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El recuerdo azaroso de algunas pequeñas cosas que pasamos juntos me obliga a redimir todo el tiempo compartido. Supongo que tiene que ver con lo defectuoso, casi parapléjico, de mi presente. Veo, con estos ojos hundidos de naufragio, hacia atrás, y las cosas me parecen resplandecer con una luz que mientras ocurrieron no tenían. No importa. La nostalgia es algo que he padecido siempre, incluso mientras las cosas por las que sentía nostalgia todavía estaban conmigo.
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Pienso: lo que nos unió – alguna vez – fue tan casual, como aquello que nos separó. Hay una magia que no llego a comprender, y es la del absoluto caos al que estamos todos librados. Si sufro, no es tanto por el paso del tiempo, por la ausencia de L., por la cadencia insípida de mis días. Si sufro, es porque anhelo un sentido para las cosas que me pasaron. Con la literatura, ese sentido lo invento. Con mi vida, no. Ni lo encuentro por ningún lado. Tal vez estaba, tal vez mientras yo vivía, el sentido existía, pero cuando retrocedí para buscarlo, como Orfeo, desapareció.
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Puedo decir: L. no era L. Yo nunca quise a L. sino a una imagen que yo había construido sobre L., un bellísimo fantasma que yo tramé con mis miedos, ansiedades y necesidades, que casualmente reposé sobre el moreno cuerpo de L.
Y si digo esto, ¿qué? ¿Me ayuda? ¿Me sirve? ¿Me exonera, me redime?
Nada.
Si digo esto es la confirmación de mi soledad. No naufragó mi relación con L., naufragó mi relación con el universo. Tejí un espectro a mi medida, y aun así fallé.
Ni siquiera a mí mismo pude amarme.
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Ni siquiera a esa creación mía pude retener a mi lado. Hasta de mi delirio fui desertado.
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Como en las últimas líneas de estos versos japoneses (tankas) del siglo IX:
Ni en la realidad
Ni en el sueño
Yo te encontré.
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El punto es: no importa a través de qué estructura mire mi vida; siempre podré lograr frases desalentadoras, tristes.
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