14.10.05





Rizoma
23 de julio de 1932,
Montevideo
Estimado Jorge:
I
Te escribo porque no puedo escribirte. Incluso tengo que ser breve (pero, aunque sea, quería decirte esto, alcanzarte algunas palabras, que sepas que estoy mejor). Tengo que escribir cartas (muchas cartas) y no doy a basto. No nos encontramos más en los bares usuales porque he dejado de ir: estoy muy ocupado. Sé que como amigo te preocupás (haberme visto tan pálido, tan desprolijo las últimas veces te habrá alarmado). Te escribo esta carta para decirte que no puedo escribirte una carta todavía. Al menos te envío el dinero de la fianza. Y te explico un poco: el cartero no tenía nada que ver, nunca quise lastimarlo: fue una circunstancia desgraciada. Mi cabeza simplemente no estaba donde debía. Me sentía perseguido, asfixiado. De todos modos, no era para tanto: apenas lo empujé un poco.
II
¿Te acordás de aquella muchacha que no dejaba de acosarme? Descubrí la manera de perderla. Y en eso trabajo mis horas. Creo que el método es tan perfecto que lograré finalmente mantenerla distante. A ella y a quien se me antoje. Es bastante simple, aunque - eso sí - requiere un cambio de profesión. Y mucha dedicación.
III
Recordarás que a pesar de mis secos rehusamientos y desdenes esa muchacha se empeñaba en acercarse a mí, y como no tenía otro modo que el de escribirme (yo no asistía donde sabía que ella podía estar, y si la divisaba por las calles, me daba a la fuga), me agobiaba con cartas. No podrías imaginarte la cantidad de cartas: dos o tres por día (hubo veces que el tráfico llegó a veintidos). Ese bombardeo epistolar no tenía otro objeto que el chantaje: sus palabras, calculadas mezquinamente, eran lanzadas hacia mí como uñas afiladas con la pretensión de arrancarme una respuesta - es decir, mi atención, algunas miradas o momentos de mi vida, en definitiva: mi sangre-. Escribe con sangre - dice Zarathustra - y aprenderás que la sangre es espíritu. Su caligrafía misma era vampírica.
IV
Meses viví angustiado por este episodio. Traté de deshacerme de ella al principio con gentiles cartas, después con rotundas negativas (amargas e hirientes) o ya el brusco reclamo de abuso de confianza o falta de verguenza y recato. Ella aprovechaba mis respuestas para llegar a mí: me escribía cada vez más, me hablaba de su pena, de las noches de la angustia, me enviaba poemas eróticos - y algunos directamente obscenos -, me hablaba de mí mismo, me moldeaba y reinventaba como quería y todo no era más que una maquinaria para forzarme a leerla, para sostenerme ante ella, prisionero.
V
Ya sé: me dirás lo mismo: ¿por qué no simplemente dejar de responderle? ¿Acaso crees que no lo intenté? Era inútil: si yo no respondía las cartas seguían llegando, cada vez en mayor volúmen. Con pavor yo seguía el sonido opaco de los pasos del cartero por el largo pasillo hasta mi puerta. Lo oía detenerse frente a mí (divididos apenas por una frágil madera), veía dos oscuridades bajo la puerta cortando la luz: ¡no puedo decirte lo horroroso que era ver las cartas deslizándose en mi departamento! Callar es una manera de expresarse cuya ilegitimidad nos relanza a la palabra (la frase es de Blanchot, un francés que debe estar por nacer y será famoso en los setenta). Con mi silencio ella podía hacer lo que quisiese: escarbarlo, doblarlo, inventarle diversos motivos que luego desarrollaría en más y más cartas. Ella respondía a mi ausencia de respuesta multiplicando la correspondencia: si me descuidaba la puerta de mi hogar quedaba bloqueada, los sobres de las cartas la atascaban y yo tenía que quedarme encerrado, contemplando esas afiladas letras ajenas, esas tantas palabras que me enredaban y comprometían, tapando ya las ventanas, atragantandome. No importa qué decían (muchas veces no decían nada) siempre eran la demanda de mi respuesta: aun cuando directamente nunca la reclamaran. No tenía salida. Ella me llevaba allí donde yo no quería ir y me retenía. Me apresaban frente a ellas, las cartas me chupaban el alma.
VI
Mi situación era desoladora. ¿Imaginás el peligro de mi condición? Miles de cartas que hablaban de mí, que eran escritas para mí dando vueltas por la ciudad, (o por mi cuarto, o por mi cabeza: da lo mismo). Si no las enfrentaba, si no las desmentía podían devorarme, volverse reales, arrastrarme hasta su mundo; ser tan parte de mí como mi infancia o las conversaciones con amigos. No sabemos donde termina la palabra escrita: por eso es temible. Si las dejaba por ahí, o tiraba las cartas, podían ser encontradas por cualquiera. Quién sabe de qué manera pérfida podría llegar a usarlas. Si las rompía, alguien - o el mismo viento - podría restaurarlas. Incluso podían ser pegadas sin lograr el original, formando una nueva historia - y esto podía ser más terrible aun -. Si las quemaba, el humo de la tinta podía oscurecer las ciudades. La llamarada saldría de mi casa, me delataría. Además, corría el riesgo de que también ardiera lo que las palabras nombraran. Hubiese sido una catástrofe, el principio de algo espantoso.
VI y 1/2
Tengo este tipo de pruritos, y no sé diluir la ansiedad. Si hubiese vivido en el futuro, me atribularía desconsoladamente si, por ejemplo, sonase el teléfono y yo, llegando tarde, me terminase quedando, con el tubo en la mano, sin saber quién había sido el que llamaba. Me aferraría a esa incertidumbre como a un enigma del que dependiera mi vida. Y no podría moverme.
VII
Viví esa época como una enfermedad. Ya que mi silencio atraía todo su lenguaje, tuve que intentar otras cosas. Olvidé las formas de la cortesía: la maltraté, la insulté; pero ella siempre respondía con cariño, con tierna, abominable sumisión. Me decía que yo tenía razón, que el amor que sentía por mí la desdoblaba; pero que si yo le permitía, me salvaría de todas las asperezas de los días. Usé mil artimañas para herirla: le di cita en lugares hostiles para luego no presentarme, le impuse mil tareas arduas para probar su amor, hablé mal de ella a sus vecinos, la amenacé, le rogué, me hice pasar por un monstruo y llegué a dejar, durante veinte días, cada noche, flores muertas en su puerta. Nada sirvió. A decir verdad, ella usó todo lo que hice como material para sus cartas. Me decía que mi empeño por resistirme era mi manera de descreer de la imperiosa, celestial verdad. Su perseveracia era inhumana. Todo lo que yo le dijera - por más horrible que fuese - volvía a mí desfigurado, transformado en formas de interesarme por ella, de atarme a ella. Sea como fuese, me había vuelto un rehén de sus cartas: a través de esas cartas ella me sujetaba, me movía. Su opresión, su dominio era cada vez más absoluto y mi resistencia se debilitaba rápidamente, en cada palabra (no importaba ya quien de los dos la escribiese).
VIII
Tuve fiebre, y me costaba comer: no tenía hambre. Ni ganas de nada. Esa muchacha - sus diabólicas cartas - fueron el motivo por el que me encontraste tan pálido la última vez que cenamos. En mi punto más bajo, consideré dos iniquidades: matarla o casarme con ella. Era tal la desesperación que no lograba otras opciones.
VIII y 1/2
Ya lo sabemos: las mujeres que aman son terribles. Son aburridas cuando lo aman a otro, y despiadadas cuando lo aman a uno. Esta muchacha había urdido una red letal: el sentido de sus palabras no me decía nada - no me simpatizaba, no me convencía: ni siquiera me provocaba lástima -; era como leer una música monótona. Pero esa bruta invasión, esa oscura estrategia epistolar me cercaba. Por cada rendija se colaba en mi hogar una frase, me acechaban desde el pasillo el rumor de las cartas escribiendose. Hasta llegó a mandarle cartas a mis amigos hablándoles de su amor por mí, o reenviaba las violentas cartas de mi hastío a conocidos que ya después me evitaban en los bares, o cruzaban la calle si me veían, considerándome seguramente un animal. Y de hecho, eso es lo que era: un animal. En eso me había convertido. Después de todo, ¿qué se puede hacer con un amor así?
IX
Fue en una amarga depresión - te diría: propiamente en el delirio - que logré la respuesta a mi congoja. Era simple: tenía que usar sus armas. Y tenía que ser despiadado. Le escribí una carta - le dije cualquier cosa, no importaba - y antes de que respondiera, le escribí otra. ¿Entendés la maniobra? Descubrí que a las cartas no hay que responderlas: hay que escribirlas (la diferencia es abismal). Apenas le enviaba una carta, le escribía otra y (este es el centro de la cuestión) la enviaba antes de que ella me respondiese (a veces enviaba las dos juntas). De esta manera, ella estaba siempre una carta retrasada. Si me llegaba una carta de ella, ya era estéril: venía a mí muerta y yo tranquilamente podía romperla en mil pedazos; porque ya había salido otra carta mía trastocando las cosas con todos mis fantasmas.
X
Descubrí cómo funciona la máquina epistolar: me restaba un movimiento: había que dar vuelta la trampa y había que hacerlo de modo categórico, irreversible. Tenía que escribirle, pero evitar la tentación de ingresar en un diálogo. No era tan sencillo: tuve que volverme un escritor (ese fue uno de los sacrificios, pero algo tenía que ceder para salvarme). Tuve que engendrar una obra. Si decía algo, me desdecía en la carta siguiente, o modificaba la historia que había contado en una carta anterior, la contaba distinto, o la mezclaba con otra carta que había escrito semanas atrás. Escribía una carta, y la desmentía en la carta siguiente. A veces escribía una carta, y le ponía fecha de unos días atrás, o de una semana. O le hablaba de una carta que nunca le envié (que ni siquiera escribí) para que ella entendiese que por lo menos una carta se había perdido en el camino entre nosotros, y (que es lo mismo) que todo permanecería siempre inaprehensible porque todo se deslizaba permanentemente hacia el abismo: no había modo de encontrarnos. Era una calculada telaraña. Un proyecto para la locura. No había manera de responderle a eso: yo mismo iba cambiando de mil formas. Lo interesante es que ninguna carta anulaba a las otras: al contrario, las multiplicada. Así yo iba fabricando un ejército de dobles míos: era como abrir heridas en la realidad. Cada carta mía era una fisura en la imagen que ella tenía de mí. De esas fisuras chorreaban historias mías que se contradecían entre sí, pero que no se apagaban. Más bien se enredaban, se cruzaban: cada carta era una pieza que iba modificando a las otras, obligándolas a vincularse de manera distinta, a significar otra cosa. La máquina era dinámica: nunca se quedaba quieta; inapresable se extraviaba antes de que pudiese ser dominada, y ya era otra cosa, y era imposible. Lentamente se cerraba alrededor del lector. Como un teatro de sombras chinas.
XI
También las cartas previenen de que la muchacha loca venga a golpear mi puerta. Escribir cartas es siempre la postergación del encuentro: la invención de obstáculos entre el remitente y el destinatario. Mientras la maquinaria se mantuviese indescifrable, yo quedaría lejos. Por ejemplo: si te sigo escribiendo, no nos veremos nunca.
XII
Siento que tras cada carta escrita me voy apropiando de la sangre que perdí (y que necesito, porque todavía estoy pálido y flaco). Lo que no sé es si esa sangre es mía o de ella. No importa: es sangre. Y la necesito.
Me dirás - ya te estoy escuchando - que si estos terminos no son un poco monstruosos. Tal vez: pero eso es bueno. Si entendí cómo funcionan las cartas, si pude dar vuelta la maquinaria, es forzoso que tenga algo de vampiro.
(Y funciona. Logré deshacerme de un tipo al que le debía plata y de una tía pesada. Ya no los veo, y sé que ellos no me buscan. De vez en cuando les envío una carta. Podría cruzarlos por la calle, claro, pero ya no camino las calles: tengo mucho que hacer sobre mi escritorio. Sólo pensar en la vida allá afuera me dá vértigo: todos están demasiado cerca)
XIII
Ella sustituyó su amor con la carta de amor; yo cambié mi celda por este proyecto epistolar. Es por esto que por ahora no puedo verte, ni puedo responder a tu cartas. No tengo tiempo. Por eso tuve que renunciar al trabajo. Este proyecto se lleva todas mis horas. Es la única manera que tengo de ser libre.
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Basado en el capítulo 4 de Kafka. Por una literatura menor. De Deleuze y Guattari.
pero tampoco como para culparlos.
el cuadro, de Munch.

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