14.9.05


horas que no entrarán en mi autobiografía
En mi casa, como una hierba. Voy torpemente del sofá a mi habitación, de mi habitación al sofá. De vez en cuando, quiebro en pedazos la estructura de mi monotonía y paso por la cocina, me sirvo un vaso de algo, o hago un sandwich. Afuera llueve y hace frío. Y es tan tarde para todo. Podría ir a algún café, tomar algo caliente, y leer un poco o trabajar en la novela. O tal vez buscar una película, o alguien que toque un piano. Pero no: sólo pensar en tener que volver me cansa: siento la proyección de cada paso de regreso como borbotones de plomo aplastándome. Giro la llave una vez más hasta que la cerradura, con un click, dice basta, y ni siquiera logro jactarme de haber encerrado al mundo del lado de afuera. Todas mis ventanas están bajas - la más amarga, la tv, apagada -. Pero aun confinado en mis paredes, mi teatro muerto, no consigo dejar de moverme. Por eso voy de un lado a otro; si no hiciera ese frío ni esa lluvia caminaría hasta cansarme: caminaría para cansarme, gastarme. Aquí, siento mi inquietud tan lenta, tan implacable. Acabo por entender que el sitio donde más tiempo paso es en el pasillo. Mi gato, harto de mi pulular inútil, ha dejado de mirarme. El siempre necesita controlar todo lo que ocurre en la casa, pero mis movimientos ya se los ha aprendido. Creo que yo también los aprendí: por eso puedo complirlos a la perfección. Me detengo, en cada ir y venir, por las diferentes bibliotecas de la casa. Bruscamente tomo un libro, y lo abro en un página cualquiera. Leo una frase. A veces la frase no me dice nada - no me toca, no me quema, no me duele, no me seduce -, y hundo el libro de inmediato en los estantes. Otras, las siento resonar, herirme. Como si me cayera a un nuevo orden maravilloso de cosas que acaba de abrirse para mí. Me aferro al sonido de la frase: quisiera quedarme allí. Pero siempre es una felicidad efímera. Claro, como toda la felicidad. Eso es todo lo que hago. Una y otra vez. Una y otra vez. Soy como un suizo satélite de las palabras encriptadas en las paredes de la soledad: mi evidente soledad y la soledad de ellos, de los que lograron cada oración y la trenzaron con otras: siempre un libro es el reflejo de las horas solitarias de un hombre: sólo allí se escribe (sólo allí se puede escribir). Pienso: es como si me doliera la parte de adentro de las cosas que no son yo. Como la sangre ruge una impaciencia de fuga hacia adelante, fielmente continúo mi ceremonia. Si miro el reloj, me parece que nada se ha movido. Tal vez Thom Yorke me podría acompañar en este momento, pero siento que si lleno la casa con esa música, todo desbordaría de pena: tendría que ver cómo un jugo negro brota de cada objeto tranquilo; los vecinos vendrían a quejarse por los lamparones de humedad de la melancolía. Habría reuniones de consorcio discutiendo mi tristeza y todo pasaría a ser una suerte de melodrama grotesco. En una frase de esas que caóticamente voy encontrando, doy con la perfecta excusa para este texto. Lo escribo para distraerme, para alejarme. Del rincón destinado a las literaturas eslavas, tomo el Viaje a Armenia, del poeta ruso Mandelstam. Mis ojos sobre la primera frase que consiguen aferrarse leen una pregunta fundamental, de esas que habría que hacerse de tanto en tanto para remotamente orientar los pasos hacia una senda no tan distante a nuestro deseo primitivo, original. Leo (es un diálogo):


- ¿Tu en qué tiempo verbal deseas vivir?
- Yo quiero vivir en el participio futuro del imperativo, en voz pasiva, en "debiendo ser"*.
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Y después ya puedo seguir con mi itinerario de futiles congojas (aunque sí es cierto que pasa mucho tiempo hasta que me voy de esa pregunta).


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*Osip Mandelstam
en el capítulo El Alaguez, de Viaje a Armenia

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