24 de diciembre
No comprendo todavía las reuniones familiares que se reiteran por estas épocas. Supongo que tiene que ver con mi incapacidad de resignarme a la muerte. Toda festividad me cansa de sólo sospecharla, de recrear en mi pensamiento las imagenes de su previsible realización. Me resulta fácil ver los hilos en los gestos de los participantes de la fiesta, la manera en que son conducidos, distanciados y divididos de sí mismos, de su esencia. Los diálogos en los que a veces me veo forzado a participar son siempre de un tema insulso, y se mantienen en la superficie de las cosas, a un nivel muy básico: bajo esa estructura soy incapaz de decir una verdad. No una verdad categórica, sino algo que efectivamente sea mío. Patino por las palabras de los otros, y mis respuestas son una repetición, una manera de evadir el intercambio ficticio, que me priva del contacto con los otros y solamente me da las expresiones más llanas de un pequeñísimo repertorio de máscaras estandarizadas.
La última vez se habló sobre tatuajes. Horas. Me fui y volví varias veces (a veces con mi cuerpo, a otros distritos de la sala; a veces sin mi cuerpo, bastante más lejos), y seguía la conversación. No los conversantes, que dormían, pero las palabras se seguían diciendo. ¿Cuánto más podía decirse? Probablemente todo, porque son conversaciones que no llegan a ninguna parte: tengo la impresión de que todos hablan solamente para no tener que hablar y al mismo tiempo estar vinculados con lo que acontece. Hablan para que otro hable (les hable, o tenga que hablar, y llenar el vacío que, como ya sabemos, nace en cualquier rincón que descuidamos - en la más desprevenida parte donde no llegó el barullo - y devora). Es como si pasaran una pelota ardiente. Dicen nada, una banalidad, algo completamente obvio. Y lo hacen para cumplir su turno y sacarselo de encima. ¿Concluyeron algo en el diálogo sobre tatuajes? Por supuesto que no. Simplemente en un punto se agotaron las frases hechas, y de alguna pequeña cosa que casualmente rondaba por ahí alguien sacó otro tema.
Hubiese preferido mi casa, el santuario de mi soledad, alguna película o satchmo o spinetta llenando la habitación. Claro que después hubiese tenido que dar explicaciones, porque por algún motivo se comprende que tal comportamiento es el de un depresivo o ermitaño. Siempre ante estas fechas, acabo cediendo mi calma para los otros. Ingreso en esos diálogos que son como los que se mantiene con alguien que se encuentra en el ascensor, pero terriblemente más extensos y sin la tranquilidad de saber que no será necesario generar una excusa para darlos por concluidos.
No me gusta iniciar una conversación - saberme el responsable de esa pirueta -. No me gusta aun cuando siento que tengo algo para decir. Si los iniciara, después de decir las primeras frases, estaría buscando la manera de huir de la situación, hilvanando excusas que me permitan sustrarme, o ansiando desesperadamente que alguien me llame - ¡que alguien me interrumpa! - para que mi fuga no sea brusca, descortés. El problema de hablar es que siempre hay alguien que asume la obligación de responder. Y a mí no me interesan las respuestas. El esfuerzo que tengo que hacer para que mi rostro no se desmorone mientras alguien me responde es tan grande que me cuesta suponer que mi interlocutor no percibe mi hastío.
Evidemente, la sala de la fiesta es un teatro. Es trabajoso vivir en un teatro: hay que tener algo que hacer, porque la quietud, en el escenario, es doble. Supongo que por eso bebo mucho y como mucho, y finjo venir de alguna parte cuando doy dos pasos en el salón, como si estuviese concluyendo una tarea importante. Si es que se da la posibilidad de realmente hablar con alguien, me aburro de inmediato. El otro no tiene la culpa de esto. El problema es que entro en una paradoja. La única motivación que tiene el diálogo es lo que yo pueda decir. Pero mis palabras ya las conozco. Las reconozco, y me cansan. Ya sé de qué trabajo, el barrio donde vivo, el lugar de veraneo, lo que pienso sobre política o cine, la forma en que conocí al anfitrión, mis autores predilectos, etc. Sé todo eso y repetirlo me agobia. Claro que podría adentrarme en un terreno más complejo, y aventurarme a usar todo mi lenguaje en la exposición de ideas nuevas, asumiendo un riesgo a la hora de hablar, enhebrando matices intensos. Pero eso, en una fiesta, me volvería incomprensible. Tendría que soportar la cara de desconcierto del que me oye, que respondería una evasiva cualquiera y se marcharía, o continuaríamos hablando, pero de dos cosas distintas. Las fiestas me gustan poco. Tal vez porque enfatizan los abismos y las m máscaras. Sin contar que la comida suele ser complicada y poco práctica.
Mi única arma es el humor. Hago frases que provoquen risa para poder salir del diálogo, para negarlo y volverlo obsoleto. Con la risa, impido que me involucren en esos diálogos mecánicos. Claro que estoy forzado a usar recursos humorísticos llanos y simplísimos. Aun así, no siempre me comprenden. Y esa falta puede ser terrible, porque pueden pedirme explicaciones y me arrastrarían allí de donde intento escaparme. Por fortuna, basta que se ría uno para que los demás lo sigan. Y no porque comprendan la broma, sino porque reconocen el tono de una broma y saben que a su final hay que reirse. Y se ríen. En ese mecanismo reposa mi supervivencia. Es eso, o seguirles la corriente. Pero con esa estrategia uno nunca sabe dónde se mete. No requiere de mucho esfuerzo: bastan un par de interjecciones oportunas. El problema es que, en fiestas, nunca falta alguno con compulsión a la confesión. Una vez que comienzan, es muy difícil detenerlos. La escena puede durar horas.
Si no hiciera de mí mismo una comedia tendría que lidiar de lleno con los otros. Es como si yo me hubiese perdido - nadie me avisó: juro que nadie me avisó - los ensayos que permitían que esta representación se concretara satisfactoriamente y ahora sólo me resta deslizarme por entre los personajes, intentando mover la menor cantidad posible de cosas, y no romper nada. Pero, inevitablemente soy un personaje más, y por la manera en que me buscan, presiento que formo parte de la trama - tal vez intervengo en un episodio central, definitivo -, que hay algo que tengo que decir o hacer, algo preciso que esperan de mí, pero que yo ignoro por completo. Lo que hago es comportarme como si tuviese un rol, y lo estuviese cumpliendo. Anulo sus diálogos con pasos de comedia, giro por la sala como si tuviese donde ir o regresara de algún lado, mientras confío en que el desconcierto que los agobia por las rendijas de sus máscaras no lo comunicarán y seguirán fingiendo que saben lo que hacen, y espero que las horas los vayan cansando, que se vayan yendo a sus casas para continuar otras farsas.
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El desencuentro en los diálogos que ocurren en medio de una fiesta tiene una amargura mortecina. Hace que las palabras se vuelvan ruido para mí; un bullicio donde todo se iguala. Y yo quedo excluido: no puedo entrar en ese lenguaje (porque no lo comprendo) pero también lo hago circular, usando un rostro parecido al de los otros. Es una danza siniestra. Como si lo único que quedara por hacer fuera disimular que nos aburrimos, que no sabemos romper la máscara; en definitiva, que estamos muertos.
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el dibujo es El teatro de la crueldad,
hecho por Artaud
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