venza la cerradura, la posibilidad de un monstruo en el placard, o de que las sombras de vuelvan carne, o que la palabra de un muerto nos llame, o que las canillas viertan sangre, o que en la transparencia suave de la penumbra se distinga una mujer de blanco, flotando , o que ropa tirada sobre la cómoda cobre vida y ansíe venganza, o los pasos que se oyen en el piso de arriba, o que el viento cifre un mensaje mortal, o que el televisor se encienda de repente y de la luminosidad azul del interferencia alguien se aproxime, o algo agazapado en el balcón aguarda que apagues la luz, o que un insecto de infinita paciencia viva en tu almohada y te beba lentamente, o que el espejo se desincronice y no devuelva tus gestos, o que tu pareja, enajenada y en trance en mitad de la noche te apuñale, o que debajo de tu cama, acurrucado, alguien espera que entres en el sueño, o que etc.
II
Todo eso oculta, traspapela la noche. Encuentra algunas de esas cosas quien no quiere ver la noche. Quien no se atreve a la noche. Su vacío, su escenario próximo al sacrificio. Su espejo esencial. Artilugios de evasión de algo tan atroz e insonsable como la noche. Hemos necesitado dar un cuerpo, un nombre al malestar profundo de la noche, para exorcisar o redimir bajo la sentencia de una apariencia a una voracidad interior insaciable. Hay algo en la noche que es la noche. Un vacío, una soledad perfectas. Un silencio al que acude pronto la desesperación. Una confrontación con el cadáver de sí mismo, con los hilos de la marioneta, con el sin sentido de cada instante. La civilización no duerme de noche sino para evitar la noche. Los poetas coquetean con ella, siempre con un pie afuera, y prestan un oído a la noche y el otro lo colman de palabras. Vulgarizan el abismo de la noche hablando de la noche. La noche es inasible, inenarrable. La noche es un naufragio calladísimo. Pero esto ya no es la noche, sino la sensación de las palabras, las imágenes que quieren soñar la significancia elusiva de la noche. Pero la imagen es la presencia de una lejanía, y es en el influjo de esa lejanía donde la noche dirime su imperio.
III
La eternidad tiene el denso sabor oscuro de la noche. No es tanto la hora, ni la penumbra, ni la calma. Hay algo primitivo y terrible en la noche. Hay un llamamiento. Un sutil canto sirenaico entre el ruido del ascensor y el motor de un auto que pasa, o los pasos tenues de un gato atravesando la calle. La noche postula su pregunta: ¿venís? ¿querés ser uno con la eternidad? Y nosotros ponemos más alto el volúmen de la tv y tratamos de no atender, de no sentirnos interpelados. Hacemos de cuenta que no oímos bien, que la noche apenas si ha balbuceado algo o sustituimos esa llamada con los ruiditos, los crujidos nocturnos, y nos distraemos. Decimos que no con nuestro mirar para otro lado y nos hacemos los tontos porque la angustia de tomar en serio esa pregunta nos desasosiega. Y cometemos la vida en ese hacer de cuenta que no puede ser en serio, y como nunca nos tomamos el trabajo de arroparnos con la noche, de asimilar, de recibir la experiencia de la noche, no escuchamos del todo bien la pregunta – para nosotros son ruidos en el living, pasos en el piso de arriba, silencio que debemos confrontar -, y no sabemos entonces bien de qué manera terminamos pasando del no al sí.
noche