27.3.07

decadentismo estético

Benjamin dice:

"
La humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden.
"

--
Y ya intuimos que esto responde también a otra época: hoy, la agonía de la civilización (una ocaso bullicioso) se transita con la indiferencia del simulacro: la indiferencia propia de las cosas que están demasiado cerca, y por tanto irreconocibles, irrecuperables, inhabilitadas para la seducción; indiferencia de la convivencia: amansamiento, acostumbramiento a las colisiones (culturales, sociales, políticas, tecnológicas, éticas, etc) gracias a la apatía por el mundo, la dosificación que presupone la ilusión del final de la historia (gracias al vértigo - de noticias, información, etc - que futiliza la vida como praxis y experiencia) y la educación que hollywood nos rindió, en su euforia por representar el fin del fin (al margen, cosa a la que no tenemos derecho: no es nuestro ni siquiera el final: nadie cierra la puerta, nada desaparece: al contrario, todo se exascerba aquí, en la agonía de una cultura que expiró, y, como una máquina rota - una máquina enloquecida - se hiperreproduce a sí misma (sus gestos, no ya su "proyecto", borrado por la mano cuyo codo escribió estos días): etc; ya lo dijimos tantas veces... (el goce está impedido, cercenado: los sentidos embotados en la inmediatez de la vida, saturado de contactarse con su superficie más banal, sin poderse deslindar del aquí y ahora donde la existencia se consume, inútilmente, en una afónica danza desfasada).


-

Pero me gusta pensar que Infimos Urbanos acata esa sentencia benjaminiana, aunque más no sea en función de una elegante decadencia retro.

24.3.07

Nota marginal sobre El Laberinto del Fauno.




El film ofrece un final particular: cada quien, con su acervo cultural, su deseo, su educación, su posición filosófica, etc comprenderá (creará) un final apropiado, pertinente: así están dispuestos los elementos en su meticulosa ambigüedad (fértil panorama, suelo donde crecerá lo que sepamos hacer nacer): cada uno concluirá la historia como pueda, adecuándola a su esencia. En mi caso, disfruto este tipo de circunstancias sorbiendo todos los finales posibles y eligiendo ninguno (es así: juego a tener un abultado manojo de llaves; sé que sólo uno abre la cerradura de la puerta de la Verdad; pero como no creo en la verdad, no tengo ningún interés en abrir esa puerta – no es para mí más que un adorno, un firulete, una emboscada de ingenuos -, y me quedo gozando con las diferentes pendientes, cuencas, valles, picos de montaña y callosidades que cada llave tiene, en su divina y obsoleta unicidad); sin embargo, mi vocación nihilista, mi inmanente pesimismo (para nada negativista, pero infinitamente acusado de apocalíptico... en fin) no me permite comprar el final bello, el pasaje al mundo mejor, la recompensa por las buenas decisiones y el coraje demostrado (ojalá cada heroico muerto inocente alcanzase su premio, su realización en una trama donde la muerte fuese una conclusión, y no una gratuita interrupción). Me gustaría creer en la dicha como algo realizable. No es el caso, no es mi vida.
*

El sueño literario (disney prototype) donde la niña derrama su fe, tristemente yo no puedo más que comprenderlo como una funcionalidad esquizofrénica, un desdoblamiento que suspende el drama de la realidad, y lo sustituye por las aventuras, gratuitas y encantadoras, de la ficción: alimentada desde siempre con innumerables libros de hadas, la niña dispone de las herramientas para generar un espacio ficticio (un territorio fantástico, un espacio donde lo mágico irrumpe serenamente, para ella, hermosa y simétrica doppelganger de la otra mujer, la que atraviesa la guerra, la que sufre toda la potencia de lo real) donde desenvolverse (no es, en esto, diferente de un escritor feliz, cosa que, por supuesto, es imposible: la utopía del escritor – ingresar en su obra, habitar su cosmogonía – jamás se realiza puesto que la obra succiona la sangre del escritor – se escribe con ella – pero permanentemente lo excluye, lo expulsa: el escritor nunca tiene la suficiente fe como para vivir en lo que escribe: es por eso que lo escribe, porque no cree del todo, no se entrega completamente: escribe no más que una utopía triste, un deseo irónico: es como un marinero que ansía recorrer los secretos de los océanos pero mantiene siempre la punta de un pie en la orrila) y así fugarse de lo real – su hostilidad (la guerra, la muerte), su marginalidad (la niña, que es nadie en la realidad – apenas una víctima periférica – es una princesa en su ficción) -.
*

Es natural que el pasaje a la ficción (es decir: al territorio más real que Lo real) le cueste el cuerpo: no puede estar en dos sitios al mismo tiempo, canjea su vida en la realidad por la vida en la ficción; ergo, muere. Y con su último hálito inventa la historia del pasaje de un mundo al otro (es una forma de transitar el momento traumático de la muerte: transformar su gratuidad en algo que tenga sentido: es, por supuesto, un grito desesperado que solo el loco, el niño o el moribundo pueden dar (esta niña es casi los tres): si la muerte tiene sentido, la vida, y con ella el universo, tiene sentido), y emplea toda la potencia de su imaginario, que, en estos días parcos, sembrados en un suelo donde nada crece, se ha vuelto estéril (incapaz de hallar un espacio donde producir) se torna, asimismo, el primogénito artilugio del escapismo, el esencial engranaje en el mecanismo de la evasión.
*

Así, la niña de El Laberinto del Fauno da a la felicidad su verdadero lugar: la fábula de un moribundo, la ensoñación que distiende de la agonía.
///


(Nos morimos. Y nos reímos con aparatosa violencia de tantas cosas que no tienen gracia para que el bullicio nos distraiga de que nos morimos. Nosotros, que no estamos locos, que no somos niños, no tenemos derecho a entrar en la ficción que parimos: apenas si nos queda aprender el gesto, repetir su forma, habitar las muecas de una sustancia que se secó.)

21.3.07

fact





Estos bichitos, minúsculos y estáticos, de apariencia inofensiva, intrascendentes que se suelen radicar en las paredes de los baños – se fijan en un azulejo y allí quedan, lo que dura su breve vida, en un estado de probable meditación* – exhalan, con su leve respiración, un sutil e imperceptible hedor que se impregna en los recovecos más septentrionales del ánimo humano. De su particular modo de reaccionar, en su encuentro químico, con las feromonas surge una sustancia, tan inodora como fatal, que es la responsable de que el portador de tal axioma bacteriológico llegue a las paradas de colectivo en el mismo momento en que el colectivo se ha ido.
Es un hecho.

///



* Una meditación que podemos inferir poco fecunda, o al menos de una producción material efímera, prácticamente irrelevante.




(para futuro el libro: desconfíe del prójimo)

18.3.07

capitalismo y esquizofrenia

(la mass media y la multiplicación de la irrelevancia:
el vicio del escapismo)

"
Our history will be what we make of it. And if it where any historians about 50 or 100 years from now, and there should be preserved the kinescopes of one week of all three networks, they will there find, recorded in black and white and in color, evidence of decadence, escapism and insulation from the realities of the world in which we live. We are currently wealthy, fat, comfortable and complacent. We have a built-in allergy to unpleasant or disturbing information. Our mass media reflects this. But unless we get up off our fat surpluses and recognize that television, in the main, is being used to distract, delude, amuse and insulate us, the television and those who finance it - those who look at it and those who work at it – may see a totally different picture too late.
"

Edward R. Murrow
October 25, 1958

13.3.07

principio de incertidumbre / un tratado sobre la identidad



apuntes para una gramática de sí mismo



Quizás sea tiempo de vivir
la ilusión de mirarme en ti




I
Turbio en la madrugada insomne, hastiados ya los servicios curativos que desprolijamente reposan en mi habitación, me dejo caer (como cae un pétalo de nieve sobre la nariz de un tigre de java) en los abismos típicos del pensamiento desprendido de su utilidad diurna (probablemente a esos episodios se deba mi escritura: es una praxis que solo puede sostenerse refugiándose en la quintaesencia de la más sublime inutilidad: de alguna manera, que estos devaneos que, lerdamente, van erigiendo una “literatura” no sean prácticos implica una medrosa forma de no-practicar el mundo: retraerse del mecanismo del universo (entiéndase: la vida prescripta, mal guionada por un staff de yupies hollywoodenses) haciendo circular no su oposición (no su histérica rebeldía) sino la evocación de las lejanías que habitan en trincheras calladas en un sepulto rincón de las almas amordazadas de pastillas y rutinas (la neurosis aurática) ) (así de impráctico como el paréntesis anterior: romper la virginidad del papel para decir una cosa, fugarse a la mitad, y terminar diciendo otra, a tientas: sospecho que esa será la arquitectura secreta que ejercita mi escritura: algo que no termina de empezar deviene tropezadamente en otra cosa que no sabe concluirse sin iniciar su propia interrupción, etc: una excursión por el extravío).

I
Como no he de desdecirme de uno de los postulados iniciales de Ínfimos Urbanos (la escritura es una praxis: solo se corrige hacia delante: el siguiente texto reparará el anterior) no tengo más remedio que intentar decir de nuevo lo que antes no dije:
Hundido en la espesa opacidad de la madrugada, agotados los rumbos dentro de mi cuarto, arropado por severos enjambres de innumeras monotonías que zumban inagotablemente en el oído de mi insomnio, ingreso lentamente en la deriva de las ideas, el nebuloso océano de las especulaciones de una tristeza vacante. Y esta vez, regreso al tema de la identidad (como se regresa a un libro dejado sin terminar, en el remoto umbral del tiempo evanescente).

II
Y me preguntaba: ¿cómo es posible que yo pueda dar cuenta de mí si, de las personas con las que trato, soy una de las que menos veces ve mi rostro?¿qué tengo yo que ver conmigo, si ni siquiera tengo familiaridad con las sinuosidades de mi espalda? Conozco a mi espalda como sé que existe China. Tengo de mí apenas una idea interior, como quien, en la siesta, oye distante la lluvia caer sobre los techos en su murmullo delicado. Mi idea interior de mí es tan precoz, frívola e incompleta como lo son las diversas imágenes exteriores que he causado sin intención en las sensaciones de las gentes (cercanas y esporádicas) con las que traté. Yo, envase de mí mismo que sé de mi cuerpo apenas para cubrirlo con ropas o extraviarlo en primitivos goces fálicos. Yo, histérica cápsula de angustias hermética para mí mismo, extranjero desorientado que recorre el territorio de sí mismo meramente por trámites higiénicos, y ayer descubre un lunar que nunca había visto y siente por completo su irremisible distancia de sí mismo (desarraigado incluso de su propia imagen).


III
Extranjero de todo, foráneo de mí (confundir mi reflejo con alguien, discretamente saludarlo con la cabeza, tristezas así), ¿dónde podría sentir al menos la ilusión de un hogar (un lugar donde aplicar la gramática del hogar, su discurso)? He de buscarlo – pensé – en la realidad (eso que hacen los otros y que yo, desde mi orilla lejana, observo como un disperso espectáculo que no alcanzo a comprender). La lógica contemporánea rinde su fe ante la mercancía: pero yo, con dinero, solamente podría comprar los huesos falsos de un hogar, un territorio vacío que mi presencia continuamente deshabitaría. También podría pagar un analista para que ostente su lenguaje teórico sobre mi vida; pero no me tienta ofrecerme como objeto interpretativo, conejito de indias de latigillos interesantes (la literatura ya es la hiperinterpretación múltiple de mí mismo; y es una araña celosa). Agotados los artilugios monetarios (descarté antes de que se me ocurriese comprar cosas para ser – devenir – lo que tengo) me quedaron solamente los otros. Dividí mi imagen reflejada en los otros en: a)el amor, b)la amistad, c)la familia, d)la enemistad, e)los indiferentes - aquellos que conmigo eran transeúntes de la nada -.

IV
Me traspapelé entre los significados y ausencias de significado que inscribí en las retinas de la sensibilidad intelectiva de todas esas personas y gentes (según). Me traspapelé en fotografías imaginarias: captaron una imagen de mi cuerpo en determinada posición y conjeturaron, diversamente, que yo era eso: extendieron mi gesto hasta hacer de él una personalidad (yo no soy, por ejemplo, pensativo: simplemente esa vez me picaba la barbilla). Con la idea del otro, la idea de uno mismo es no más que una serie de malentendidos.
No llegué a ninguna parte, internado en el selvático laberinto babélico de los otros: fui – allí, en realidad – muchas cosas: gente que ni siquiera imaginé, monstruos que no supuse, bellezas de las que soy indigno, máscaras que no sabría encarnar, mártires, santos y asesinos.. misterios que la verdad de mi carne hubiese decepcionado. Creo que sobretodo en el amor se dio este malentendido, donde fui amado por lo que no era, etc
Cuando me busqué en los otros, no solo me desencontré: también dí con muchos hombres... todos extraños.
...
El siguiente diálogo, en un relato de mi infancia (hoja amarilla, un poco arrugada, escrito con pilot negra):
¿Qué es lo que dice un espejo roto?
Nada. Solamente la verdad.
¿Cómo puedo capturar ese mensaje?
-No es un mensaje. Se trata de una multiplicidad de imágenes codificadas en un lenguaje incontenible. No tenés derecho a leerlo porque no lo comprenderías.


V
No me convence, tampoco, acatar la fábula de la memoria como identidad. La sumatoria de experiencias rinde un resultado casual: acepto el accidente como una travesía sublime, pero me desagrada concebir que la composición de mi identidad obedece a una consecuencia de hechos fortuitos. Convivo con el malestar estomacal de un universo carente de todo sentido (y deposito allí mi más lúcida filosofía, si ha de llamarse así a mi incapacidad de vivir por estar hilvanando la vida que veo pasar), pero esa ausencia es el principio del mito: la oportunidad de generar diversas tramas, acaso el origen de la escritura. Atenerme a los hechos – definirme por ellos – sería clausurar el elixir divino que tiene el interior de las cosas: he imaginado mucho mejor de lo que fui, del mismo modo que escribo mucho mejor de lo que soy: reniego de que una identidad pueda definirse por una vigilia direccionada la mayoría de las veces por el imperio de la inercia, o de los otros (que sería lo mismo, claro), y que exilie las biografías que brotan del silencio (tema de otro ensayo: el silencio: verdadero espacio escénico del yo). De ser así, prefiero ser juzgado – es decir, configurarme – por las cosas que soñé y deseé: es decir, lo que no soy, lo que me falta. Siento que es allí donde un alma se delata.


VI
A la pregunta ¿por qué por qué tan complicadamente expresar una idea cansada y simple? habría que responder: ¡justamente por eso!: Debret Viana no se contentaría en exhibir que sus devaneos provienen de los episodios ociosos que concilia en los márgenes de realidad (es decir: un lujo de clase, hiperburgués, semifálico), y que no difieren de las inquietudes de cualquiera, de cualquier vulgar conversación nocturna de bar cuando ya todos los barcos han partido; además, de alguna modo es preciso justificar la empresa del texto: aunque sea su carácter barroco, su música vacía, su non-sense pirotécnico.



VII
Si fuese pintor, estallaría mis sesos sobre una tela incompleta,
y sería eso;
y fallaría,
otra vez.




VIII
Recuerdo una mujer. Junto a ella vi pasar cinco años de mi vida (hoy los recuerdo como recuerdo un film que vi somnoliento en la infancia, inconexas y fragmentarias sus escenas, gratuito su comienzo y su desenlace, insulsa la trama y bastante inverosímil mi personaje, en el que no me reconozco salvo en el pelo despeinado y la ironía como recurso discursivo permanente y patético). En el borde del deslinde, mientras pronunciábamos las últimas palabras que urdían la ceremonia de la despedida, esa mujer me habló de mí. Lo que dijo me espantó: describió minuciosamente un monstruo, un ser perverso, succionador de sangre y malicioso en cada paso de su existencia. Por supuesto, no me reconocí en ese relato, y atribuí su discurso un poco al odio propio de los amantes, y otro poco a esa distancia infranqueable que ilusamente creímos haber redimido durante los cinco años en que se sostuvo aquella ficción adolescente (un poco a los tumbos, claro, y remando con lo que había a mano en medio del vértigo de una tempestad que la obnubilación del romance nos impedía medir con justicia). Sin embargo, hoy – sumiso ante el altar del texto – es oportuno confesar que uno de los motivos esenciales que dispararon la disolución era la necesidad de no adscribir a esa imagen que mi amante me relataba: no importaba que yo no lo fuese – que yo no me sintiese ese monstruo –: si me quedaba a su lado, eso significaba investirme con las ropas fétidas que ella tejía para mí. Por no ser ese (ese: imposible traducirlo aquí: un insecto dañino, un infecto parásito: no puedo darle palabras: era necesario ver cómo se contraía el rostro de esa mujer mientras me odiaba, frase a frase) me fui. Lejos, donde los vahos de esa sentencia no me intoxicase.
Hoy, median años entre nosotros (el tiempo huyó como una tormenta por las alcantarillas de la ciudad). Pero a la hora de verbalizar mi identidad, no tengo más remedio que dudar un poco, vacilar entre los diversos espejos – todos ellos, de diversos materiales - que desde el silencio se arrojan hacia mi rostro vacuo (no sé qué cara poner, qué gesto usurpar cuando nadie me mira,) y al confrontarme con ese episodio del pasado, al menos preguntarme: ¿cómo ha sido posible que la persona que más cerca tuve me haya malcomprendido tanto?¿cómo fue que en la intimidad más profunda a la que fui sometido tampoco logré hablar el mismo idioma que mi única espectadora?: tuve un tranquilo espacio escénico, sin las presiones de taquilla, y aun así me traspapelé.
Y, supongamos, a los fines especulativos de esta búsqueda, que ella leyó bien, que me capturó: entonces, ¿qué pasa conmigo?¿tan alienado estoy que no distingo en mi biografía más que una fábula, la descripción de una terrible bestia mitológica?
(nota para la futura publicación: amputar este capítulo favorece el texto)

IX
Detengo un extraño en medio de la calle, me busco en su retina: no soy más que un conflicto de luces, una figura que despierta de la oscuridad, renovada y desdoblada en los diversos ojos que me espejan.


X
¡Mi propia madre ignora todo de mí, salvo mi fase diurna! (ella advierte cierta excentricidad, a qué negarlo: pero no sospecha esta encarnación textual, no intuye todo lo que muere – todo lo que se agita, se calcina, se mueve – para que mi mano trascienda una frase; mi cuaderno abulta una soledad hermética, páramo yermo donde sembré mis horas lúcidas, desvaneciéndome.


XI
¿Vale la pena decir algo más sobre la memoria? Nadie guarda las cosas que pasaron: recordar es componer con un pastiche de reminiscencias falsas una narrativa equivocada al servicio de las inquietudes contemporáneas. Acaso si pudiese ponerme unos lentes para mirar hacia atrás con el alma que fui... pero no, no vale la pena decir nada de la memoria: es una triste hilera de pesadas maletas cargadas de cosas de algún desconocido.


XII
Hundí las orejas en el fango cóncavo de mi pecho (ya todo el pulso se había exiliado), y escuché zumbar un inanimado desierto pétreo: las moscas decoraban el horizonte, por lástima. ¡Que así sea! Me vaciaré en la página mientras tenga tinta y dejaré mi reflejo insepulto como un halo susurrante entre las frases que me tergiversan, y estaré ahí, inscripto, como un incendio está en la ceniza de los objetos chamuscados, sombra de sombra, espectro fútil de una máscara inexacta, latido que se esfuma dejando lamparones de humedad, algunas palabras detenidas, un rato, entre dos abismo, y poco menos.


XIII
¿Quién soy? Alguien que llegó tarde tarde tarde a la farsa teatral que era su vida. ¿Qué tengo que ver yo conmigo? Diré las líneas que restan hasta que el telón borre el escenario, ¿qué otra cosa puedo hacer?


...


O simplemente me aburro, aquí con mi vida a la orilla de este cuaderno intacto donde prostituyo la vigilia, y como dice Pasolini: “Soy un pequeño burqués, y tengo tendencia a dramatizarlo todo”.


..
.

10.3.07

un artículo

interrupción académica




Por una vez, que una leve fibra del mundo real ingrese: un artículo (de futura publicación en alguna revista de arte) sobre Vincent Van Gogh y Edvard Munch. Acaso su temática, no su retórica, colabore con el clima que Ínfimos Urbanos pretende para sí.
Como dijo Oscar Wilde (y si no lo dijo debería haberlo dicho: justamente a él le hubiese quedado muy bien decir algo así) la crítica es la más efectiva autobiografía. Hablar, en este caso, de Munch y de Van Gogh no es diferente que hablar de mí (es, “sobretodo”, hablar de mí). Esta vez son dos pintores los accesorios para producir la genealogía de Debret Viana (como Borges hace - ¿irónicamente? – con Carriego, como Kafka con Walser, Nietzsche con Stendhal, el siglo XX con Nietzsche – busco mis predecesores, mis padres: resguardarme en la sombra de alguien), y sus usuales peroratas sobre las efervescencias de la sombra, ; todo engrapado en un cuaderno cosido con el hilo del abismo.







///








Van Gogh & Munch
Los cántaros desbordados por la luz





Introducción



Hubo un tiempo en el que la humanidad asumió el fardo de la razón como principio organizador de cada cosa y como refugio de la naturaleza, la vida. Y todas las vicisitudes del tránsito de estar vivo. La pintura se resolvió por un perfeccionismo técnico que le permitió ejecutar la exacta reproducción de las cosas que habitaban en el mundo: esto era también una expresión de la voluntad de dominar los objetos y la naturaleza, mediante la comprensión de sus límites, sus formas, el modo en que la luz los hacía vibrar, etc.




La siguiente metáfora: nos permitimos suponer que la luz era aquello que daba vida, que las cosas participan de la realidad en tanto la luz las rescatase de su nebuloso estado de inexistencia. La pretensión física que se otorgó a la vida desvió la atención de las potencias oníricas, de las fuerzas de la conciencia, de todo aquello que se guarda en el silencio, de lo sugerido, lo inquietante, lo sensible, lo metafísico. Fueron largos tiempos de exhibicionismo: los dones del pincel al servicio del estado de las cosas, la fiel reproducción como perro educado. Sería Goya quien avisara que “el sueño de la razón engendra monstruos”, que lo sepultado regresaría para vengarse y que las armas que perfeccionamos, las que nos permitían cubrir y dominar la superficie de las cosas, no bastaban para comprender la esencia, para llegar a las cavernas ocultas del yo, para rozar el cartílago de lo humano, con su cegadora belleza y sus putrefactos pliegues. Entendimos que los avances tecnológicos y el desarrollo de las industrias apenas si decían algo de una parte ínfima de la vida en el mundo, y sentimos, con la helada gravedad del desconsuelo, que lo visible se agotaba sin ofrecernos respuestas, ni a modo de limosna (Lo Real era una condena; aun cuando domináramos su territorio). En fin, que la verdad se nos escapaba. Habíamos construido las más perfectas celdas para sujetar lo real, pero el alma – y sus misterios -, como una música, evadía los muros, incontenible.




Justamente allí, para soportar la fuga de la vida y liberar de alguna manera el sabor fugitivo de las verdades íntimas, es que el expresionismo se dio como lenguaje válido: para dar un color a lo etéreo, para presentar (en el proceso de su desarrollo) a la maravilla de una subjetividad, una diferencia1. Lo que me interesa perseguir es esa sustancia compleja, que brota de algunos artistas – a veces a su pesar, y tantas veces a sus expensas – que, padeciendo una profunda hiperestesia, hacen carne las tensiones de su tiempo, y las traducen en violenta, profética poesía. Es el caso de estos dos desdichados pintores (llenos, entre sí, de diferencias y contactos; padres, a su modo, del expresionismo): Vincent Van Gogh y Edvard Munch.




Sumamente interesante es la manera en que ambos artistas (cada uno con su tristeza: la de Vincent arrebatadora y fogosa; fría la Munch, lánguida: veremos luego estos rasgos en su pincelada) corporizan no solamente la fibra más íntima de su personalidad – ardua tarea si las hay – sino que también dan forma a los peligros (los monstruos) de la modernidad; pesadillas que ellos (como Kafka, como Rimbaud, Holderlin, Chauteubraiand, Nietzche) ya padecían a modo de súbitas visiones y que subrepticiamente se instalaron en el modus vivendi de las sociedades.
Para realizar un leve acercamiento a estos dos pintores, obviaré la rigurosidad enciclopédica de las biografías, los contextos (sociales, políticos), las fechas, las etiquetas de los movimientos para lograr así una aproximación sensible a algunos rasgos básicos de la obra en sí2.




Vincent3




Nadie ha escrito, pintado, esculpido, construido,
inventado sino sólo para salir del infierno.
Antonin Artaud





He de comenzar por la obra de Vincent Van Gogh. En su caso, las potencias del expresionismo surgen repentinamente, casi como una revelación, y si bien su inmersión en estos nuevos territorios es profunda, no puede hablarse de que escoja temáticas simbólicas. La virulencia de su expresión domina las formas: es allí, sobre todo en las últimas épocas, donde Vincent exhibe el pulso de su alma. Habiendo huído de París – le hartaba el bullicio, las gentes, el clima, París – para refugiarse en la calma del sur francés (Japón, para él), Vincent se desencanta pronto de las ideas de los impresionistas, escribe a Theo4:
"



Porque no quiero reproducir exactamente lo que tengo delante de los ojos, sino que me sirvo arbitrariamente del color para expresarme con más fuerza. (...) Pintaré, pues, tal cual, tan fielmente como pueda, para empezar. Pero el cuadro así no está acabado. Para terminarlo, me vuelvo entonces un colorista arbitrario.



"




y así explica, luego, que para hacer el retrato de un amigo que “sueña grandes sueños” detrás de la cabeza “en lugar de pintar el muro trivial del mezquino departamento, pinto el infinito”. No es de extrañar que alguien que siente así un retrato, y que está dotado de una hiriente sensibilidad y profundos desequilibrios hará de su trazo la manifestación de su ánimo.




trazo



Cuando digo que es en la forma donde la expresión de Vincent funciona quiero decir que es su manera de ver las cosas. Vincent pinta lo que ve: no crea imágenes, no compone la tela como una narrativa, no se ampara en temáticas religiosas, rehuye del drama, de la belleza canónica y de la anécdota: simplemente pinta lo que ve, pero al pintarlo cómo lo siente, lo carga de significaciones. Esto es, acaso, una de las cosas que más sorprenden de su obra: cómo, con la mera visión de la naturaleza, pudo lograr tantos presagios. Podría decir, con toda justicia, como Deleuze dice de Kafka5, que un cuadro de Van Gogh es un rizoma, una caja de herramientas donde no hay nada qué entender, pero sí mucho de qué aprovecharse (mucho para soñar: no agota sus sentidos). La mirada de Van Gogh puede volver siniestro al más inocente paisaje (como dice Artaud: “Cardados por el punzón de Van Gogh, los paisajes exhiben su carne hostil, el encono de sus entrañas reventadas(...)6”) precisamente porque penetra en los intersticios de las apariencias y arranca, del indiferente y sereno paisaje que contempla, la violenta carne del alma del universo.




Dos obras, un poco al pasar:




La noche estrellada



Una pintura así es un paisaje interior: sólo puede ser pintado sin el mundo, dentro del convulsionado silencio del alma desolada: elíptica tormenta. Vincent mira las visiones oníricas con los febriles ojos de la vigilia. Hacía falta estar en un manicomio para ver el cielo arremolinado, lleno de tristeza y presagios, cielo de un azul tormentoso que el pincel arrastra por la tela con la fuerza de un alma inquieta, a través de luminosas estrellas lejanas que son como vagas esperanzas en el centro de una tempestad. Detrás de un ciprés que es, como casi siempre en Van Gogh, un incendio, la ciudad duerme silenciosa, inerme, inconmovible – protegida de lo que no sabe solamente por no saberlo -, también azul, como contaminada por los influjos de la noche; pero la noche tiene allí el color de la noche, su sabor sabido, su serena marea de oscuridades: las buenas gentes de la ciudad no saben lo que puede verse a través de esta ventana; y por eso pueden conciliar el sueño; por eso no tienen que pintar cosas como éstas.
Era necesaria la ventana de un manicomio (hospital Saint-Remy) para sentir el denso influjo de los espectros que respiran detrás de las apariencias, esas corrientes cargadas de letanía: pincel que vierte furiosos símbolos del portador del pincel, a través del cual el pintor se vacía; como si fuese el puente por donde la sangre se derrama, de las venas hasta el lienzo, estallando en coléricos colores – ondulante ebullición - que son como gritos, que quieren salir (y casi lo logra: las ondulaciones del viento, de hecho, arañan, transportan).






La ronda de los presos



La ronda de los presos es mucho más que un detalle de la vida en la prisión (o en el hospicio): es una directa metáfora de cómo Vincent percibía su existencia, donde trabajaba y trabajaba sin nunca poder salir de la miseria, continuando una culpable dependencia de su hermano Theo, sintiéndose una carga. Vemos en el cuadro presidiarios caminando en círculos, matando el tiempo, girando sólo para hacer algo, en una habitación de altísimas (casi infinitas) paredes de ladrillos que dejan la desolada impresión de ser infranqueables. Predomina en el cuadro un azul pálido, frío, que denota la tristeza del ambiente. En la parte superior, algunos ladrillos alcanzan un tono anaranjado, pero lívido, marchito: es, posiblemente, el sol que penetra por las altas ventanas; un tímido sol tan estéril como las esperanzas que pueden mantener los presidiarios. Es de mencionar el presidiario del centro, notablemente similar a Vincent, que nos mira desahuciado, inconsolable, en una serena agonía. Es el rostro de una amarga resignación: ha entendido Vincent que girar así es lo único que le queda: lo mismo da que sea aquí dentro que afuera, en la naturaleza, infectado por la miseria y la soledad que a esta altura ya percibe irremediables. La vida es un proyecto que ha fallado. Queda acaso deambular y repetir las ceremonias de la tristeza y del color; o tal vez producir – como decía Rilke – la propia muerte: que la muerte sea algo que nace de uno (me atrevo a decir que los cuervos son algo parecido a eso).



...




Altman7 nos acerca una metáfora sobre Vincent y sus capacidades proféticas (falsa como toda metáfora, en el sentido de las correspondencias con la realidad, pero mucho más cierta). Vemos a Vincent en medio del trigal bañado por el sol, enardecido, pintando – no llegamos a ver qué es lo que pinta -; se detiene (la obra está concluida), mira el paisaje, respira, toma un revólver y se dispara en el pecho: el estruendo del disparo despierta a los cuervos, que ahora revoltean por todo el cielo (hacen, con sus plumas, una breve noche; y coinciden, recién ahora, con el cuadro que Vincent pintó). Entonces toma sus cosas (telas, pinturas, pincel, pipa: todo su equipo de obrero/pintor) y se va, caminando lentamente, hasta el restaurant donde alquila un cuarto, preparado para agonizar. Las cosas no pasaron así; pero no importa (la realidad nunca es estética). Con esta escena, Altman nos habla de cómo Vincent fue capaz de representar lo que todavía no estaba allí (pero que sin embargo vivía en él), cómo sus agitadas pinceladas que todo lo agitan serían el lenguaje del siglo que vendría, y cómo, efectivamente, “la muerte, para un pintor, tal vez no sea lo más difícil de conseguir”8.
Había despertado una herida en Lo Real, había abierto un torrente que su cuerpo – frágil vasija, “cántaro roto” – jamás podría contener. Desoyó la prudencia de una vida normal, acatando las marejadas sociales, y en cambio abrió un sol tan terrible que iluminó las cosas, cegándolo9. Ardió en la hoguera de su desasosiego, atravesado por los colores más furiosos que el hombre no ha visto todavía. Su agonía final quedó inscripta para todo el que quiera oír, en el negro ocre de los cuervos sobre el trigal como una feroz marea de sol, aplastado por ese cielo arrebatado y violáceo No importa que el trigal mantenga el brillo del sol, con todos sus aparentes dones: ese cielo opaco oprime, y está lleno de presagios funestos; del mismo trigal salen los cuervos como aullidos desesperados que se reúnen alrededor del muerto.
Los registros contables propios de la burocracia nos revelan que en el último año Vincent pintó más de ciento cincuenta telas. Era de prever que alguien que había rozado el cartílago más íntimo de la naturaleza con la terrible lucidez de un poeta no podía sobrevivir semejante esfuerzo. Su propio cuerpo era la antena de pasiones arrebatadoras y hondas conmociones que luego traduciría con el fragor de su pincel en rabiosas sinfonías de color. Pintaba con sangre: el arte demanda, a cambio de la belleza, un vínculo vampírico: he de recordar, un poco al pasar, el relato de Edgar Allan Poe, El retrato oval: en este relato un joven pintor, ardiente y apasionado, obsesionado por su pintura y su producción, comienza a retratar a su amada, que posa devotamente para él, encantada de que por una vez el pintor le preste siquiera un poco de atención; el lector se entera – no el pintor, absorto en su obra – de que a medida que avanzan los trazos en la tela, la bellísima dama empalidece; apenas concluye la obra el pintor queda fascinado por el cuadro, lo considera de una belleza incontenible, pero, cuando repara en su joven amante, percibe que ella ha muerto; ha muerto con el último trazo: el toque final en la obra maestra del arte ha sido también la puñalada que agotó el cuerpo de la que poseyó alguna vez – siquiera fugazmente – esa belleza. No es arduo vincular esta escena con los cuervos de Vincent; pero si recorremos minuciosamente su correspondencia, descubriremos que era su modus vivendi10: Vincent afirma no haber percibido su “enfermedad” sino solamente después de pasado el fervor, y tantas veces pierde en el trabajo la conciencia de todo lo que lo rodeaba (su salud, su vida, sus necesidad, su cuerpo, el hambre, la desdicha, etc). Tenía un costo haber logrado esa espesa textura que hace que las cosas salgan de sus cuadros, que arañen al que los mira, tenía un costo haber inventado el furioso color del alma que ansía; Vincent pintaba con sangre; Vincent pagó.




Munch




El pintor esotérico del amor, de los celos,
de la muerte y de la tristeza.
August Strindberg





Schopenhauer había escrito que el límite del poder expresivo de una obra de arte estaba en su incapacidad de reproducir un grito. De todas las respuestas posibles a esta sentencia, Munch es una de las más ricas.



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Ya avanzada la crisis moderna, es un genuino precursor del expresionismo (aquél que factiblemente Van Gogh inició). Por temperamento, pintor simbolista; dotado de una singular sensibilidad (muy nórdica), proclive a los territorios más funestos de la vida, capaz de una mirada avasalladora que tenía por misión (como fiel alumno de Ibsen que era) denunciar y destruir las mentiras de la burguesía; tarea que realizó con sumo empeño – junto con su amigo August Strindberg11, dotado de un desequilibrio similar al de Munch12 - hasta desgarrar el velo de las falsedades tan brutalmente que sólo quedaron para él las ropas y muecas del nihilismo: las obras de Munch destruyen una tras otra las ilusiones en las que se refugia la burguesía hasta alcanzar para sí no un proyecto alternativo de vida, sino la desilusión absoluta (he de recordar: las paredes del teatro solo se derrumban hacia adentro). Munch, al desgarrar el velo de las “mentiras”, alcanza una visión de la “verdad”, que perturba su alma para siempre (el fruto del conocimiento siempre trae problemas). En una obra de Strindberg, un personaje esboza que es preciso destruir todas las farsas burguesas y alcanzar la “desilusión absoluta” porque recién ahí se puede ver algo. Cuando le preguntan qué es lo que se puede ver, el personaje responde: “¡A sí mismo! Pero cuando uno se ha visto a sí mismo, se muere”. Y si no se muere, podríamos decir, pinta como Munch (herido por el abismo detrás de las farsas modernas) las pinturas visionarias.
A diferencia de Van Gogh, Munch sí emplea “temas” en sus cuadros: temas recurrentes, de una persistencia casi tan agobiante como su oscura densidad: prácticamente como Strindberg, él recorrerá la muerte (La danza de la vida, El velatorio, Muerte en la alcoba), la desesperación (El grito, Desesperanza), la enfermedad (La niña enferma), la soledad (Melancolía, todos sus retratos tardíos, por ejemplo el terrible Deambulador nocturno), el mal (Atardecer en la avenida Karl Hogan), y la mujer como “aniquiladora” de las fuerzas del hombre (la mujer vampiro, parásito, traidora y serpiente13: Vampiro, El beso, La mujer en tres etapas, Cenizas). Y es recorriendo, intensamente (hasta donde su razón lo permite: será internado en un centro psiquiátrico en 1908) estos temas que, como Myers dice en su libro dedicado al expresionismo “simboliza, más que ningún otro artista, los conflictos del mundo moderno”.



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La pincelada de Munch es algo diferente14: líneas estiradas, largas y de lánguida curvatura. Darían la impresión de que las cosas, en los cuadros de Munch, están a punto de disolverse: justamente como avisa Bauman: todos los sólidos se vuelven líquidos; en ese estado de próxima disolución parecen estar sus obras (esto es fácilmente perceptible en sus la sombra de sus lunas derramadas sobre el mar, la manera en que la luz se estira). Sus colores son mucho más fríos que los de Van Gogh: incluso sus intensos rojos (por ejemplo los cielos de El grito, Ansiedad, y Desesperanza o en el violáceo cielo de Atardecer en la avenida Karl Hogan – tan siniestra, atestada de autómatas, espectros -) exhiben, antes que el fragor del holandés, antes que la voluntad de comunión con la naturaleza, que una pincelada vital, más bien un abatimiento, una atmósfera espectral que encierra un aire enrarecido, turbio, una densa melancolía esparcida por los ambientes, los rostros, los cielos. Hace, como es evidente, un uso simbolista del color; para nada naturalista, con un carácter sombrío, oscuro: en Munch la sangre ha palidecido. Su línea – sinuosa - tiene una frialdad que la carnalidad de Van Gogh no permite (en esto notamos el carácter nórdico de Munch). En cuanto a la textura, las figuras no salen de los cuadros, no saltan; al contrario, parecieran ejercer una suerte de succión: la ondulación de las líneas de la composición provoca que el espectador caiga (en fin, que se derrumbe) sobre el cuadro (en el viaje que esa desesperación propone).
De esta diferencia técnica no es imposible deducir una manera de percibir el mundo: todo el fuego y la pasión de la pincelada de Van Gogh (la furia, los colores vivos, los cipreses como incendios, los cielos arremolinados, la intensidad del amarillo) habla de su amor por la vida, de su voluntad por trabajar, de su fe en una posible revolución o al menos en una generación venidera más significativa; en cambio, en Munch se percibe su nihilismo, su pesimismo permanente, su hastío, su desencanto (no necesariamente ante las condiciones contemporáneas de vida, sino ante la llana vida esencial: la vida como un frágil hálito sitiado por la enfermedad, la muerte, la locura, la soledad, la ansiedad, y las trampas del amor, etc). En suma, el infierno sobre la tierra: eso es precisamente lo que vio Munch: las cavernas del alma, lo vano de enredarse con los melodramas inmediatos de la vida como torpes marionetas conducidas por los hilos de la banalidad cuando en realidad detrás imperaban fuerzas siniestras y opresivas que hacían del hombre un triste destino, absurdo y minado por penas. Así describió Munch la experiencia que lo llevó a pintar El Grito:
"
Caminaba yo con dos amigos por la carretera, entonces se puso el sol; de repente, el cielo se volvió rojo como la sangre. me detuve, me apoyé en la valla, indeciblemente cansado. lenguas de fuego y sangre se extendían sobre el fiordo negro azulado. Mis amigos siguieron caminando, mientras yo me quedaba atrás temblando de miedo, y sentí el grito enorme, infinito, de la naturaleza.


"


Sería una torpeza de mi parte esbozar un acercamiento a este poderoso cuadro después de estas palabras. Apenas diré: si en Van Gogh la naturaleza estaba eufórica, incendiada de color y en plena ebullición, en cambio a través de Munch grita su desencarnada agonía. Estas visiones (casi a la manera Rimbaud) hablan tanto de la capacidad sensitiva de Munch (como decía Nietzsche, tanto un don como un látigo con el que flagelarse) como de la facultad para hacer visibles fuerzas del ánimo y del espíritu. Munch decía de sí mismo que del mismo modo que Leonardo da Vinci había estudiado la anatomía humana y disecado cuerpos, él intentaba disecar almas: de la crudeza de su obra entendemos que penetró sin reparos en la espesa tiniebla que asedia la vida15.


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Opuestamente a Van Gogh, los cuadros de Munch son profundamente dramáticos, cuando no directamente trágicos. No se trataba esto de un fetichismo morboso, sino de las condiciones efectivas donde Munch se crió: “La enfermedad, la locura y la muerte fueron los ángeles que rodearon mi cuna y me siguieron durante toda mi vida"; evitaré la descripción de sus primeras angustias (muerte de la madre, de la hermana, etc), fácilmente localizables en cualquier biografía de dos pesos (con esto quiero enfatizar el mero hecho de que la adversidad es apenas un elemento – un contexto – que el artista puede – o no – utilizar como tema, y de ninguna manera determinante del genio: habiendo atravesado una vida menos tumultuosa, Munch probablemente hubiese hallado otros temas donde ejercer su sensibilidad, así como Chagall fue el poeta del amor). Prefiero compartir la hipnosis que contemplar la “amenazadora realidad” de Munch genera. Se trata de alguien que nos dice: ”No pinto lo que veo; pinto lo que he visto”: con esto no nos promete un catálogo de nostalgias ajadas por el tiempo, no: lo que Munch ha visto es el tártaro ardiente, las maléficas potencias que agitan las cortinas de nuestra ventana, y nosotros, ingenuamente confundimos con el viento. Munch es el pavor inmarcesible: eso es lo que el espíritu dijo a través de su pincel.

Final

Aun cuando sus vidas terminaron de modos ampliamente diferentes, insisto en comprender a ambos como mártires del arte (el caso de Van Gogh es más asequible, pero no me engaña ni el “éxito” y la celebridad de Munch ni su longevidad: ambos fueron antenas sensibilísimas que captaron todas las tensiones de su época, logrando diversa belleza pero absorbiendo también anchos sorbos de dolor: un dolor que para semejantes sensibilidades era difícilmente tolerable, y que los condenó a la soledad y el desequilibrio; ambas cosas son parte del precio de haber sentido la verdad: la verdad no es algo a lo que se sobrevive impunemente).
No sólo los une la furia autoretratística16, la profunda melancolía, la predisposición para el delirio (los respectivos hospitales psiquiátricos), la vocación noctámbula, el padre religioso, el sentido profético (muchas veces a sus expensas), la sensibilidad hiriente, un mundo poético autónomo, la devoción literaria, el afecto por el alcohol, el fanatismo por crear como único sentido de la vida, el carácter autodidacta, en ambos casos, una relación harto estrecha entre vida y obra, la magnífica relevancia en el mundo artístico, el implacable ejercicio de la soledad. Los concilia un destino maldito que vuelca sobre ellos los primeros signos de la crisis de fines del siglo XIX; una crisis existencial que se volvería más densa con el advenimiento de la posmodernidad: la carne de estos artistas fue el territorio bélico donde se libró una batalla silenciosa y despiadada. Tristemente, las pesadillas que ellos padecían se han transformado en nuestra vida diaria; las visiones que los atacaban son las avenidas alumbradas con las luces de publicidades por las cuales naufragamos, torpemente. Con Kafka, Munch y Van Gogh también parieron el siglo XX. Y sufrieron sus enfermedades más hondas y más secretas, aquellas que se ocultan detrás del civilizado velo de apariencias: en la intimidad de las noches de insomnio, nos hermanamos – lo sepamos o no – con su desesperación.




El poeta siempre reitera el camino del cristo. Es un cuerpo profético y vulnerable, llamado para padecer todos los males de su época, perpetrar todos los pecados posibles y engendrar una obra lumínica. Vincent escribe esta brillante e imposiblemente más lúcida metáfora a su hermano: “Cuanto más me vuelvo disipado, enfermo, cántaro roto, también me vuelvo yo, mucho más artista”17. Y lo que quiere decir es que su cuerpo es una vasija que su sensibilidad va llenando, pero es una vasija frágil y su sensibilidad es incontenible, y se desborda y no puede resistir el peso de su lucidez; y sin embargo, que su cuerpo se desquebraje significa que ha absorbido la luz de las cosas, que su vida se desangre en el naufragio de su destino implica que ha recibido el mensaje (que él parcialmente supo traducir en color). Por eso el costo de la Obra (la obra que como dice Blanchot18 expulsa al artista, lo succiona pero lo deja afuera) es siempre el propio cuerpo: como han dicho los versos de Holderlin:




Tiene que retirarse a tiempo
aquel por quien habló el espíritu


Uno estalló, otro huyó.
La muerte y la soledad no son, en verdad, caminos diferentes.




fin



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1 “Ser es ser diferente”, dice Fernando Pessoa; con diferencia, he de referirme a un sujeto que posea sus rasgos individualizantes en avanzado estado de desarrollo; el mecanismo más apropiado para explorar, descubrir, construir y ejercer el yo – sostengo – es el arte. Específicamente me amparo en los textos La hermenéutica del sujeto, de Michel Foucault; y El crítico artista, y El alma del hombre bajo el socialismo, de Oscar Wilde
2 Esencialmente, habré de basarme en los dós últimos años de la vida de Vincent Van Gogh; y de la década de 1890 de Edvard Munch.
3 Me atrevo a llamarlo por su nombre. Amparo mi atrevimiento no en el mero cariño, sino en que era como él (siguiendo la tradición italiana, o a su compatriota Rembrandt) firmaba sus cuadros.
4 Carta de fines de agosto de 1888; Arles.
5 Para una literature menor; Deleuze / Guattari
6 Artaud, Antonin: Van Gogh, el suicidado por la sociedad.
7 El film Vincent y Theo.
8 Carta de Vincent a Theo, 1888, Arles (aprox.: Julio)
9 Escribe a Theo: “Tengo una lucidez o ceguera de enamorado por el trabajo”.
10 Artaud confiesa que el rostro de Van Gogh, retratado mil veces por él, lo persigue; y menciona que, de tanto contemplarlo – dentro y fuera de la vigilia – alcanzó la impresión de que las telas “mentían” con respecto a la luz, que “habían quitado a Van Gogh una luz indispensable para cavar y trazar su camino dentro de sí”.
11 Mario de Micheli, en su artículo Munch, o sobre el terror, dice: “Munch trabará amistad estrecha con Strindberg. Tendrá con él ideas comunes, proyectos comunes; incluso se enamorarán de la misma mujer, esposa de un amigo de ambos; y los dos llegarán, al igual que Van Gogh, al umbral de la locura.
12 Y estudiado por Jaspers en confrontación con la dolencia de Vincent Van Gogh.
13 Ah, qué interesante hubiese sido tratar el tema de la mujer en Munch (un perverso vampiro, una anuladora de vitalidad) y en Van Gogh (que prácticamente no pintó mujeres: decía no estar todavía preparado y, por lo pronto, tenía problemas con las modelos, que le fallaban, huían con el dinero o temían acercársele). Y también resulta tentadora la secuencia Ibsen – Munch – Strindberg – Bergman (acaso al principio, Swedenborg). Por desgracia, ya no me quedan páginas con las que agotar la paciencia del docente.
14 Tengo para mí que la pincelada de Munch es mecida por la misma cadencia que la prosa de Kafka.
15 En su diario, sobre El friso de la vida, Munch escribe:”No se deberían pintar más interiores con hombres que leen y mujeres que tejes. En lugar de ello, deberían ser criaturas vivas, tienen sentimientos, sufren y aman. Quiero pintar una serie. Y los hombres sentirán algo de sagrado y se quitarán el sombrero como en la iglesia”.
16 No he corroborado los datos, pero descreo que otro artista, en el transcurso de los últimos dos siglos, se haya retratado a sí mismo tanto como Van Gogh y Munch; es nuestro deber lograr la interpretación más noble a esta reincidencia: dispensar el narcisismo y cobijar la idea de búsqueda: incisivamente pintarse en una tela es – desesperadamente – buscarse (y, por tanto, estar perdido).
17 Vincent ya había dicho: “Los artistas, en la sociedad actual, no somos más que cántaros quebrados”.
18 Blanchot, Maurice: El espacio literario.

7.3.07

Jean Baudrillard


(2007)


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A esta velocidad, todo lo devoran los ojos insomnes de la audiencia (ahí, tu partida: llenando páginas de diario y de Internet, saltando en los diálogos de café de estudiantes dispersos –¿“viste que se murió Baudrillard?”-, aumentado el precio de las reediciones de palabras cuyo valor el mercado no sabría percibir, reincidiendo en el espectáculo banalizante – tu propia muerte una performance para una sociedad muerta que mediatiza la vida para que las tragedias se aligeren, se transformen en esa cosa que le sucede a los otros, vía tv - abultando la Historia que solamente rinde servicio a la perpetuación de una realidad que nos exilia). La información (aquello que se inscribe dentro de las ropas – la fachada – de la información) es a las masas lo que Pavlov a su pobre perro: salivan como lobos ante un presa moribunda ante la apariencia estructural de la noticia (dispositivo desinformante por excelencia).


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La verdad fue algo que siempre nos quedó muy lejos, prendida de un árbol imposible como un fruto infecto que corrompía con su hedor pero se disponía inalcanzable. Y cuando la verdad es imposible, apenas queda una sola cosa: escribir.
Por eso, tal vez, me agradaba tanto ese nihilismo estético, ese encantador desencanto con el que componía una cosmovisión desalentadora, pero muy bien dicha. La magia de ver erigirse un texto infalible para el goce - pura literatura - con las piezas más desoladoras de la realidad.


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Que la puesta en escena de tu desaparición sea un simulacro permanentemente disimulado por ese caudal de fantasmas que brotó del silencio de una idea, el texto.