3.12.07

melancolía del hades

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Apatía.
Apatía de que las cosas que no fueron no hayan desbordado el vaso del sueño, ese vaso que mantengo cerca de un cuaderno, para que se manche con lo que caiga, y a partir del garabato que quede insinuado por las gotas llovidas, yo pueda tramar una frase, o algo.
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¿Es que ya no me interesan las luces de la literatura? O, mejor: ¿ya no me interesan las cosas que las luces de la literatura iluminaban y despertaban, que las dejo sedimentar en la oscuridad húmeda de una habitación clausurada?

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He dejado cosas en ese sótano, he apagado la luz, y no he vuelto a revolver los cajones de mí mismo. Dejé la lapicera quieta, y las páginas en blanco se multiplicaron hasta que ahora es su blancura la que me despierta, cegándome, de este tiempo donde he soñado tan poco y tan cerca, donde las sombras me desertaron, dejando al mundo serio, lívido, uno y estéril.

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Ahora me arrastro, con lo que puedo, con palabras a medias, palabras usadas, dichas entre torpes balbuceos, a esta página glacial, que me queda demasiado alto; y estiro la mano en una verticalidad inhumana, y escribo sin llegar a ver lo que escribo, y escribo estas cosas que son como el espasmo de un espejo cruel y cierto, que me revela de golpe que no escribo, que no necesité el puerto de la literatura para anclarme las madrugadas naufragadas, sino que dormí sereno, con mi espíritu volátil apaciguado, sin la rumiante tempestad de las cosas que latían, que vibraban en la antesala de su escritura, hincadas, cada una, ante el altar del verbo, temblando con la plegaria entumecida que reclamaba ser palabra. No, nada de eso. Quise querer escribir. Pero el deseo de la escritura no llegó. Sólo el miedo(: Escritor, ahora que no escribes, ¿quién eres?)

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Despierta en mí esta idea: un hombre que llena páginas – con lo que puede, con mentiras, porque las cosas ciertas se le acabaron en la séptima página – para combatir la cegadora blancura del papel. Tiene, con su tinta negra, que disminuir la blancura de la hoja porque esa luz lo cegaría. Y se queda ahí, toda su vida, anclado frente al escritorio, escribiendo, para combatir un resplandor del que su sola idea le quema los párpados. Y con cada palabra terminada, sueña la noche, para descansar de una vez de la luz, y de luchar contra la luz. Su tinta trama la noche, pero no le alcanza más que para estar ocupado, y no tener que sentir la blancura de lleno, ni el atardecer que detrás, en la ventana, empieza.

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Al fin de cuentas, lo que importa decir, no será dicho. En algún punto, antes de todo, hubo un pacto: el silencio, a cambio de la verdad. Por eso ahora, aquí, hay que decir otras cosas.

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Algo así como haber muerto, y junto al Aqueronte esperar la barca que me llevará a destino, pero cuando viene hundir las manos en los bolsillos y darme cuenta que no tengo ni una moneda, y el funcionario del inframundo, Caronte, me dice que no, que no puede hacer excepciones, que tengo que volver, que si no después se lo descuentan a él del sueldo, que no está para hacer caridad, y se va, sin dejarme siquiera intentar dar lástima e incluso, ya a lo lejos, lo veo hacerme gestos obscenos y amenazantes con su largo y lento remo; y yo, caminando cabizbajo de regreso a las cosas vivas, siento una profunda pena por haber sido rechazado, por no haber estado a la altura de la tarifa, y siento envidia ante los hombres pálidos que pasan a mi lado, yo solía ser así, me digo con nostalgia, qué bien me quedaba… y ante la claridad del mundo, me recojo en los rincones, disimulo mi vida entre otras cosas obsoletas, y me dejo mecer por la melancolía del Hades, donde antes yo veía historias suspensas en el aire, y las capturaba en un cuadernito, y toleraba el peso de estar vivo haciendo esas cosas por las que nadie podría señalarme y decir: él está viviendo.

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No sé. No sé. No es fácil contar una historia, mientras se sube una montaña.
O una escalera.