una carta de Kafka a Milena.
Hacía mucho que no le escribía, Milena, y hoy mismo sólo le escribo por casualidad. No hay necesidad de que me disculpe por mi silencio, usted sabe cómo odio las cartas. Toda la desdicha de mi vida proviene, si se quiere, de las cartas, o de la posibilidad de escribirlas. Y con esto no me quiero quejar, sino formular una observación instructiva. Muy pocas veces me ha engañado una persona: las cartas siempre me engañan. Y no sólo la de los otros, sino también las mías. En mi caso es una desgracia muy particular de la que prefiero no seguir hablando: pero, al mismo tiempo, es una desdicha general. La facilidad de escribir cartas tiene que haber traído al mundo - considerado desde un punto de vista teórico - una terrible pertubación para las almas. Porque es una relación con fantasmas - y no sólo con el fantasma del destinatario, sino también con el propio - la que se va gestando debajo de la mano que escribe, en esa carta, y más aun en una serie de cartas de las cuales una corrobora a la otra y puede apelar a ella como testigo. ¡A quién se le ocurrió que la gente puede mantener relaciones por correspondencia! Uno puede pensar en un persona ausente y puede tocar a una persona presente; todo lo demás supera las fuerzas humanas. Pero escribir cartas significa desnudarse ante los fantasmas, cosa que ellos aguardan con avidez. Los besos escritos no llegan a destino, son bebidos por los fantasmas en el camino. Y esa abundante alimentación hace que los fantasmas se multipliquen en forma desmesurada. La humanidad lo percibe y lucha contra eso; para eliminar en lo posible todo lo fantasmal que se interpone entre los hombres y para lograr una comunicación natural, para recuperar la paz de las almas, ha inventado el ferrocarril, el automóvil, el aeroplano. Pero ya es tarde; es obvio que esos inventos han surgido en plena caída. La otra parte es mucho más serena y fuerte: después del correo inventó el telégrafo, el teléfono, la telegrafía sin hilo (etc). Los fantasmas no morirán de hambre, pero nosotros sucumbiremos.
(...)
Pero a ellos se los reconoce también en las excepciones. Porque a veces dejan una carta sin interferir y esa mano llega como una mano amiga, ligera y tierna, a depositarse entre las nuestras. Y bien, es probable que sólo se trate de un espejismo y quizás esos casos sean los más peligrosos y haya que cuidarse de ellos más que de los otros. Pero si se trata de un fraude, el engaño es perfecto.
(...) De todo lo dicho surge que las cartas son un excelente remedio antisueño. ¡En qué estado llegan! Resecas, vacías e irritantes, una alegría fugaz seguida de un largo sufrimiento. Mientras uno las lee, olvidado de sí mismo, el resto de sueño que uno conservaba levanta vuelo y huye por la ventana abierta para no regresar por mucho tiempo. Por eso dejamos de escribirnos. (...) Quizá seas la persona a la cual con mayor gusto escribo (en la medida en que se puede escribir con gusto; pero estas palabras sólo están destinadas a los fantasmas que asedian mi escritorio con avidez).
Una carta de amor
y de los tres puntos suspensivos que siempre deberían seguir a esa palabra
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