¿el deseo de modificar determinado episodio del pasado, por más mínimo que fuese, no es el signo pálido de una voluntad explícita - y a la vez tímida -de ser otro?
31.12.05
30.12.05
Recibo una de las respuestas más insólitas. Un amigo de hace muchos años, de la infancia, de cuando las cosas eran simples, me cuenta lo mal que se lleva con su pareja, los problemas que le da, las preocupaciones que le significa. Me dice que no tiene paz, que está harto. Yo le creo, porque veo lo exhausto que queda después de hacerme un sintético relato de su congoja. Le pregunto: ¿y qué hacés ahí? ¿por qué no te vas? Bueno - me dice - estoy en eso. Estoy aprendiendo a dejarla. Sólo junto a ella puedo aprender la manera de no estar con ella, de no necesitarla.
Al principio creí: esto es la locura. Atarse a la pena que uno tenga para llegar a saber perderla es de un masoquismo inútil. Como siempre, lo que hacía eran frases estériles y apresuradas. Frases irreflexibas y coloridas (si me detuviera a pensarlas hondamante, no las diría; pero tampoco sería un escritor). Después me quedé pensando si TODO no será así. Las cercanías entre las personas son cosas muy extrañas, repletas de abismo y soledad.
29.12.05
28.12.05
only I (in the decay of the outsides)
(...)
Los otros disfrutan de la abundancia:
sólo yo parezco necesitarlo todo.
Mi espíritu parece un loco desatino,
¡un mundo propio de ignorancia y confusión!
Los triviales resplandecen como oros:
sólo yo encarno en gris.
Los vulgares disciernen como sabios:
sólo yo perduro en la torpeza;
displiciente, como quien se oculta;
sin gobierno al que asirse a la vida.
Todo el mundo parece tener metas;
sólo yo padezco de deslucido y tosco;
sólo yo soy otro que los demás.
(...)
Los otros disfrutan de la abundancia:
sólo yo parezco necesitarlo todo.
Mi espíritu parece un loco desatino,
¡un mundo propio de ignorancia y confusión!
Los triviales resplandecen como oros:
sólo yo encarno en gris.
Los vulgares disciernen como sabios:
sólo yo perduro en la torpeza;
displiciente, como quien se oculta;
sin gobierno al que asirse a la vida.
Todo el mundo parece tener metas;
sólo yo padezco de deslucido y tosco;
sólo yo soy otro que los demás.
(...)
Tao-Te-King
25.12.05
el teatro de la crueldad
24 de diciembre
No comprendo todavía las reuniones familiares que se reiteran por estas épocas. Supongo que tiene que ver con mi incapacidad de resignarme a la muerte. Toda festividad me cansa de sólo sospecharla, de recrear en mi pensamiento las imagenes de su previsible realización. Me resulta fácil ver los hilos en los gestos de los participantes de la fiesta, la manera en que son conducidos, distanciados y divididos de sí mismos, de su esencia. Los diálogos en los que a veces me veo forzado a participar son siempre de un tema insulso, y se mantienen en la superficie de las cosas, a un nivel muy básico: bajo esa estructura soy incapaz de decir una verdad. No una verdad categórica, sino algo que efectivamente sea mío. Patino por las palabras de los otros, y mis respuestas son una repetición, una manera de evadir el intercambio ficticio, que me priva del contacto con los otros y solamente me da las expresiones más llanas de un pequeñísimo repertorio de máscaras estandarizadas.
La última vez se habló sobre tatuajes. Horas. Me fui y volví varias veces (a veces con mi cuerpo, a otros distritos de la sala; a veces sin mi cuerpo, bastante más lejos), y seguía la conversación. No los conversantes, que dormían, pero las palabras se seguían diciendo. ¿Cuánto más podía decirse? Probablemente todo, porque son conversaciones que no llegan a ninguna parte: tengo la impresión de que todos hablan solamente para no tener que hablar y al mismo tiempo estar vinculados con lo que acontece. Hablan para que otro hable (les hable, o tenga que hablar, y llenar el vacío que, como ya sabemos, nace en cualquier rincón que descuidamos - en la más desprevenida parte donde no llegó el barullo - y devora). Es como si pasaran una pelota ardiente. Dicen nada, una banalidad, algo completamente obvio. Y lo hacen para cumplir su turno y sacarselo de encima. ¿Concluyeron algo en el diálogo sobre tatuajes? Por supuesto que no. Simplemente en un punto se agotaron las frases hechas, y de alguna pequeña cosa que casualmente rondaba por ahí alguien sacó otro tema.
Hubiese preferido mi casa, el santuario de mi soledad, alguna película o satchmo o spinetta llenando la habitación. Claro que después hubiese tenido que dar explicaciones, porque por algún motivo se comprende que tal comportamiento es el de un depresivo o ermitaño. Siempre ante estas fechas, acabo cediendo mi calma para los otros. Ingreso en esos diálogos que son como los que se mantiene con alguien que se encuentra en el ascensor, pero terriblemente más extensos y sin la tranquilidad de saber que no será necesario generar una excusa para darlos por concluidos.
No me gusta iniciar una conversación - saberme el responsable de esa pirueta -. No me gusta aun cuando siento que tengo algo para decir. Si los iniciara, después de decir las primeras frases, estaría buscando la manera de huir de la situación, hilvanando excusas que me permitan sustrarme, o ansiando desesperadamente que alguien me llame - ¡que alguien me interrumpa! - para que mi fuga no sea brusca, descortés. El problema de hablar es que siempre hay alguien que asume la obligación de responder. Y a mí no me interesan las respuestas. El esfuerzo que tengo que hacer para que mi rostro no se desmorone mientras alguien me responde es tan grande que me cuesta suponer que mi interlocutor no percibe mi hastío.
Evidemente, la sala de la fiesta es un teatro. Es trabajoso vivir en un teatro: hay que tener algo que hacer, porque la quietud, en el escenario, es doble. Supongo que por eso bebo mucho y como mucho, y finjo venir de alguna parte cuando doy dos pasos en el salón, como si estuviese concluyendo una tarea importante. Si es que se da la posibilidad de realmente hablar con alguien, me aburro de inmediato. El otro no tiene la culpa de esto. El problema es que entro en una paradoja. La única motivación que tiene el diálogo es lo que yo pueda decir. Pero mis palabras ya las conozco. Las reconozco, y me cansan. Ya sé de qué trabajo, el barrio donde vivo, el lugar de veraneo, lo que pienso sobre política o cine, la forma en que conocí al anfitrión, mis autores predilectos, etc. Sé todo eso y repetirlo me agobia. Claro que podría adentrarme en un terreno más complejo, y aventurarme a usar todo mi lenguaje en la exposición de ideas nuevas, asumiendo un riesgo a la hora de hablar, enhebrando matices intensos. Pero eso, en una fiesta, me volvería incomprensible. Tendría que soportar la cara de desconcierto del que me oye, que respondería una evasiva cualquiera y se marcharía, o continuaríamos hablando, pero de dos cosas distintas. Las fiestas me gustan poco. Tal vez porque enfatizan los abismos y las m máscaras. Sin contar que la comida suele ser complicada y poco práctica.
Mi única arma es el humor. Hago frases que provoquen risa para poder salir del diálogo, para negarlo y volverlo obsoleto. Con la risa, impido que me involucren en esos diálogos mecánicos. Claro que estoy forzado a usar recursos humorísticos llanos y simplísimos. Aun así, no siempre me comprenden. Y esa falta puede ser terrible, porque pueden pedirme explicaciones y me arrastrarían allí de donde intento escaparme. Por fortuna, basta que se ría uno para que los demás lo sigan. Y no porque comprendan la broma, sino porque reconocen el tono de una broma y saben que a su final hay que reirse. Y se ríen. En ese mecanismo reposa mi supervivencia. Es eso, o seguirles la corriente. Pero con esa estrategia uno nunca sabe dónde se mete. No requiere de mucho esfuerzo: bastan un par de interjecciones oportunas. El problema es que, en fiestas, nunca falta alguno con compulsión a la confesión. Una vez que comienzan, es muy difícil detenerlos. La escena puede durar horas.
Si no hiciera de mí mismo una comedia tendría que lidiar de lleno con los otros. Es como si yo me hubiese perdido - nadie me avisó: juro que nadie me avisó - los ensayos que permitían que esta representación se concretara satisfactoriamente y ahora sólo me resta deslizarme por entre los personajes, intentando mover la menor cantidad posible de cosas, y no romper nada. Pero, inevitablemente soy un personaje más, y por la manera en que me buscan, presiento que formo parte de la trama - tal vez intervengo en un episodio central, definitivo -, que hay algo que tengo que decir o hacer, algo preciso que esperan de mí, pero que yo ignoro por completo. Lo que hago es comportarme como si tuviese un rol, y lo estuviese cumpliendo. Anulo sus diálogos con pasos de comedia, giro por la sala como si tuviese donde ir o regresara de algún lado, mientras confío en que el desconcierto que los agobia por las rendijas de sus máscaras no lo comunicarán y seguirán fingiendo que saben lo que hacen, y espero que las horas los vayan cansando, que se vayan yendo a sus casas para continuar otras farsas.
*
El desencuentro en los diálogos que ocurren en medio de una fiesta tiene una amargura mortecina. Hace que las palabras se vuelvan ruido para mí; un bullicio donde todo se iguala. Y yo quedo excluido: no puedo entrar en ese lenguaje (porque no lo comprendo) pero también lo hago circular, usando un rostro parecido al de los otros. Es una danza siniestra. Como si lo único que quedara por hacer fuera disimular que nos aburrimos, que no sabemos romper la máscara; en definitiva, que estamos muertos.
___________
el dibujo es El teatro de la crueldad,
hecho por Artaud
20.12.05
futilité
I
No sé.
Tengo que darte algunas palabras.
No sé si somos algo más que palabras. Así que sería como dar todo.
Mediamos nuestras figuras difusas con esa extraña moneda. Y lo que nos pasa no puede tener mucho que ver con la vigilia. Acaso nuestro territorio sea entre lo onírico y el puro delirio. ¿de qué otra materia podemos pretender el futuro?
III
Propongo: habría que establecer vínculos con todo aquello que destierre la realidad de nuestras pestañas. La idea del amor no es más que la plegaria por vivir un sueño: el enamorado nunca quiere despertar: con sombras e ilusiones endurece las paredes de su frágil burbuja. Pacientemente, trabaja en contra de amanecer. No sabe que es un labrador de bruma.
IV
Toda guardia es siempre vana. La daga siempre llega por el OTRO lado. El enamorado quiere la inmortalidad de lo que nunca tuvo. Por eso siempre muere asesinado en las manos de su amante (porque el amor salva, pero no salva de lo que se ama) o de la disminución de la fe (ya sabemos: un amante no tiene más que a su fe – es pura religión -: usa todo lo que pasa para fortificar la imagen de su amor hasta que todo lo que pasa la demuele).
V
Nosotros tenemos palabras. Aguas de sombra. Nuestros cuerpos hechos de palabras, tendidos laxamente en el espacio de una noche irreal, con sus botones tendidos en el teclado. Como escritores, niña, tenemos que ser falsos: la palabra es siempre una mentira, un intercesor. La sumatoria de imposturas revela el deseo latente. El deseo es la marca de una carencia: es decir, la brújula de las almas nobles. Esto es una manera de encontrarnos.
VII
Mentimos nuestras soledades: eso es una manera de encontrarnos.
X
Poco comprendo lo que acontece. Lo que pasa es las cosas siempre pasan sobre uno, aplastándolo. Por lo menos este tipo de brutas gemas, que entran para descomponer la estable monotonía de los días. Las horas caen como antes, una lluvia opaca que duerme todo pulso. Son pocas las cosas que nacen. Al menos cuando uno se empecina en ver muerte por todas partes. Entonces pasa esto de pensarte. Es una excusa para salirme de mí.
XII
Entre la madrugada. La tarea de adivinar tu voz entre la caligrafía fría de unas cartas que no respondí a tiempo. La ilusión de sentirte respirar cerca. Las ganas de romper todo lo que media, todo lo que interviene. Perder las máscaras. Hundirme en tus ojos lejanos. No sé. No tengo otra cosa que palabras para darte. Sería como darte todo. Pero aun así, quisiera que callemos juntos.
XV
El otro es una ilusión que nos pone en contacto con nuestra soledad. Espejo que retrata una pérdida. Así nos herimos contra el cristal (...).
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durante unas semanas se cruza - por los senderos virtuales - con una dócil muchachita, que al principio desdeña y que, recién cuando pierde definitivamente, extraña. ella le pide que le escriba, y él - que detesta prostituir su pluma - le escribe. nunca se habían visto, salvo mediados por fotografías. sabían del sabor de la voz del otro, y de esas cosas que la tecnología puede acercar, fantasmatizando. después de un tiempo, él se da cuenta de que esa muchachita sería apenas otro episodio trivial de su vida. dejan de hablarse, y después del olvido no queda rastro del leve contacto que los juntó alguna noche. queda, solitaria y frágil, esta carta mutilada como testimonio de otro vínculo ficticio. las maneras de enredarse
(...)
Retrato de Hélène morenamente seda, canto rodado que en la palma de la mano finge entibiarse y la va helando hasta quemarla, anillo de Moebius donde las palabras y los actos circulan solapados y de pronto son cruz o raya, ahora o nunca, Hélène Arp, Hélène Brancusi, tantas veces Helénè Hadju con el filo de la doble hacha y un gusto a sílex en el beso, Hélène arquero flechado, busto de Cómodo adolescente, Hélène dama del Elche, doncel del Elche, fría astuta indiferente crueldad cortés de infanta entre suplicantes y enanos, Hélène mariée mise à nu par ses célibataires, même, Hélène respiración de mármol, estrella de mar que asciende por el hombre dormido y sobre el corazón se hinca para siempre, lejana y fría, perfectísima. Hélène tigre que fuera gato que fuera ovillo de lana. (La sombra de Hélène es más densa que las otras y más fría; quien posa el pie en sus sargazos siente subir el veneno que lo hará vivir para siempre en el único delirio necesario.) El diluvio es antes y después de Hélène; todo teléfono espera, escorpión gigante, la orden de Hélène para romper el cable que lo ataba al tiempo, grabar con su aguijón de brasa el verdadero nombre del amor en la piel del que todavía esperaba tomar el té con Hélène, recibir la llamada de Hélène.
62/modelo para armar
12.12.05
galopaba
es cierto que estoy distante. un poco arisco a darme en frases. si las hago, termina siendo para otra cosa, lejos de aquí. supongo que se trata de la melancolía que hieden los días que rodean mi cumpleaños. es, ya lo sé, un trámite burdo, insignificante. aun así, es un signo. un signo de qué todavía no me queda claro. pero sin duda es un signo. y su significado - es decir, su perfecta falta de significado - como una mancha de humedad se va derramando por mis horas. yo trato de entender de qué se trata, porque cuando uno comprende algo, logra olvidarlo. pero no hay caso: lo que me llegan son rastros de una polisemia incallable. si creo que cerré la trama, pronto sobreviene un nuevo contexto que modifica, o agrega nuevos sentidos a un asunto que se ramifica, incansable. su cualidad dinámica hace que la tarea sea propiamente eterna. tal vez bastase darle el nombre de tristeza y pasar a otra cosa. pero no puedo. no sabría cómo hacerlo, porque cada tristeza tiene un matiz particular. no puedo dejarla ahí tirada y seguir como si nada pasase. sigo, porque no me queda otro remedio: las cosas siguen solas y mi cuerpo va reaccionando para mantener la apariencia de que efectivamente estoy vivo. y en lugar de vivir me dedico a otras cosas. como recoger versos. encuentro estos:
pasar
como las aves que cruzan los cielos
y los siglos.
como las aves que cruzan los cielos
y los siglos.
y de algún modo me parece que me sirve. son como un alivio, como calma el día que atardece en un rojo violento y a la vez suave, al que logra detener sus rutinas para ver los leves dientes de la fugacidad, desnudados en el centro del cielo. me digo que es un tiempo, que pasará. en algún momento podré entusiasmarme con una idea, escribir otro cuento. por ahora solo puedo estar muy dentro mío. calladísimo. no me contacto con ninguna de las vísceras del mundo. Sólo salgo de un sitio y llego a otro: eso es todo. el trayecto fue a través de las imágenes de mi nostalgia. mi vida es como quien busca las llaves para salir de su casa, porque al entrar las arrojó automáticamente en cualquier parte. toda mi vida sucede en ese plano de inconciencia.
también, leyendo los tres mosqueteros de Dumas, en el capítulo 26, encuentro esto:
Nada apresura tanto la marcha del tiempo ni abrevia las distancias como un pensamiento que absorba por completo nuestras facultades. La existencia exterior se asemeja, entonces, a un sueño, del cual el pensamiento es la fantasía. Debido a su influencia, el tiempo carece de medida y el espacio de distancia. Se sale de un sitio y se llega a otro: eso es todo. Del intervalo transcurrido sólo queda en nuestro recuerdo como una vaga niebla en la que se alinean miles de imágenes confusas de árboles, montañas y paisajes.
claro, hoy tendría que decir: de cemento, edificios y smog. pero la idea es la misma. el pensamiento es el néctar del viajero sedentario. es el jugo divino que deja al tiempo galopar sin que su terrible paso lo sienta el alma. el caso es que necesito beber de esas dispares brumas para no estar nunca en el lugar en que está mi cuerpo. acaso mi vida sean los episodios de la planificación incesante de fugas de mi vida. de los que ensayé, el arma más efectiva ha sido la literatura. después, el cine, las conversaciones con amigos, el cuerpo de una mujer distinta. claro que también la nostalgia sirve, pero creo que forma parte de la literatura, y nombrarla sería una redundancia. el caso es que me muevo por los momentos del día yéndome de cada uno de ellos. ni siquiera estando allí.
es que la realidad es el malconfort. vivir en el malconfort. en La Caída, Camus explica:
¡Ah, es verdad, usted no sabe lo que es ese calabozo subterráneo que en la edad media llamaban el malconfort! En general, se olvidaba en él a un prisionero para toda la vida. Esa celda se distinguía de las otras por sus ingeniosas dimensiones. No era suficientemente alta para poder permanecer de pie pero tampoco lo bastante amplia como para acostarse. Había que mantenerse en una posición incómoda, vivir en diagonal. El sieño era una caída. La vigilia, una postura en cuclillas. (...) Cada día, por el inmutable estreñimiento que anquilosaba el cuerpo, el condenado se daba cuenta de que era culpable, y de que la inocencia consiste en estirarse alegremente.
creo que así se siente mi alma - sea eso lo que fuere - en mi cuerpo, en las horas.
pero pasará. no desaparecerá de mí, ni regresará a la nada - hasta dónde sé, es una enorme y terrible voluta de nada prendida a mi voz -. encontraré cosas para callarla. la trama para un cuento, por ejemplo. de ningún modo desmantelaré la trampa que me encierra, ni sabré arrancar todas las sombras que las cosas muertas hundieron en mí. pero podré desaprender hasta saber otra vez cómo jugar alrededor de ella, como un niño tan volcado dentro de su rayuela que ignora el precipicio al que se dirige, y el desierto por el que juega.
::
el juego será completamente inútil - como todo lo es -. pero sabrá distrarme de las babas de los lobos que circundan la hoja virgen, que solo de vez en cuando, como ahora, empañarán mi mirada con la savia de la tristeza. y quedaré abrazando mis rodillas, viendo, paralizado, el brillo mortecino de los centenares de ojos que desde la oscuridad me comen, sin saber ya cómo se juega - justo como ahora -, pasando los meses.
____
cuando no hay trama, ni hay sustancia, ni cosa que decir, tengo que mover mi prosa hacia algún lado, para no petrificarme
4.12.05
No hay lo que no se ensombrezca
- semi final cut -
- semi final cut -
Lo que podría haber sido, lo que debería haber habido,
lo que la Ley o la Suerte no dieron...los arrojé a manos llenas al alma del hombre,
lo que la Ley o la Suerte no dieron...los arrojé a manos llenas al alma del hombre,
y a ella le perturbó tanto sentir la vida viva de lo que no existe.
La hora del diablo
Fernando Pessoa
La hora del diablo
Fernando Pessoa
La vida es la búsqueda de lo imposible a través de lo inútil
Tarde
Primera parte
Los recuerdos son rastros de lágrimas
I
Tengo los sacos, los pantalones para entretenerme. Cuando alguno deja algo en el bolsillo de una prenda, yo lo cambio de lugar. Eso si es que estoy desocupado - cosa que no sucede casi nunca -. También están las rendijas que tiene la puerta. Desde ahí domino todo lo que ocurre en la habitación. Aunque, si tengo que ser honesto, las mejores cosas suceden en otras partes de la casa, donde no puedo observar. Sin embargo, no es imposible que me lleve esta impresión justamente porque los lugares inaccesibles me llegan a través de sonidos, mediados y distantes. Mi aburrimiento debe contribuir a que yo retoque favorablemente - cuando las reconstruyo - las escenas que no alcanzo.
II
Quién va hasta el final de un placard. Quién lo hurga hasta el fondo, quién lo descubre enteramente: quién lo domina. Allí yo hago mi imperio. Un imperio mínimo, claro. Pero mío. Vivo dentro del placard de Bruno y Verónica.
III
Aunque hace mucho que a la muchacha no se la ve por aquí. Un día sacó sus cosas de mi acogedor hogar, las metió en una valija. En dos valijas, para ser preciso, porque tenían mucho tiempo cerca. Precavido, yo le había escondido algunas prendas, pero ella nunca regresó a buscarlas. Si supe algo de Verónica una vez fue por alguna que otra conversación telefónica. Claro que no pude comprender mucho, porque sólo tenía acceso a la voz de Bruno - que, convengamos, no es el más expresivo de los hombres -. Las cosas que ella decía tuve que imaginármelas (lo que era un problema, porque yo tengo demasiada imaginación). Así completando en los silencios de Bruno, me fui acercando a lo que ocurría entre ellos. Nunca concluí el rompecabezas, pero tenía como una fragancia a irreversible.
IV
Sí recuerdo que había muchos silencios. Y muy prolongados. Si tuviese que apostar, diría que ella tampoco hablaba. Creo que ambos callaban juntos. Como si estuviesen junto a un muerto.
V
Es suave esta penumbra. Es un aprendisaje hondísimo. Aprendo con el tiempo a explayarme en la oscuridad, a expanderme en ella. Si me estiro, tengo las mismas manos que ella, y sé llegar a cada borde que la tiniebla besa. Hundido aquí, lejos de la imagen de mi cuerpo, logré corporizar la oscuridad, hacerla mía, erigirla como mi cuerpo sensible. Así es cómo domino cada cosa que ingresa en éste rectángulo: siento los pliegues de todo el recinto a un tiempo en la palma de mi alma. Creo que es la misma razón por la cual no salgo del placard. Las cosas de afuera las veo, y no sé por dónde empezarlas. La luz las enloquece, y yo no tendría forma de entenderlas. Como un satélite tímido, daría vueltas alrededor de cada objeto extranjero. Perdería también la soberanía sobre mí mismo, y viviría como entre insectos feroces, siempre a un paso de caer fulminado.
VI
Es impreciso nombrarme a través de Bruno y Verónica. Habito en su placard, es cierto. Pero de ellos es imperativo detectar su caracter fugaz. Son episodios que elijo observar a través de las rendijas de mi platea secreta. Son mi espectáculo. Verónica ya ha exhibido su modalidad furtiva. Antes hubo una señora que llenó la casa de gatos, conversaba con ellos y no salía nunca. Hubo también una pareja de ancianos, muy mansos, que hablaban poco entre ellos y que murieron juntos, mientras dormían. Podría enumerar mil historias de todas las personas que vi pasar por esta habitación. Pero no sabría dónde comenzar. No comprendo todavía de qué manera van cuadrando en la trama general. Sucede que esto es como una película. Hasta que no termina, no se puede comprender verdaderamente. Es cierto que capto algunas directrices, pero todo lo que me llega parece hinchado de sinsentido. Ansío que el final resignifique éste absurdo, y acabe por hilvanar las cosas que no comprendo, o me resultan gratuitas.
VII
Aunque distinga el destello tenue de la levedad de las cosas, no tengo demasiado tiempo para preocuparme. Mi trabajo es arduo, y no me deja ningún reposo. No es sencilla la tarea de cuidar que el pasado no se cruce con las vidas de mis inquilinos. En los placards se guardan muchos detalles del pasado, infinidad de deseos frustrados, de ansias no acometidas. No es nada fácil impedir que esos vengativos animales se derramen por las hendiduras. Esta oscuridad está llena de cosas; el que está aquí no está nunca solo: así es la soledad.
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Segunda parte
Un baúl lleno de gente
VIII
Bruno, por ejemplo, arrojó en uno de mis cajones todas las cartas que Verónica le escribió - no es el primero que oculta un cadáver aquí -. Si yo no fuera el guardián de esas palabras, Bruno volvería a ellas hasta ahogarse, bebiendo la tinta de cada letra. Su esfuerzo le borraría los párpados. El placard debe funcionar como un pozo sin fondo para algunas cosas, pero eso no es algo que pueda saberse. Nadie quiere despojarse absolutamente de sus heridas. Son como souvenirs de lo que se ha sido, medallas. Hace falta sepultarlas allí donde se puede regresar. Ellos necesitan esa ilusión; yo custodio esa apariencia: yo demoro las reverberaciones del pasado, lo amordazo, lo retengo. A veces, si logra escaparse una migaja (por supuesto que no soy infalible) de tanto que tuve que golpearlo, llega a sus hacedores completamente maltrecho, deformado. Ahí es cuando ellos se detienen mirando extrañados esa pieza de su pasado, incapaces de reconocerlo. De reconocerse. Dicen cosas como: así que éste era yo. Y generalmente siguen viviendo sus vidas, maravillados por la cantidad de gente que han sido. Muchas cosas logro matarlas por completo: las como. Es preciso que con algo sacíe mi hambre. Es una pena que haya tantos arrepentidos, escarbándome el placard en busca de una remota pieza arrojada del ayer. Pero sé que lo hacen cuando la enfermedad ya los torció, y ya no pueden erguirse de su final.
IX
La realidad, a medida que avanza, va derrotando cosas. Son esas, justamente, las que se alistan en las sombras, organizando su brumoso ejército nostálgico, su réplica fatal. Uno va y deja los juguetes que no le sirven - los que ya no sabe cómo usar - en el rincón más oscuro de la casa. ¿No es ingenuo suponer que no pondrán todas sus horas a afilar sus dientecitos, preparando la venganza? Pueden haber sido amables, inatacables por la malicia. Pero después de sorber años la espesa tiniebla no hay lo que no se ensombrezca.
X
Aun siendo mi hambre inagotable - y febril el empeño que dedico a mi tarea - con suerte llegaré a devorar la sexta parte de lo que Bruno arroja a esta precaria hoguera. Si me esmero, puedo llegar a morder los bordes de las otras cosas, para que al menos, sobreviviendo, no queden intocadas y, llegado el caso, a Bruno le cueste recuperarlas y facilitar el terreno a su íntimo adversario. Nadie podría soportar el peso de lo que un hombre arroja de sí. Son despojos de los que cuesta desprenderse, pero hace falta apartar de la vida viva para más o menos poder acertar los pasos dentro de la vigilia.
XI
He visto cosas tristes: viejitas paralizadas por el monstruo, detenidas viendo pasar una y otra vez episodios del ayer, como removiendo las gastadas cenizas que el viento desunió para siempre. El teatro de espectros que se mueve dentro de un armario es insondable. Una historia se paraliza, se atasca, se va desmembrando en lo que pudo haber sido. Cómo rugen esas bocas... yo siento el viento gélido cómo un dolor de muelas en la piel del lado de adentro del alma. Es un horror puro. Al menos, me digo para consolarme, tienen la excusa de haber andado mucho. Tienen mucho para arder.
XII
Los lugares perdidos, las personas irrecuperables, los sueños no realizados, los deseos frustrados, las nostalgias de los cuerpos que una vez se vistieron con las mismas manos ajadas que hoy sostienen la intemperie: todo eso va hilando un monstruo. Son cosas que no se quedan quietas: se alimentan, se multiplican, se combinan. Nunca se resignan a callarse, y tienen un silencio siniestro, que va subiendose a las cosas como una mancha de humedad. Su materia es de una negra espesura narcótica, parecida a la muerte. Si yo no lo debilitara a mordiscos, crecería hasta volverse intolerable para su progenitor (que empezaría por no poder dormir, por no saber ya respirar en el silencio, y acabaría por pegarse un tiro, o deshacerse las uñas en las paredes). Un hombre frente a la imagen de todo lo que en él naufragó enloquecería sin remedio.
XIII
Sí; una suerte de Frankenstein. Los trozos muertos de la vida dan cuerpo a esta bestia y vehiculizan a otro tipo de muerte: algo que no está vivo, y camina hacia nosotros, ensombrecido. Hecho de las amantes perdidas y de lo que pudo ser de ellas, de los cuerpos que fuimos cuando esa ropa vieja nos sentaba, de los ánimos muertos que escribieron las cartas que atoran los cajones, de la ilusiones o malicias que provocaron las caligrafías de las cartas recibidas, aun cuando hoy hayan falseado todo lo que prometían. Es el ayer en todas sus directrices.
No hace falta que insista con ejemplos: todo eso no puede componer más que un monstruo fétido, deforme.
XIV
Lo peor es que se trata de un animal inevitable. Mi cometido - arduo y complejo- es demorarlo. Todo mi trabajo, por más constante y férreo que fuese, no puede pretender otra cosa que retrasar una maquinaria ineluctable. Ir pacientemente astillando el espejo horrible para que los enfrentamientos sean acaso un poco más suaves, y no todavía definitivos. Melancolías esporádicas, y no fatales.
XV
Los souvenirs del pasado son una trampa. Pero nadie sabe desprenderse de ellos. Llevo decenas de años aquí, y nunca he dejado de ver como el hombre necesita atesorar objetos inútiles, obsoletos. Si se desprendieran de ellos a tiempo, le quedaría una vaga imagen en la memoria que acaso podría dormir eternamente. Pero no hay caso: les es preciso dejar la evidencia material de una cosa que pasó. Y claro, después esa cosa junta...
_______
Tercera parte
Las lágrimas son rástros de recuerdos
... polvo, se mezcla con otras, se cansa con el tiempo y se anexa prontamente a la venganza de lo que no ha sido sobre la raquítica vida que cualquiera pueda tener. La lección es sencilla: no se debe pretender volver allí donde se fue feliz. El tiempo trastorna. Y se sabe que el regreso es cosa imposible, o diabólica. Si se lograran desandar los pasos, se llegaría a un lugar que si no es decididamente horroroso, por lo menos será otro, lejano y hostil . Y esa diferencia delatará las modificaciones operadas dentro del hombre. Se verá ante su verdadero rostro. Y ya no sabrá cómo vivir, ni hacia qué vacío empezar a llorar.
XVI
Las cosas - aunque parezcan muertas - se van cargando de símbolos. Lo que fue una vez una bufanda para calmarnos los inviernos, puede ser en veinte años el reposo que una noche tuvo la fragancia de cierto amor perdido: o sea, algo peligroso, tal vez mortal. Un detalle minúsculo - una prenda que ya no se usa, una carta no enviada, una entrada a un recital - puede destapar las máscaras que cubren todas las apariencias, librando todo a la más áspera intemperie. De a uno - porque son pasos lentos, progresivos - se quemarán los velos que protegen al hombre de la verdad. Generalmente, una vez que la maquinaria comienza, ya no se detiene. Lo que deja detrás es una ceniza rancia, de lo que una vez fueron colores. Todo lo muerto una vez atesorado es escupido a la cara del prisionero de su sombra, que siente como si lo mordieran mil veces con mandíbulas agudas. Es como una hoguera de la que se desprende un humo infinito, pegajoso, que lentamente cubre a su espectador y lo desintegra.
XVII
A veces temo estar colaborando con toda esta industria. Me digo que, - así como yo completaba los espacios vacíos de las conversaciones telefónicas entre Bruno y Verónica - Bruno, o cualquier otro, puede vislumbrar algo aun más atroz que la figura rota, a la que le faltan las cosas que yo hice perder. Después de todo, si yo como partes y deformo piezas, la imagen que provenga de ese pastiche de restos y despojos será siempre de una deformidad abominable. Lo que sucedería si yo no interviniese sería la verdad. Un espejo, o imagen de la verdad. Me consuela el manual - al que es imperativo que me atenga - que claramente dice que si un hombre se confronta a su verdad, cae fulminado en el acto. Además, tengo que comer.
XVIII
El pasado no da tregua: es una llaga que crece cada vez que se le pasa por encima. Con Bruno es difícil. Se recuesta en el sofá, cierra los ojos, escucha Coltrane. Pareciera que hace cosas adrede para alimentar al monstruo. Bruno no llora. Escribe. A veces toca el piano, mira películas viejas. O se queda en silencio, horas. En una palabra: me dificulta el trabajo.
XIX
Lo que siempre me resultó interesante es que, si bien la estructura de este plan es un tanto cruel, al hombre no se le priva de la responsabilidad sobre la arquitectura de su propio desmoronamiento.
XX
Me pregunto si sabrá de mí. O del monstruo que está construyendo. Es improbable. Aunque tal vez algo sospeche, y por eso llena tantas páginas: se está escapando. Pero la única fuga posible es volverse loco; es decir: ser otro. Bruno es un autor de ficciones. Acaso esté practicando.
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otroanimalitodelafaunaurbana
2.12.05
A veces intento cometer un asesinato en sueños. Pero, ¿saben ustedes qué pasa? Por ejemplo, tengo un fusil. Por ejemplo, apunto contra un enemigo que trata de seguirme la corriente, con mucha educación, y se muestra quietamente interesado. Oh, aprieto el gatillo, sin duda, pero las balas caen blandamente al suelo, una tras otra, desde el tímido cañón. En esos sueños, mi única preocupación es ocultar el fracaso a mi enemigo, que se aburre cada vez más.
Lolita,
Vladimir Nabokov
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