primer draft
La memoria es la observación de los viejos
Jonathan Swift
No es literatura; sino una expiación. Una pena que me impuse
Memorias del subsuelo
Dostoievski
I
El presente es efímero: veloz e irremediablemente todo se vuelve pasado – todo se cae en la memoria, petrificado y a la vez fluctuante -. Por esto, algunos dicen que el pasado es la sustancia del tiempo. Yo no lo sé, ni busco saberlo. Solamente vivo allí. En el tiempo, en el pasado. Soy un hombre antiguo; el presente es para mí un vago rumor detrás de las ventanas de la alta negrura de la casa. Me queda el recuerdo: con él me defiendo de la muerte. Es decir, la espero.
II
En un punto de mi vida – yo era, lo presiento, demasiado joven - hubo que tomar una decisión. Dos vertientes corrían y yo tenía que arriesgarme por una. Opté por no elegir, y fui arrebatado por la corriente más cercana, la de mi rutina. La otra, levísima, no era en ese momento más que una tenue insinuación: apenas si me salpicó un poco las comisuras de la máscara. Yo no podía entender, allí, en el medio de los devenires, que se trataba de una decisión capital, definitoria; que detrás de su aparente liviandad estaba imbricada la forma en que se desplegaría el resto de mi vida. No dejé a mi mujer. El hábito se me ocurría una constelación inatacable. Ví las cosas suceder, como si fuese un teatro lejano. Por temor a terminar siendo el responsable de mi vida, no me atreví a mover las cosas del lugar en que estaban.
III
Con la otra había cruzado palabras, había caminado algunas noches a su lado, había sospechado la fragancia de su piel como una hermosa lejanía. No supe ver – ni en su cuerpo frágil, ni en su mirada de verde, musgosa tristeza – el significado que su leve presencia tenía para mí. No intuí el abismo que abriría su pérdida. Vanidosamente, supuse que la vida seguiría e igualé ese momento crucial a los otros, más frívolos. Recién hoy puedo pensar que fue como un aborto. Rehuí de las cosas que nacían, justo cuando su luz tímidamente se empezaba a asomar. Ella, ¿qué tenía para mí? Nada: un manojo de ilusiones, la certeza del riesgo, de lo otro, de lo distinto, un comienzo nuevo: tal vez una magia densa que yo no hubiese sabido penetrar. Mi vida, sin embargo, ya había encallado en cómodos y placenteros rituales. Me agradaba el contacto con las cosas familiares, mis calles sabidas, los selectos bancos de plaza desde donde el mundo era un sereno espectáculo, mis bares, los días y las noches, las paredes que sostenían mi casa y mis maneras, mi mujer, mi biblioteca, el sosiego. Yo había querido que la vida no me doliese, y me dolía poco. No supe cómo dejar esas facilidades.
IV
Yo suponía que si el amor pasaba por mi vida, lo reconocería. Sería una música que me aturdiría sin remedio. O algo. Algo fuerte, algo que me fulminara. Algo que impidiera que mis máscaras continuasen, frías e inescrutables. Pero no. Tuvieron que pasar años de vivir conmigo, de repasar mis pasos, de reiterar rituales y hábitos para que lograse verlo. Tampoco lo aguardaba expectante, porque desconfiaba de que el sentimiento existiera, y atribuía su prensa a los mitos que generaban las necesidades de las almas débiles para tolerar el universo. Cuando ocurrió, sentí algo como una vaga inquietud. Nada más. Solamente pude ponerle un nombre cuando ya había pasado. Cuando era irrecuperable.
V
Es cierto, en su momento, vi las cosas suceder como si fuese un teatro lejano. Pero lo que pasaba es que yo había llegado después de que la representación comenzara, y no podía entender – sin el principio y todavía sin el final, tan inmediato a su desarrollo imprevisible – la trascendencia de las cosas que pasaban frente a mis ojos. Ni siquiera me consideré espectador, sino alguien que casualmente pasaba por ahí, y se detenía unos momentos para ver ese espectáculo antes de volver a su vida. Tomé esas escenas como conversaciones triviales que se mantienen en el ascensor, ignorando que de esos suaves movimientos pendía mi vida. Me pareció que eran cosas comunes, y me fijé en ellas solamente de modo superficial. Era como una camisa en el armario que uno deja de elegir, una calle por la que ya no se pasa.
VI
Pienso que tal vez si yo saltaba a tiempo, y rompía con el salto el molde de mi vida hacia ese goce, entonces tampoco hubiese sabido dónde estaba, qué estaba sucediendo, qué nombre tenía. La cercanía enmudece el resplandor de las cosas, las priva de su destello. La distancia, en cambio, hace soñar. No sé qué hubiese ocurrido. Esto no es más que un pensamiento. En estos lentos días de mi vejez, tengo mucho tiempo enfrente. Y tengo que llenarlo, porque sino me dolería. Y lo lleno con pensamientos. No puedo saber qué hubiese ocurrido, pero si yo hubiese arrojado a un lado mi vida para comenzar otra junto a esta muchacha, ahora no tendría el dulce y triste consuelo de soñarla.
VII
Además, ¿a dónde hubiese saltado? A esta muchacha nunca la creí posible. Era como rozar otro mundo, era con el movimiento de quien se asoma a las vidrieras de los restoranes carísimos o las fiestas de la elite solamente por curiosidad, sabiendo de antemano que permanecerán siempre inaccesibles, que yo me acercaba a ella. Ni siquiera llegué a sus labios. Si alguna vez sospeché alguna correspondencia en ella, me apresuraba a acusar a mi debilidad, a mi deseo de trastocar la realidad para poder ver lo que necesitaba. Viví esa época – brevísima – como un encantamiento, siempre a un costado de mi vida.
VIII
Hoy, en la otra orilla de mi vida, entiendo muchas de las cosas que me dijo. No es que fueran complejas, o incomprensibles. Simplemente que en su inmediatez, supuse que eran llanas, simples. Y era verdad que no ocultaban nada. Lo que yo no sabía era que, insertadas en el contexto – del que yo no supe abstraerme -, significaban mucho más. Pedían algo de mí. Algo que yo quería dar pero temía que fuese ridículo proponer. Su llanto era más que un llanto, las palabras que daba eran símbolos de una verdad que yo no supe descifrar. Son tantas las cosas que desde entonces he poseído; son tantas las que perdí. El pasado es como un gran basural donde todo cae. Nadie puede vivir allí mucho tiempo sin asfixiarse en sus pantanos. La muerte es la única novedad que me resta. Hoy es esa muchacha (ni siquiera sé si vive), mañana serán otros recuerdos. Mientras enhebro estas cosas perdidas – y compongo el catálogo de la perversión -, cobran, cada una de ellas, una gravedad intolerable, embriagadora.
IX
Claro que mis hijos dice que no debería estar aquí, que las habitaciones, cerradas y vacías, gimen cuando atravieso los pasillos. Que debería vender la casa y mudarme a un departamento pequeño, cómodo, sin pasillos tan largos y recónditos como la memoria; organizar la vida que me queda en algunos cajones. O viajar, y no pasarme los días batallando el polvo que el tiempo extiende sobre las cosas. Pero, ¿adonde puedo viajar yo? Mi país de la infancia no existe, sino mediante fábulas o fotografías antiquísimas que ya son parecidas a las fábulas. ¿Dónde habría de llegar? Todos a los que una vez conocí, se han ido. Con ellos podía hablar, por lo menos, y regresar, siquiera un rato, a la fragancia de lo que una vez fue. No es que las cosas volvieran realmente, pero, cuando contábamos las cenizas de lo que pasó, era parecido. Mis hijos no entienden que solamente quiero reposar aquí, y morir en calma, junto a mis fantasmas: esa constelación de todos mis ayeres, y sus recovecos.
X
Una vez, ya después de haberla perdido, traté de acercarme a ella. Haber pasado por un lugar, una canción, un libro y algunas coordenadas en mi relación sentimental se combinaron para forjar su imagen en mi memoria. En un acto de bravura, la llamé por teléfono y hablamos largo rato. Imprevisiblemente, le dije que necesitaba verla. Lo dije con palabras que yo no había calculado, y que no tenían nada que ver con nuestra conversación. Ella estaba en ese entonces con otro hombre, y me dijo que no, que no podía, que mejor no. Acepté su decisión y no insistí. Su negativa me pareció una suerte de medalla: si no podía verme era porque yo algo significaba – o había significado – para ella. Esa fue una de las cosas más importantes que me ocurrieron. En la vida suceden muy pocas cosas. Muchas menos que en los periódicos. Esa tenue, etérea caricia que me dio su ausencia me bastó para complacerme, y ya no la busqué.
XI
¿Pero cómo puedo saber que esa era la mujer que me hubiese salvado la vida? Es cierto que la cercanía de la muerte ilumina mi vida con una lucidez precisa, y que me es más sencillo ubicar las piezas sueltas que integran mi vida dentro de una trama que tenga sentido. Pero es una luz engañosa, que también predispone para el delirio y el misticismo. Creo que el recurso de las verdades que enuncio no es otro que el de la fábula. ¿Cómo sé que era esa la muchacha exacta? Bueno, no lo sé: miento. Con tal de que la historia cierre, miento. Es un cuento, después de todo. No tiene nada que ver con la realidad (aunque tiene sentido, y eso debería ser más importante que la realidad). Esa joven muchacha de antaño es una imagen falseable, un recipiente vacío que mi lenguaje usa para derramar innumeras nostalgias. Es un símbolo de mis derrotas, de mis cosas perdidas. Es un nombre práctico que me sirve para decir mis melancolías, y al mismo tiempo para distraerme de ellas. Hace que la trama de mi vida tenga – como un tapiz antiguo – un motivo. Es decir: me da la razón por la cual mi vida no tiene sentido.
XII
Algo había quedado pendiente entre los dos – no sé qué: algo; algo que era el sentido o que era por dónde el sentido se escapaba o se viciaba, algo importante, fundamental -, y ese asunto inconcluso iba a contaminar toda mi vida. Si lo comprendo, es a través de esta metáfora: Era como una piedra en medio del río de mi pasado: abrió un tajo en todas mis corrientes, tocó y perturbó todas mis aguas. Su presencia no era letal (diría, más bien, que era decorativa, anecdótica), pero todo el cauce la sintió. El paso de los años fue cambiando su forma, en una lenta y agria erosión – que según el día devolvía una forma siniestra, o una forma paródica -. Pero nunca llegó a disolverla. Con el correr del tiempo y del río, las partículas que se gastaban de la piedra llegaron a esparcirse por toda la vertiente, y un ligero trozo de la piedra había en cada mínimo espacio del río. Las aguas se habían enturbiado, y la corriente no tardó en estancarse. En pudrirse. Como una úlcera.
Si yo buscaba mi reflejo en el agua, encontraba la conciencia que me condenaba, si yo lavaba cualquiera de mis cosas en sus orillas, las viciaba.
XIII
Paso el tiempo de mi vejez escribiendo. Antes, vivía. Ahora no tengo remedio salvo hacer de mí un escritor de ficciones. Trabajo para el olvido. Quiero perder cada uno de mis ayeres, salvo algún detalle oportuno que principie un relato, o que sirva de material para labrar algunos rasgos circunstanciales.
XIV
He sido feliz. Tuve horas aciagas y desplobladas, y las tuve amenas y cálidas. Disfruté de la compañía de algunas personas, y también estuve malacompañado. Me sentí dichoso de poder explayarme en la soledad – de la que conozco también su helada dentadura -. A veces me pareció que mi vida tenía la muerte de los días pasados en el hospital, o en la cárcel. Otras veces, me dejé llenar por la plácida luz de los días, que me hermanó con el mundo. El sabor del tabaco, algunos discos de jazz y la literatura me aliviaron cuando el peso de los años fue oscuro. Las penurias económicas me fueron ajenas; pude abastecer a mi hijos (dos varones, una mujer) y permitirles una vida plena. Me quedé con la mujer que se quedó conmigo, y pasamos muchas tardes cerca, dentro del mismo silencio. La amé apaciblemente, y odié haberla traicionado. Mi cansancio terminó por parecerse a la felicidad. La quietud de mi vida anclada se me confundía con la plácida calma. Morí como se muere, antes que mi cuerpo.
XV
Como cualquier otro, perdí algunas cosas. Como ésta muchacha, por ejemplo. Fue mi manera de vivir. Todas las cosas eran imposibles de asir. Cualquier elección requiere negar infinitas elecciones, infinitos mundos. Uno de ellos fue mi vida con esta muchacha: aproveché todos los obstáculos que me dividían de ella para perderla. Rehusé esa aventura a cambio de mi vida. Lo que es decir: rehusé esa aventura a cambio de soñarla.
XVI
Puedo, en el formato de sentencias verbales, combinar muchas sílabas para justificarme. Por ejemplo, puedo decir: la verdadera belleza es intolerable; si no nos ciega bruscamente, sólo nos será posible mancillarla, o perderla.
Pero no me hago ilusiones. Sé que son frases, y nada más.
XVII
Las cosas me pasaron rápido, y no supe tener conciencia de que estaba viviendo mientras vivía. Cuando elegí, no supe lo que la elección implicaba. Sin embargo, no me arrepiento de no haber detenido a esa muchacha. Lo que sí me pesa es la traición que no haberla detenido significó hacia mi esposa. Pensar hoy en esa muchacha, pensarla todavía, falsearla de mil modos con mi imaginación ha sido la peor de las infidelidades, la más deleznable de las infamias. Desde luego, nunca le dije nada. Por no herirla, me condené a cargar esa cruz solitariamente. Si ella hubiese sabido de mi dolencia y mi soñar, me hubiese arrojado a los brazos de la otra (es decir, la hubiese matado). Si ella hubiese sabido, hubiese cambiado todo por ser – para mí, o para cualquier otro hombre – esa muchacha furtiva, ese fantasma infinito.
XVIII
Otro pensamiento para llenar las horas, por ejemplo, es este. Las partes más trascendentes en la trama de una vida son silenciosas. Si la vida es un relato, es un relato para otro. Es el contexto (el mundo, la época, los otros) el que genera una idea interpretante, el que labra un código para leer (o traducir) el texto de una vida. Este texto se transforma con el tiempo, va cambiando de significados y su legibilidad no depende de sí. Si es susceptible de mil lecturas, es porque la sumatoria objetiva de los hechos que componen una vida equivale a cero. La vejez – puedo afirmarlo – no es natural. Mediante el vano artificio de la longevidad, un hombre ingresa en territorios que no le pertenecen: incapaz de vivir, y sin muerte que lo libere, puede darse a la perversión de interpretar su propia vida, a intentar comprenderla. No comprenderá nada – porque no tiene los elementos suficientes, y su miopía humana no le permite vislumbrar más que una parcialidad ínfima – pero sí hará muchos relatos, con los que esperará la muerte. Entregarse a estos ejercicios, por supuesto, implica no vivir. Si yo viviese, no tendía tiempo para estudiar mi vida, ni tendría la distancia necesaria como para cuadrarla bajo la ilusión de un sentido.
XIX
Cuando yo vivía, las cosas ocurrían. Ahora urdo, en la hondísima tarde, los hilos entre los sucesos para intentar descubrir la historia que los reúne. Como no la encuentro, fabrico muchas. Si hago esto es porque necesito que algo tenga sentido. Y el único sentido que encuentro es que no hay sentido porque lo perdí con esa muchacha. En aquella muchacha, en haber callado mi deseo, se fue la oportunidad de darle sentido a los dispersos momentos que fue mi vida.
XX
Cuando empecé – yo tendría unos treinta años – a reunir palabras en ficciones, ensayé una obra de teatro, de escaso éxito en su momento (en aquellos días el éxito no podía ser sino financiero) pero nada desafortunada para el juicio de la crítica. Se llamaba Ruidosas Cenizas; referiré su argumento:
Un anciano que vive aislado en una torre de marfil atestada de libros y manuscritos hace mover, en un escenario repentino, a su pasado, que tiene la forma de una mujer que, cuando era joven, se le perdió. El anciano mueve la marioneta de la mujer, la adiestra y le da un libreto para que represente con exactitud el museo de su memoria. Pero esa mujer se le corre, se le mueve del lugar, lo traiciona. El no busca conversar con este fantasma – hecho de literaturas y muy poco dócil -, ni decirle las cosas que no supo decir a tiempo. Hay un tercer personaje, que es el anciano, pero joven (podemos pensar que se trata de la parodia del anciano, pero es exactamente al revés). El anciano no quiere participar, si no ver la escena en la que esos dos fantasmas que el dispuso incesantemente se desencuentran. Lo que el viejo quiere es comprender: remover y escarbar la ceniza de sus ayeres hasta poder comprender su significado. Muy tarde comprendí que ese anciano era yo (que ese anciano iba a ser yo). Nunca lo sospeché cuando escribí la obra, ni durante sus representaciones: creí haber logrado una ficción genuina. Hoy, sé que tal cosa no existe: todo lo que persiste – lo que no es fugaz, lo que se sale de su espacio – traiciona. Y el escenario – y el texto, que es también un escenario – es un lugar de venganza. Lo único que yo había hecho era una metáfora de la tiniebla de mi ciénaga. La obra terminaba con la mujer que se había escurrido otra vez, y el anciano y el otro hombre conversando, en la ausencia que ella dejaba, sobre ella. Esa escena – el diálogo entre el anciano y su fantasma – me pareció el ápice de la soledad. Esta tarde, se me ocurre que escribir este texto no es demasiado diferente.
- epílogo-
Creo que es una gran historia de amor. Es una lástima que solamente uno de los dos pudo vivirla. Pero está bien que así sea: el amor es la cosa más solitaria del mundo.
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5 comentarios:
Morí como se muere, antes que mi cuerpo...
y cuando vivías las cosas ocurrían.
Me has emocionado con este relato que me confunde, real o no...
casi no tengo palabras...porque las tuyas me han dejado muda.
un beso fuerte.
la web tiene una puesta en escena que entre otras cosas es velocísima. todo flota en un aura volátil y frívolo. cuando subí un texto tan extenso (para la atención de cibernauta promedio) no supuse que llegase a ser leído. que te hayas tomado el tiempo como para entrar en él es un halago sublime. no puede más que dejarme exánime.
un abrazo.
Debret Viana, en silencio muchos habrán leído este texto, sobrecogidos por el desamparo y la desnudez de las palabras.
Cómo me gustaría tener en papel, algo tuyo, publicado.
Abraxo.
he publicado, hasta ahora, apenas en revistas literarias. recién este año habré de publicar 1 o 2 libros. supongo que ya es hora.
"Si hago esto es porque necesito que algo tenga sentido"
Es increíble, como después de cada lectura tuya queda esa sensación calida, sensual, melancólica...Una especie de sed de tus palabras. Me abstengo, y de a poco la voy saciando. Como si después de leerte se necesitase de un momento relajado, de disfrute: un sahumerio, música casi imperceptible y recorrer lentamente, sin fijar palabras, lo que ha quedado de esos párrafos en uno.
Es un placer leerte!
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