30.9.05


Para mí, la vida es como una posada del camino, donde debo demorarme hasta que llegue la diligencia del abismo. Ignoro dónde me llevará, porque no sé nada. Podría considerar esa posada como una prisión, pues estoy obligado a aguardar en ella; podría considerarla un sitio propicio para la sociabilidad, porque en ella me encuentro con otros. (...) Me siento a la puerta y embebo mis ojos y oídos en los colores y sonidos del paisaje, y canto lento, para mí solo, vagos cantos que compongo mientras espero.
Sobre todos caerá la noche y arribará la diligencia. Disfruto de la brisa que me dan y del alma que me dieron para ello, y no pregunto más, ni busco. Si cuanto dejé escrito en el libro de los viajeros puede, releído un día por otros, entretenerlos también en la travesía, estará bien. Si no lo leyeran ni los entretuviera, estará bien de todos modos.

Fernando Pessoa
última parte del primer fragmento del Libro del desasosiego

28.9.05


Encaro serenamente, sin otra cosa en el alma ni en los bolsillos que las rugosas migas de imperios que perdí mientras los soñaba (imperios simples, donde se ausentaba el lujo exuberante y vulgar, y la única, deliciosa fortuna era la de ser otro, o las cosas siendo de otra manera), el hecho llano y sin metafísica de terminar mi madrugada otra vez aquí, en forma de prosa.
Me prostituyo hacia la acción: dejo, varada en medio de una página de un cuaderno inútil, la huella de mi melancolía. No sé hacer otra cosa. Lo mismo da, todo es sombra. O simulacro. Y generalmente, también es ilegible (porque no basta con estar triste). La huella de mi melancolía queda impresa. Tal vez alguien la recoja, la descifre. Tal vez pasen de largo, y la dejen tiritando de frío, indiferentes a su plegaria, como los árboles del invierno, que se estiran hacia la luz, vanamente. Quizá hace falta que alguien la rompa, la abra y como una nuez dará su fruto. O acaso simplemente no lleguen a ella porque es para nadie, y rehuye cada contacto con su invisibilidad, con su repertorio de máscaras, con esa manera de aparentar serenidad o calma, y vaya resbalando entre las manos que quieren arroparla. O tal vez no: tal vez como un gato la huella de mi melancolía se resfriega por las piernas de los otros como rogando una leve caricia, y los otros no entienden, la miran apenas y dicen qué es esto y después siguen con su vida, y la huella de mi melancolía queda doblemente sola con su destino triste de signo inextricable, de llanto humilde en una lengua muerta a la que nadie nunca podrá llegar, y solitaria en su unicidad yira las diversas tinieblas urbanas, y si alguno la ve pasar, no sabe lo que ve y no le importa.
O bien nada de todo eso. Quizá, sencillamente la huella de mi melancolía no quede aquí. Ni quedó aquí nunca. ¿Por qué habría de quedar? ¿porque yo escribí tristemente "dejo la huella de melancolía aquí"? No alcanza con decirlo. Y yo, después de todo, lo único que hice fue hacer frases con lo huraño de mi ánimo.

25.9.05

Casi no recuerdo la época en que mi inquietud era jóven
.
Encuentro esta frase en un cuaderno lejano, de hace uno o tal vez dos años. Imagino haberla escrito con dramatismo adolescente, con mucha pose ojerosa de sufridas madrugadas. Me gustaría pensar que mi prosa hoy carece de esos excesos. Hoy llego a esa frase siendo otro - al menos por las ropas que visto y por Heráclito; la tristeza, un poco más lenta, me sabe igual - llego a la frase y me detengo: la miro, la doy vuelta. Es un insecto infértil. No le encuentro el más mínimo valor: es una frase que no me seduce (salvo el punctum). No sé cómo no ser cruel con aquello que fui. Sin embargo, no huyo de esas palabras entrelazadas, algo me subyuga: no puedo evitar pensar en otra cosa; en otras palabras. Recuerdo. Recuerdo porque cada baldosa del presente es una trampa: una suerte de trampolín siniestro que me lanza hacia atrás, hacia tejidos hechos de ayeres con los restos desgajados y moribundos de lo que hice, o ví, o leí - y permanentemente, como en un sueño, confundo -. Entonces recuerdo a un escritor japonés, su última línea. Antes de matarse - en el mismo minuto de su muerte -, Ryonosuke Akutagawa* llegó a una hoja virgen, y con negra tinta escribió: una vaga inquietud. Por algún motivo misterioso, eligió esa cifra para entrar en la muerte.
Tal vez algún hilo vibre entre las almas. No es cosa que me sea dada saber.
Pero sí es un sueño con el que puedo distraerme del Destino.
__________
* Olvidado en occidente, hoy su nombre suele recuperarse por haber escrito el relato del célebre film RASHOMON, de Kurosawa, y por algunas compilaciones de literatura fantástica que no pueden permitirse la omisión de un relato como SENNIN.

23.9.05

munch
cuántas historias inacabadas sangrientas a lo largo del horizonte
M.Duras


I

Eran dos y habían venido juntos. Uno primero, y después de un rato, el otro. Asumí que eran hermanos, se parecían mucho, el mismo color negro, las blancas manchas simétricas en lugares similares. Me dirán, claro: todos los gatos se parecen. Puede ser. Yo acepté que eran hermanos. Tal vez simplemente venían del mismo lugar. Tal vez eso es lo mismo que ser hermanos. No importa. Venían todos los días, yo les dejaba algo para comer. En esa época la ventana quedaba abierta - pienso ahora: seguramente quedaba abierta por eso, porque era otra época -; era común llegar a casa y encontrarlos tirados en el sofá, durmiendo, o sentados sobre la alacena, o sobre los libros de Diana, tal vez comiendo alguna cosa que habían encontrado por ahí, o que Diana les había dejado. A Diana le gustaban mucho, más el otro que el primero, pero le gustaban, yo la escuché tantas veces conversar con ellos, yo escuchaba como murmullos y nunca supe qué se decían porque era noche y yo estaba en la habitación, y casi lo único que me quedaba de la vigilia eran las sábanas y una leve fisura en el silencio que era la voz de Diana, que se quedaba sola en el living, los acariciaba largamente.

II

Las primeras heridas que le descubrí al primero fueron una tarde que con Diana estabamos poniendo unos estantes en el living, para apoyar los libros de Diana y algunos discos míos que andaban sueltos por la casa. Esa semana nos besámos mucho, porque recién nos habíamos descubierto. Me acuerdo que yo estaba tirada en el sofá, y Diana en el piso, el pelo claro revuelto, la mirada tibia. De fondo, por las paredes corría por enésima vez Abbey Road y fue en Golden Slumbers cuando noté en la pata izquierda del primero algo rojo carne. Cuando me acerqué era fácil distinguirle la marca de una mordedura. Después, buscando en su cuerpo, aparecieron muchas lastimaduras. Se las mostré a Diana, me dijo que ya sabía, que se había estado peleando con el otro. Me dijo: dejalo tranquilo, es un gato. Esa era la primera vez. Después yo ví como el primero no hacía nada, y el otro lo atacaba, lo mordía. Me daba pena, todas esas heridas inútiles. Yo prefería al primero, me parecía que nos entendíamos.

III
No sé cuándo competimos por primera vez. Era difícil estar los cuatro juntos sin pelearnos. Yo veía cómo el otro atacaba al primero, lo mordía o le tiraba zarpazos, siempre lo hacía sangrar. Diana decía que la culpa la tenía el primero, porque no se defendía. Diana leía Nietzsche. Diana era cruel. Yo intentaba separarlos, me parecía mal que el primero quedara todo lastimado, me parecía gratuito, inútil. Yo creo que Diana disfrutaba propiciando estos conflictos, los juntaba. Ella decía que sólo así el primero aprendería a defenderse. Yo le decía que ya la necesidad de organizar una defensa era un problema, porque en primer lugar no debería haber agresión: no había que instruir en mecanismos de defensa, sino suprimir la agresión. Ella decía que yo vivía en una nube de pedos. Discutíamos mucho.

IV

Me resulta extraño estar escribiendo estas cosas, detenerme en estos detalles. Yo sé que la historia está en otra parte. No sé bien en qué otra parte, pero seguramente no es aquí. Tal vez en cómo me temblaban las manos cuando Diana se acercarba, o la manera en que me excité cuando la vi con ese vestido verde esmeralda. No sé. Tal vez en el final, la decepción, la distancia y las maneras en que la melancolía me apretaba la garganta las noches en que no me podía dormir de lo sola que me hacían sentir todas mis cosas muertas desparramadas por la casa, organizando una tristeza que nadie ya vería. No sé. En todo caso la historia no está aquí. Y sin embargo.

V

Antes de que ella se fuera con mi novio - para esa época Diana y yo ya nos acostábamos, tal vez de aburridas o curiosas, porque estábamos cerca, al principio- los gatos eran el lugar donde sacábamos nuestras más afiladas uñas. Como el primero - siempre cariñoso y sumiso - venía cada vez más lastimado, la carne abierta de las mordeduras en las fisuras donde ya no crecía el pelo, decidí adoptarlo. Si lo tenía cerca mío, podría protegerlo. Por algún motivo esto enfureció a Diana. Me decía que yo no podía interponerme enla naturaleza, que las cosas necesitaban seguir su curso, que mi capricho era una severa falta de filosofía. Nunca la vi tan parca, tan arisca. Me gritaba por cualquier cosa. Desde aquí, desde la distancia, creo que fue donde empezamos a alejarnos. Pero no lo sé. Nunca se saben esas cosas. A lo sumo, se recogen del teatro de la memoria los primeros signos del derrumbe. Aunque claro, desde aquí todo lo que ha dicho, hecho o tocado Diana yo lo transformo en un signo de lo que nos separó. Es decir, hago un relato. Tal vez es por esto por lo que no puedo contar lo que pasó: tengo miedo de hacer literatura. No sé. Para esos días ya estabamos distantes, Diana estaba tan agresiva y yo suavemente trataba de soportarla y de no quererla tanto, de saber perderla. Tal vez ella se empecinaba en hacer frases hirientes para decirme otra cosa. No lo sé.

VI

Tal vez cuento estas cosas para no contar la historia. La nuestra, esa que debería llamarse Diana y yo. No es imposible. Por otra parte, tal vez sea ésta la única manera de decirla: a través de las grietas del texto; decir es siempre decir otra cosa.

VII

Nunca supe cómo murió el primero. Un maullido me despertó en la noche. Después fue silencio. Tuve que esperar otros ruidos - graznidos agudos que se apagaban, un último violento maullido - para entender que lo que pasaba no tenía nada que ver con soñar. Me levanté de la cama, pero sé que entré en la vigilia - tal vez para siempre - cuando lo vi tendido en el piso. Ya tenía la pose de la muerte. Me arrodillé junto a él y lloré. Lloré mucho. No sé cuando entró Diana, o si ya estaba ahí. Me miraba desde el marco de la puerta de su habitación. No dijo nada. Ni siquiera con los ojos. Sus manos las mantuvo siempre detrás de su espalda. No se las ví en ningún momento, aunque muchas veces después soñé con sus manos rojas. Pero no sabría decir.

VIII

Cerré la ventana, y Diana esa noche no dijo nada. Se encerró en su habitación. Un amigo me ayudó a enterrar al primero en plaza Irlanda. No quería dar su cuerpo a la basura. Después, discutimos mucho con Diana. Por muchos motivos; por cualquier cosa. Yo podía temblar con su sonrisa, pero era ya algo extraño, que se daba muy poco por esos días: su sonrisa era un animalito furtivo que apenas si asomaba por accidente. Esos días sentí que convivía con una máscara implacabe, que toda la humanidad del cuerpo de Diana me rehuía incesantemente. Por la ventana clausurada fue también que ella se enojó conmigo. Yo no quería saber nada con el otro, por razones obvias. Y tampoco con ningún otro gato. El primero en mi memoria estaba aun fresco. Yo no quería encariñarme otra vez. Diana decía que yo era una estúpida. A veces lo decía así, secamente, y otras veces de una manera ampulosa y sofisticada, usando muchas palabras.
IX
No sé. No sé por qué cuento esto. Tal vez sea que sólo se escribe lo que se pierde. Y la pérdida es tan total, está hasta tal punto implicada en todas las cosas que también tiene que estar en cada pequeña parte, en cualquiera de sus delicados fragmentos, por más diminuto o periférico que sea para la trama de la tristeza.
X
Diana no se animó ni siquiera a despedirse. Hizo los bolsos una noche, y se fue silenciosamente. Sé bien quién la esperaba abajo. Me quedé sola en el departamento, un ascenso en el trabajo me permitió afrontar la renta, y ya no necesité una compañera, ni quería buscarla. A veces escucho - siempre es de madrugada - los maullidos del otro, sus uñas rasgando la ventana clausurada. Aunque tal vez es otro gato, o ni siquiera un gato, sino simplemente el viento, o mi memoria, y yo creo que es el otro. En todo caso, lo mismo da: es lo único que me queda de esa época: un maullido, algunas noches, que tiene la forma de la nostalgia. (Eso; y algún que otro recuerdo suelto)
...

22.9.05


En mitad de un cuento y con el codo, Cortázar fotografía un momento de una mirada sobre la verdad solapeada en pleno accidente de estar viviendo:
Sabemos tantas cosas, que la aritmética es falsa, que uno más uno no siempre son uno sino dos o ninguno, nos sobra tiempo para hojear el álbum de agujeros, de ventanas cerradas, de cartas sin voz y sin perfume.
Las caras de la moneda,
en Alguien que anda por ahí

21.9.05



Es simplemente haber tomado un libro de la biblioteca, y después un párrafo de ese libro y que esa caligrafía de la soledad de otro sea la cifra exacta que me dice enteramente el momento de mi ánimo como si escrutara un espejo que despedazara mis apariencias hasta llegar a mis verdaderos rasgos.Y entonces, claro, tener que copiar esas palabras.
"
Solsticio de invierno, la época más oscura del año. Apenas se levanta de la cama, siente que el día se le empieza a escapar de las manos. No hay una luz a la que aferrarse, ni la sensación del tiempo que se despliega, sino puertas que se cierran y cerrojos que se corren. El mundo exterior, ese mundo tangible de objetos y cuerpos, parece un mero producto de su mente. Siente que se desliza por los hechos, revoloteando alrededor de su propia presencia como un fantasma, como su viviera a un lado de sí mismo; no aquí, pero tampoco en otro sitio. Una sensación de encierro y al mismo tiempo de ser capaz de atravesar las paredes. En algún lugar, al margen de un pensamiento, descubre una oscuridad que le cala los huesos y toma nota de ello.
"
Auster
The Invention of Solitude
Y sí, tener que. Porque la literatura es una soledad hecha de soledades, y mientras soy arrastrado del mundo hacia mis adentros puedo sentir la fragancia musgosa de los textos, las acuarelas o los acordes de otros ante el mismo frío. Y ya el abismo no es completo, ni ineluctable, porque es como si hubiese viento. Y alguien para mirar cómo las hojas de los árboles vibran, y se beben la noche.

18.9.05


El lenguaje
principio 7
Las cosas están dispersas por el mundo: cada cosa varada en el limbo de la piel etérea del abismo. Un limbo que aceptamos como aparente orden para poder transitarlo sin desesperación. El lenguaje - como construcción cerrada, como marea de cadencia legible - va enhebrando las cosas sueltas, inconexas del mundo para lograr sentido: porque solo a través de la ilusión de sentido puede darse la comunicación, el puente (llegar a alguien) - otra vez: su ilusión, su fantasma -. En la brochette de la estructuración del sentido, puede engarzar cosas existentes con las no existentes (para hablar de alguien triste puede decir metafísica, para hablar de mucha gente, de sociedad, etc). Es el riesgo de querer decir (entender lo que pasa). Para hablar del mundo hay que hacer una historia, llenar los espacios vacantes entre las cosas - que de por sí, quedan muy lejos de las palabras -.

14.9.05


horas que no entrarán en mi autobiografía
En mi casa, como una hierba. Voy torpemente del sofá a mi habitación, de mi habitación al sofá. De vez en cuando, quiebro en pedazos la estructura de mi monotonía y paso por la cocina, me sirvo un vaso de algo, o hago un sandwich. Afuera llueve y hace frío. Y es tan tarde para todo. Podría ir a algún café, tomar algo caliente, y leer un poco o trabajar en la novela. O tal vez buscar una película, o alguien que toque un piano. Pero no: sólo pensar en tener que volver me cansa: siento la proyección de cada paso de regreso como borbotones de plomo aplastándome. Giro la llave una vez más hasta que la cerradura, con un click, dice basta, y ni siquiera logro jactarme de haber encerrado al mundo del lado de afuera. Todas mis ventanas están bajas - la más amarga, la tv, apagada -. Pero aun confinado en mis paredes, mi teatro muerto, no consigo dejar de moverme. Por eso voy de un lado a otro; si no hiciera ese frío ni esa lluvia caminaría hasta cansarme: caminaría para cansarme, gastarme. Aquí, siento mi inquietud tan lenta, tan implacable. Acabo por entender que el sitio donde más tiempo paso es en el pasillo. Mi gato, harto de mi pulular inútil, ha dejado de mirarme. El siempre necesita controlar todo lo que ocurre en la casa, pero mis movimientos ya se los ha aprendido. Creo que yo también los aprendí: por eso puedo complirlos a la perfección. Me detengo, en cada ir y venir, por las diferentes bibliotecas de la casa. Bruscamente tomo un libro, y lo abro en un página cualquiera. Leo una frase. A veces la frase no me dice nada - no me toca, no me quema, no me duele, no me seduce -, y hundo el libro de inmediato en los estantes. Otras, las siento resonar, herirme. Como si me cayera a un nuevo orden maravilloso de cosas que acaba de abrirse para mí. Me aferro al sonido de la frase: quisiera quedarme allí. Pero siempre es una felicidad efímera. Claro, como toda la felicidad. Eso es todo lo que hago. Una y otra vez. Una y otra vez. Soy como un suizo satélite de las palabras encriptadas en las paredes de la soledad: mi evidente soledad y la soledad de ellos, de los que lograron cada oración y la trenzaron con otras: siempre un libro es el reflejo de las horas solitarias de un hombre: sólo allí se escribe (sólo allí se puede escribir). Pienso: es como si me doliera la parte de adentro de las cosas que no son yo. Como la sangre ruge una impaciencia de fuga hacia adelante, fielmente continúo mi ceremonia. Si miro el reloj, me parece que nada se ha movido. Tal vez Thom Yorke me podría acompañar en este momento, pero siento que si lleno la casa con esa música, todo desbordaría de pena: tendría que ver cómo un jugo negro brota de cada objeto tranquilo; los vecinos vendrían a quejarse por los lamparones de humedad de la melancolía. Habría reuniones de consorcio discutiendo mi tristeza y todo pasaría a ser una suerte de melodrama grotesco. En una frase de esas que caóticamente voy encontrando, doy con la perfecta excusa para este texto. Lo escribo para distraerme, para alejarme. Del rincón destinado a las literaturas eslavas, tomo el Viaje a Armenia, del poeta ruso Mandelstam. Mis ojos sobre la primera frase que consiguen aferrarse leen una pregunta fundamental, de esas que habría que hacerse de tanto en tanto para remotamente orientar los pasos hacia una senda no tan distante a nuestro deseo primitivo, original. Leo (es un diálogo):


- ¿Tu en qué tiempo verbal deseas vivir?
- Yo quiero vivir en el participio futuro del imperativo, en voz pasiva, en "debiendo ser"*.
__
Y después ya puedo seguir con mi itinerario de futiles congojas (aunque sí es cierto que pasa mucho tiempo hasta que me voy de esa pregunta).


__
*Osip Mandelstam
en el capítulo El Alaguez, de Viaje a Armenia

12.9.05

Escrito (con las uñas) en las paredes de una celda en un manicomio

Es difícil pensar con la cabeza llena de lluvia. Me han clavado en la cruz y al caminar la arrastro tras de mí. Soy el mesías. Me han encerrado en un cuarto oscuro, en un siglo oscuro. ¿Acaso es de extrañar que el mundo caiga enfermo, y muera?

8.9.05


Lejana historia de otro con madrugada fría
1
Las cosas pasaron así. Yo no puedo sino ser falso entanto mi mano llene cuadernos, o ametralle el teclado. Pero las cosas pasaron así: quisiera decirlas exactamente como ocurrieron, pero sé que hay cosas que se me escapan, cosas que pierdo; y otras cosas que termino inventando, o que el lenguaje pone allí por mí (como decía Schiller). De todos modos está bien: quiero decir algo, y desde que lo que escribo no me interesa ningún tipo de fidelidad. Es una historia que me queda muy lejos, una historia de la que por accidente me fue dado recoger uno de sus detalles.

2

Yo cruzaba el barrio de Balvanera, y a ella la reconocí en seguida. Era el 17 de agosto: bien me acuerdo la fecha porque yo salía de una clínica cercana con un papelito en la mano que confirmaba que mi test de HIV había dado negativo, y esto implicaría diversas ceremonias por la noche con amigos y allegados. Yo había cruzado la calle para comprar una coca-cola, y había aprovechado el primer tacho de basura para tirar mi inconcluso manuscrito "Diario de un muerto", que comencé a escribir cuando, típicamente trágico, concebía que la única respuesta que obtendría de la medicina era la certificación inmediata de mi decrepitud seguida de muerte. Ella estaba en la vereda de enfrente, parada, apoyada en una pared, una mano agarraba a la otra detrás de la espalda. Ella no me vió y yo me quedé mirando. Era la calle Sáenz Peña, a media cuadra de Sarmiento. Anoto la dirección porque resultará relevante.

3

Se llamaba María. El nombre era bastante más simple que sus modos. En mis épocas de estudiante, ella había sido la pareja de uno de mis mejores amigos. Tenían un vínculo tumultuoso y tempestivo. Pasaron poco más de un año juntos, y luego ella desapareció. Alejandro nunca se permitió comentar su ánimo, pero yo nunca lo vi peor. Pasó una época demacrado, y luego regresó a la vigilia, más cansado y más amargo. De ella no se supo nada más. A veces un amigo común decía que creía haberla visto en un bar una noche de frío. Pero los testimonios eran siempre livianos, posibles pero inverificables. Alejandro hizo siempre como si no escuchara.

4

Habían pasado 9 años, y por casualidad me la encuentro por la calle. Pude preguntarle lo que quisiese, pero ni siquiera me acerqué. Intenté entender qué era lo que hacía, allí parada. Supuse que esperaba a alguien. Ya que siempre me costó beber mientras camino, opté por quedarme ahí hasta terminar la coca-cola, mirando. Vi como miraba hacia una puerta en la calle de enfrente. La vi cruzar la calle, mirar la puerta de cerca, y volver hacia donde estaba. Caminar un poco, dar vueltas en el lugar, cruzar nuevamente, y esta vez tocar con la yema de los dedos los bordes de la puerta. La vi sentarse en el escalón de la puerta, abrazar sus rodillas. Creí entender que su cara estaba triste, pero podía ser que tuviese frío. Había pasado mucho tiempo, pero la intriga me impedía tanto partir como acercarme. Sentí que participaba de un ritual secreto, absurdo. O simplemente que había enloquecido. Me pregunté qué podría haber detrás de esa puerta. Y después, si era esa una puerta precisa, o cualquiera, porque lo que importaba era el cumplimiento del ritual.

5

Pasaron horas, tal vez 2 o 3. María seguía alrededor de la puerta, pero nunca llamó a ella, ni tocó timbre. Tal vez sabía que no había nadie, o que no le abrirían. La situación me resultaba extraña, y solo podía especular. Como yo ya estaba llegando tarde a algunas partes, busqué un teléfono. Conseguí uno que funcionase a dos cuadras de María y de la puerta. La conversación fue breve, pero cuando regresé ella ya no estaba. Me sentí frente al umbral de un secreto vedado. Miré la puerta, incluso la toqué levemente. Pero no me atreví a llamar. No tenía razones para profanar esa ceremonia, y además hubiese sido ridículo. Me fui, y seguí con mis cosas.

6

Más o menos cada dos o tres meses me encontraba con Alejandro. Habíamos sido íntimos en una época, pero luego de egresar las cosas nos fueron distanciando. Nos juntábamos para cenar, pero ya eramos un poco extraños, y creo que continuábamos ese rito más por nostalgia hacia los que fuimos que por cariño ante lo que eramos. El se había casado, tenía dos hijas: trabajaba de corrector de estilo para una editorial importante e intrascendente, tenía una vida tranquila, que era la milimétrica oposición a lo que siempre había pregonado. Yo había pensado contarle esta historia, pero él empezó a hablar primero. Me dijo:

7

Sabés, me pasó algo realmente raro. Debe ser que me estoy poniendo viejo y estúpido, pero últimamente la melancolía aprieta algunas noches y no puedo quedarme quieto en casa ni en la cama, ni siquiera puedo mirar a Diana a los ojos. Salí a caminar por la noche, practicamente a la deriva. Quería estar solo pero cada paso era como una fuga. No sé hacia donde. Me acordaba de esa novelita de Auster, donde caminar sin rumbo era como dar pasos a través de sí. No sé: yo no llegaba a ningún lado. Subí a un tren, bajé en una estación. Ví que era Ramos Mejía. Lo junté con la fecha y cerró todo. Era 17 de agosto. No creo que te acuerdes de María. Salíamos cuando eramos estudiantes, ella era medio rubia, bastante alta y con esa mirada un poco felina y un poco perdida y despistada. En fin, estuvimos como un año juntos. El caso es que nos conocimos en una librería, yo quise agarrar el Tratado de la Desesperación y terminé agarrando la mano de ella que había llegado primero. Nos conocimos un 17 de agosto. Así que terminé patéticamente buscando su casa en medio de la madrugada. Era como un dictado que venía desde algún sitio misterioso, y no me importó que no tuviese sentido. Pensé que, como en casi todas las cosas, el sentido vendría después. Hacía años que no entraba en ese barrio, pero mis pasos fueron dóciles y rápidamente llegué a la puerta de la casa de María. Había luz, pero no sé si ella vive ahí todavía. No me animé a golpear. Me quedé como dos horas frente a su casa, mirando las nuevas marcas de humedad en las paredes. Qué le iba a decir. Después de todo hoy somos otros. Y además, no tengo idea por qué llegué allá. Cuando volví, Diana se levantaba. Apenas nos miramos: me saqué la ropa y me acosté en el hueco de calor que su cuerpo dormido había dejado. Sentí que estaba en casa. Al menos eso era lo más cerca de un hogar que yo había llegado.

8

La conversación tomó otros giros y ya no hablamos de María. Yo no me animé a contarle que la había visto, y no creo que nunca lo haga. Cuando llegué a mi casa, busqué antiguas agendas y descubrí lo que era obvio: en aquella época Alejandro había vivido en Saenz Peña y Sarmiento. Le dí muchas vueltas a esa extraña trama esa noche.
9
Ya son pocas las veces que me pregunto: ¿por qué no le dije nada? Yo había sido espectador de una especie de milagro secreto. Dos almas, separadas por el tiempo y la distancia, habían sincronizado la manifestación de una misma melancolía de una misma manera. Había algo prodigioso y fascinante en todo eso. Permitir que toda la escena fuese inútil hubiese sido triste. Entendí que el nexo de lo que pasó era yo: el espectáculo había sido para mí. Precisamente para que esa escena no fuese efímera me tocó ser su testigo silencioso. ¿De qué servía que le dijera a Alejandro? Tal vez la magia de la situación (que lo excede, y que de hecho no lo incumbe) lo llegara a conmover hasta el punto de tener que dejar a su mujer y sus hijas en busca de un fantasma bellísimo e imposible. Me callé el relato, y solo lo digo ahora habiendo cambiado los nombres de los barrios y los protagonistas, y en un cuaderno de ficciones, donde por más que insista en su veracidad, nadie va a creerme. Bien lo sé: lo escribo porque no hace falta que sea cierto; alcanza con que sea bello. Creo que así cumplirá su función.
10
Después de todo, ni María ni Alejandro se estaban buscando. Cada uno fue hasta el umbral de su pasado para rozar lo que habían sido. Pero si se movieron fue con dulce tristeza, y no con deseos de regresar. Fueron con la cadencia de quien vela un muerto antiguo: es una soledad como una caricia, un diálogo como un espejo; y no desenterrar cadáveres. Aun si rompiesen las puertas de las tumbas donde están enterrados los que fueron, encontrarían muertos podridos y llenos de polvo; ni siquiera los encontrarían enteros. Esas dos personas ya no existían, y yo creo que toda esa ceremonia que cada uno secretamente realizó tenía algo de funeral y algo de despedida: como el gesto de quien cierra los sobres amarillos de las cartas de amor de la infancia (o las cartas de la infancia del amor). No digo que no pudiesen amarse, pero esa sería otra historia y no me toca a mí escribirla. Simplemente no quiero tocar nada.
11
María y Alejandro necesitaron saludar a los fantasmas que mueve la memoria, y yo accidentalmente terminé viendo cómo el universo esgrimía una metáfora con los cuerpos de antiguos amantes arrastrados a su pasado como marionetas. Me parrece extraño que lo hayan ido a buscar allí donde jamás lo encontrarían. El pasado es siempre inaccesible, pero sobre todo allí donde pasaron las cosas: las huellas no se quedan quietas, y más bien habría que buscarlas en lo intangible, en la música o la poesía, incluso en otros amores o simulacros que en el escenario donde algunos movimientos se dieron. Tal vez no buscaban nada: fueron allí donde nada podían encontrar para recordarse que una vez, cuando eran otros, hicieron una cosa de la que no queda rastro (salvo sus cuerpos, que siguieron desde entonces hasta ser otros). Tal vez fueron a recoger una evidencia de que las cosas realmente pasaron, como las veces que uno necesita ver su rostro en un espejo para saber que existe, aunque el espejo solo responda ficciones.
12
Finalmente, soy yo el que salva del olvido esos dos movimientos sueltos en el desparejo teatro de la ciudad. Esas dos soledades que no sabían que componían, en alguna parte, una figura precisa, pero también extraña: las verdades siempre se dan misteriosamente. Rescantando del olvido esta breve historia, pronto yo me convierto en su rehén, y capturado por ella no hago sino buscar la manera de abrirla, de saber qué significa. Ojalá supiese resignarme a aceptar todo lo ocurrido como un signo inextricable, como un síntoma de la verdad, escrito en una lengua inaccesible. No lo sé. Si no me tocasen el timbre ahora las palabras seguirían brotando desde la nada hasta esta forma, un poco más desprolija y desesperada, de la soledad.

5.9.05

La metáfora
1
Hoy una mujer me mentía. Nos conocíamos hace años - incluso yo había pensado que teníamos algo en común -. Era triste, un poco desconsolador ver los esfuerzos que hacía por sostener su mentira. Lo peor era que yo ya sabía que mentía (de no estar avisado, hubiese comprado sus palabras). Yo sabía, y se lo dije: para evitar la escena. Pero ella, empecinada, me forzaba a presenciar el amargo espectáculo de su decadencia. Tuve que ver cómo hacía uso de su repertorio de mezquindades hasta agotarlo, cómo estiraba los gestos en su cara para mantener su burdo castillo de naipes.
2
La mentira era pequeña, sobre un asunto sin importancia. Sin embargo, al exhibirse en pleno día, daba la idea de simbolizar algo mucho más grande. Era una tontería, pero su existencia se proyectaba sobre todas las cosas, y dejaba la impronta de la falsedad sobre todo lo vivido. Puedo decir: era un recordatorio de las condiciones de las horas: si no es, al menos todo puede ser falso. No lo sabemos, pero esa sospecha no nos deja dormir. Y nosotros necesitamos creer en algo, aferrarnos a algo. Cuando uno de los ladrillos de la construcción se esfuma ante nuestros ojos, nos sobreviene algo parecido al miedo: la idea de que cualquier otro ladrillo puede también pulverizarse, y también de que todos pueden pulveriazarse, si es que acaso ya no desaparecieron y nosotros vivimos aferrados a apariencias, sombras de sombras, respiración de cadáveres.
3
El asunto era de una inmensa tristeza. Ya me había pasado antes, y uno cree curarse de ese tipo de estragos. Sin embargo, cuando se delata la traición es la melancolía otra vez clavada en medio del alma. Había visto ya a mucha gente mancillar lo que más amaba, herirlo de muerte, retorcerlo. Cada vez que lo presenciaba, recordaba a Wilde: tal vez haya que matar lo que se ama. Sentí pena por ella. La pena que se siente por un enfermo mortal que nos quiere convencer de su salud intacta con grotescos ademanes de fortaleza y piruetas tontas y exageradas. Hubiera querido enojarme, pero no supe. Solamente sentía lástima: ella ya había mentido, pero yo le ofrecía la salida digna. Pero ella no: prefería hundirse con su navío hecho de falsas promesas, esas fragancias trastornadas en rancias pestes. Daba manotazos al aire, como quien se ahoga. Fingía enojarse o irse, lloraba y todas eran patéticas herramientas que movía con destreza para poder salvarse. Yo pensé: ¿salvarse de qué? Aun si yo adhiero a su mentira, si la acepto y hago como si fuera verdad, ella es la que tiene que volver con sus tristes mezquindades a su casa, y cargarlas para siempre.
4
Pobrecita, me acuerdo que pensé. Sus esfuerzos me cansaban. Era un muerto que me quería explicar cómo respiraba. Yo hubiera cambiado el orden de las cosas y hubiera vuelto su falsedad algo cierto si eso me hubiese librado de tener que verla. Lo que me sorprendía era que su rostro no trastabillaba: defendía su mentira como si fuese una verdad tan elemental como vital. Llegaba incluso a ofenderse, a culparme a mí de su mentira: cómo podía ser que alguien no creyera en su montaje.
5
Y de pronto, oigo el sonido de un hueso que se quiebra: todas sus hebras deshilachándose. Una gruesa rama del enorme y cansado árbol desnudo de la vereda de enfrente se rompe, y cae belicosamente en medio de la calle desolada del domingo a mediodía.
6
Pensé para mí: ¿qué es esto? A veces no puedo evitar ver en las cosas que pasan signos de mi propia vida. Trato de no tomarmelos demasiado en serio: después de todo sé que mi mirada va hilándo los elementos dispersos para producir las verdades que necesito. Las cosas ni siquiera son falsas: simplemente están vacías. Pero aun así, no deja de ser cierto que un montaje trazado de este modo produce un efecto más absoluto, embriagador y subyugante que meras palabras, o cosas que las voluntades de los hombres pueden entretejer. Tal vez nos dice lo mismo, lo que ya sabíamos o precisabamos, pero afirma de una manera inapelable. Los podemos aceptar, rehuir, detestar, podemos tratar de ignorarlos o quejarnos de lo que nos ahuguran, pordemos acaso entender cómo eran las cosas finalmente, o creer que entendemos. A los símbolos, lo que no se puede hacer es contestarles.
7
Yo pensaba: tal vez esa rama es una metáfora de este vínculo, el cadáver exhibido de lo que fuimos. Estabamos secos, podridos por dentro. Bastó que una de sus mentiras se delatara esta última vez para volvernos irreversiblemente distantes. Esa rama que se estrellaba en el cemento nos daba gratuitamente nuestra verdad.
8
He leído mucho, llenado mis paredes de libros. A esta altura de los años, me pasa que me confundo entre lo que leí y lo que me pasó. Recordé las novelas de Kawabata, donde los personajes iban comprendiendo que esas cosas que se sucedían en la realidad en verdad eran símbolos de su vida íntima: la realidad como un texto donde están codificados los movimientos del alma. Un texto por supuesto ilegible, en un idioma extraño que de vez en cuando se nos insinúa, que a través de una grieta abierta en la vigilia parece sangrar una revelación clara, irrebatible. Entendí que yo estaba jugando a ser un personaje de Kawabata. Pero que ese juego no impedía que las cosas que presentía fueran ciertas. Nada impide que los delirios de un loco encallen en la verdad.
9
No lo sé: puedo especular. Tal vez es más sencillo pensar que aunque el árbol se estirase hacia el cielo, los edificios impedían que se bañase de luz, lo asfixiaban. Los inviernos son largos, los árboles mueren: son cosas que pasan. Justo a ese le tocó quebrarse delante mío, mientras una mujer me miraba a los ojos y me decía mentiras. Debe ser infantil pensar que ambos sucesos no son cosas diferentes. Una mujer me miente, un árbol se seca y cae. Atribuirles una correspondencia es simplemente querer que el mundo tenga sentido.
- Apéndices -
(y también un gran narciso: pensar que el universo repara en mí y organiza el fluir de sus astros para brindarle símbolos a mis diminutas circunstancias)
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Lo que pasa es que esa mujer rompió muchas cosas mientas mentía.

3.9.05

Opening night.
Debret Viana anda lejos de estas páginas ultimamente; lo que llega son algunos párrafos tibios que se caen de libretas viejas. Repartido entre la melancolía y la escritura obsesiva de una pieza teatral, se ha buscado un rincón para inaugurar el primer apéndice de Infimos Urbanos. Se trata de otro ejercicio de la soledad: en la página www.furtivabruma.blogspot.com se puede encontrar el compendio de fotografías capturadas por el autor de Infimos Urbanos. El proyecto se titula Anatomía de los pasos solo y vaya a saber de qué trata.