5.9.05

La metáfora
1
Hoy una mujer me mentía. Nos conocíamos hace años - incluso yo había pensado que teníamos algo en común -. Era triste, un poco desconsolador ver los esfuerzos que hacía por sostener su mentira. Lo peor era que yo ya sabía que mentía (de no estar avisado, hubiese comprado sus palabras). Yo sabía, y se lo dije: para evitar la escena. Pero ella, empecinada, me forzaba a presenciar el amargo espectáculo de su decadencia. Tuve que ver cómo hacía uso de su repertorio de mezquindades hasta agotarlo, cómo estiraba los gestos en su cara para mantener su burdo castillo de naipes.
2
La mentira era pequeña, sobre un asunto sin importancia. Sin embargo, al exhibirse en pleno día, daba la idea de simbolizar algo mucho más grande. Era una tontería, pero su existencia se proyectaba sobre todas las cosas, y dejaba la impronta de la falsedad sobre todo lo vivido. Puedo decir: era un recordatorio de las condiciones de las horas: si no es, al menos todo puede ser falso. No lo sabemos, pero esa sospecha no nos deja dormir. Y nosotros necesitamos creer en algo, aferrarnos a algo. Cuando uno de los ladrillos de la construcción se esfuma ante nuestros ojos, nos sobreviene algo parecido al miedo: la idea de que cualquier otro ladrillo puede también pulverizarse, y también de que todos pueden pulveriazarse, si es que acaso ya no desaparecieron y nosotros vivimos aferrados a apariencias, sombras de sombras, respiración de cadáveres.
3
El asunto era de una inmensa tristeza. Ya me había pasado antes, y uno cree curarse de ese tipo de estragos. Sin embargo, cuando se delata la traición es la melancolía otra vez clavada en medio del alma. Había visto ya a mucha gente mancillar lo que más amaba, herirlo de muerte, retorcerlo. Cada vez que lo presenciaba, recordaba a Wilde: tal vez haya que matar lo que se ama. Sentí pena por ella. La pena que se siente por un enfermo mortal que nos quiere convencer de su salud intacta con grotescos ademanes de fortaleza y piruetas tontas y exageradas. Hubiera querido enojarme, pero no supe. Solamente sentía lástima: ella ya había mentido, pero yo le ofrecía la salida digna. Pero ella no: prefería hundirse con su navío hecho de falsas promesas, esas fragancias trastornadas en rancias pestes. Daba manotazos al aire, como quien se ahoga. Fingía enojarse o irse, lloraba y todas eran patéticas herramientas que movía con destreza para poder salvarse. Yo pensé: ¿salvarse de qué? Aun si yo adhiero a su mentira, si la acepto y hago como si fuera verdad, ella es la que tiene que volver con sus tristes mezquindades a su casa, y cargarlas para siempre.
4
Pobrecita, me acuerdo que pensé. Sus esfuerzos me cansaban. Era un muerto que me quería explicar cómo respiraba. Yo hubiera cambiado el orden de las cosas y hubiera vuelto su falsedad algo cierto si eso me hubiese librado de tener que verla. Lo que me sorprendía era que su rostro no trastabillaba: defendía su mentira como si fuese una verdad tan elemental como vital. Llegaba incluso a ofenderse, a culparme a mí de su mentira: cómo podía ser que alguien no creyera en su montaje.
5
Y de pronto, oigo el sonido de un hueso que se quiebra: todas sus hebras deshilachándose. Una gruesa rama del enorme y cansado árbol desnudo de la vereda de enfrente se rompe, y cae belicosamente en medio de la calle desolada del domingo a mediodía.
6
Pensé para mí: ¿qué es esto? A veces no puedo evitar ver en las cosas que pasan signos de mi propia vida. Trato de no tomarmelos demasiado en serio: después de todo sé que mi mirada va hilándo los elementos dispersos para producir las verdades que necesito. Las cosas ni siquiera son falsas: simplemente están vacías. Pero aun así, no deja de ser cierto que un montaje trazado de este modo produce un efecto más absoluto, embriagador y subyugante que meras palabras, o cosas que las voluntades de los hombres pueden entretejer. Tal vez nos dice lo mismo, lo que ya sabíamos o precisabamos, pero afirma de una manera inapelable. Los podemos aceptar, rehuir, detestar, podemos tratar de ignorarlos o quejarnos de lo que nos ahuguran, pordemos acaso entender cómo eran las cosas finalmente, o creer que entendemos. A los símbolos, lo que no se puede hacer es contestarles.
7
Yo pensaba: tal vez esa rama es una metáfora de este vínculo, el cadáver exhibido de lo que fuimos. Estabamos secos, podridos por dentro. Bastó que una de sus mentiras se delatara esta última vez para volvernos irreversiblemente distantes. Esa rama que se estrellaba en el cemento nos daba gratuitamente nuestra verdad.
8
He leído mucho, llenado mis paredes de libros. A esta altura de los años, me pasa que me confundo entre lo que leí y lo que me pasó. Recordé las novelas de Kawabata, donde los personajes iban comprendiendo que esas cosas que se sucedían en la realidad en verdad eran símbolos de su vida íntima: la realidad como un texto donde están codificados los movimientos del alma. Un texto por supuesto ilegible, en un idioma extraño que de vez en cuando se nos insinúa, que a través de una grieta abierta en la vigilia parece sangrar una revelación clara, irrebatible. Entendí que yo estaba jugando a ser un personaje de Kawabata. Pero que ese juego no impedía que las cosas que presentía fueran ciertas. Nada impide que los delirios de un loco encallen en la verdad.
9
No lo sé: puedo especular. Tal vez es más sencillo pensar que aunque el árbol se estirase hacia el cielo, los edificios impedían que se bañase de luz, lo asfixiaban. Los inviernos son largos, los árboles mueren: son cosas que pasan. Justo a ese le tocó quebrarse delante mío, mientras una mujer me miraba a los ojos y me decía mentiras. Debe ser infantil pensar que ambos sucesos no son cosas diferentes. Una mujer me miente, un árbol se seca y cae. Atribuirles una correspondencia es simplemente querer que el mundo tenga sentido.
- Apéndices -
(y también un gran narciso: pensar que el universo repara en mí y organiza el fluir de sus astros para brindarle símbolos a mis diminutas circunstancias)
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Lo que pasa es que esa mujer rompió muchas cosas mientas mentía.

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