Se
despierta, está temblando. No puede decir si el temblor se inicia con el
despertar, tan abrupto, o si viene de antes, arrastrado del sueño hasta la
vigilia. Sentado en la cama, tiembla. El frío disuelve todas las disociaciones,
y lo vuelve una sola cosa en un solo lugar. Un cuerpo sufriente.
Asume
– como es sensato pensar – que dejó la ventana abierta. Que el viento del lago
ha visitado su cuerpo dormido, y lo ha congelado. Se levanta, muy despacio,
para no despertar a Camila. Que duerme, como si no estuviese viva. Va hacia la
ventana, en plena oscuridad, y pisa un zapato y se dobla un poco el pie, y
tiene que agarrarse de la pared y un poco de la mesa de luz para no caer del
todo. No hay voz, sin embargo. Le alcanza con formar en los labios las letras de
alguna grosería expiatoria. Luego, cuando llega a la ventana, la ventana está
cerrada.
Mira
el lago, la negrura del agua en su monótona danza.
No
es un viaje sin riesgos, la contemplación de la negrura. El infinito es
vertiginoso y es interior. Y es en la negrura, mucho mejor que en la distancia,
donde puede abrir más ferozmente su boca.
Las
ciudades, y casi cada cosa que compone la civilización, nos protege de la
negrura plena. A lo sumo un charco de negrura imperfecta desde la tv apagada, o
cuando despierta a la noche para ir al baño y se aventura a las opacidades de
las sombras sin llevar consigo el celular con el que iluminar el pasillo. Pero
nada de eso es la negrura. Se trata apenas de simulacros perezosos. Souvenirs
tranquilos de una bestia insondable y deportada, que tributariamente es
recordada a través de teatros inermes.
La
negrura es primitiva.
Y
es terrible.
Ya
es tarde para dormir, piensa. Busca una silla, y enciende el Kindle. Usa la
opción de brillo para iluminar la pantalla, y no tener que prender la luz. Lee
un ensayo de Richard Dawkins sobre la inexistencia de Dios. Siempre supo la
inexistencia de Dios, y sin embargo siente compensado ese sentimiento triste en
el goce de ver el flagelo de quienes sí creen por la superioridad de los
argumentos de los que no creen. Creer es una genuflexión de la sabiduría.
Estamos aquí ahora, y mañana tal vez no. Eso es todo. El resto es literatura.
Se sirve un vaso de agua. Siente la falta de un cigarrillo entre sus manos.
Mientras
lee, no puede evitar pensar en la negrura, en el lago. De un modo lateral, no
del todo conciente, pero cada vez más presente y más acuciante. El lago, el
cielo. Ambos, hermanados por la noche, fundidos en una sola negrura. Ambos
conformando una “cosa”: algo que no es ni lo uno ni lo otro, ni una sumatoria
ni una combinatoria. Pero algo vivo. Latente, y reptante. El silencio de la
eternidad mora allí, pensó. Ese tipo de silencio que no existe: el verdadero
silencio. No el silencio de algo que calla, no es silencio de los ruidos
lejanos, no el silencio del crujir de la madera de los muebles, o del crepitar
del ascensor trasnochado, o de un gato a dos cuadras, o un auto que cruza. Sino
la nada. O más bien, la idea de la nada. Otra vez ese sistema de pensamiento:
la nada no existe pero existe porque alguien cree que existe, y todo en lo que
se cree existe, no porque exista, sino porque la creencia depositada en un
objeto lo vuelve, de algún modo – como concepto, o en las palabras, o en la
sensación, o etc etc – existente. Y eso que existía en la vasta negrura de la
ventana era la nada, y la nada era un llamamiento. Y la voz de la nada es la voz de las sirenas,
y por eso es impostergable. Y el llamamiento de la nada convoca a la
inexistencia, y por eso es oscuro oírlo: solo podemos oir lo que entendemos,
porque, de alguna manera, ya vive en nosotros. Escuchar la invitación a
desexistir es que ya la inexistencia crece en nosotros, ya sentimos su espeso
coqueteo, ya no hemos sabido decir que no a la seducción del fin.
Cuando
vuelve los ojos a la lectura, encuentra el wallpaper del Kindle. Entendió que
se había extraviado en sus divagaciones. Pero lo entendió brevemente porque
sintió la negrura posar su pezuña en el marco de la ventana. Y amó un poco el
horror de sentir el advenimiento de la experiencia de lo nuevo. Y un leve gemir
lo interrumpió. El cuerpo dormido de Camila se reacomodaba en el sueño, de un
modo tan sutil que parecía casi no haberse movido. Un poco de costado, un poco
de espaldas, los brazos extendidos. Se acercó, y le pareció otra vez perfecta y
lejana. Nunca voy a conocerla realmente, pensó. Nunca nos vamos a encontrar de
un modo absoluto. Corrió las sábanas y descubrió su cuerpo. Las tetas
apretadas, un poco una contra la otra.
La garganta ofrecida, con su sutilísima huella del pulso. La boca apenas
abierta. Los pezones perfectos. Algo había allí todavía sagrado. Algo que no
podía encontrar si ella estuviese despierta. Allí, siendo su cuerpo su propia
ausencia al mismo tiempo presente, era algo tan vivo que lo aturdía: lo hacía
querer vivir, y querer matar, lo empujaba. Le sacó unas fotos con el celular,
pero el flash arruinaba todo. La belleza no resiste el flash. El flash es
demasiado real; como el porno.
Ahora
lee un ensayo de Philip Dick. Sobre el alma primitiva de los objetos. La
máquina como pre-humano. Otra vez se sienta cerca de la ventana. Dejó los
pechos de Camila descubiertos. La leve brisa erecta los pezones, que se
endurecen y apuntan a la ventana. Interrumpe al principio la lectura, para ver
sus pechos levemente distinguibles en la oscuridad de la habitación. Y lo que en
principio le pareció una leve humillación hacia ella, estar exhibida inerme,
creció hacia otra cosa, y le parece ahora que el humillado es él, como un
pagano ante su deidad, sintiendo manar de sí toda su insignificancia.
En
algún punto, Camila cambió de posición, y sus pechos dejaron de ser visibles, y
pudo volver al kindle sin la acusación de eso ahí, eso yaciente y santo que
manaba de su mujer, que parecía coincidir con la silueta de su mujer pero que
no era su mujer. O en todo caso, era un momento, un ángulo, una distracción de
su mujer.
Dick
es un loco querible. El tipo de loco romántico que cree en su locura, que cae
sacrificialmente en ella. Le parece peculiar el prurito réprobo que existe en
la literatura “seria” para con la ciencia ficción. El también lo padece. No
acaba de tomarlo del todo en serio. Como si la ciencia ficción estuviese más
cerca de ser un juego, más cerca de ser un entretenimiento, más cerca de
alcanzar apenas un valor perenne. Y sin embargo, es la ciencia ficción la que
se ha hecho las cinco o seis preguntas más relevantes del siglo xx.
Ahora
Dick dice que la realidad es una ilusión. La realidad está cubierta por un velo.
Dokos. Pero ese Dokos es benigno, y nos protege. Es la forma que tiene nuestro
cerebro de volver tolerable lo intolerable. Pero despertaremos,
eventualmente. Y podremos decir que el
caos está cayendo sobre las cosas, o que la realidad está ocurriendo sobre las
ilusiones. Y que esa realidad casi sin dudas será horrible y fatal, y no
sobreviviremos a ella. Pero, acaso ese acceso a la verdad tenga algún valor
sublime.
El
no lo cree así. El prefiere las ficciones. Las mentiras. Cualquier cosa que
impida el arribo de la realidad.
Lo
distrae, debajo de la puerta, una línea de luz.
Son
las cuatro de la mañana. En el piso del hotel, solo hay dos habitaciones. La
otra, está vacía. Y sin embargo, la luz del pasillo se apaga y se prende. Se
apaga, y se prende.
Quiere
leer, pero cada movimiento de la luz lo distrae. Y acaba por estar suspenso de
cada modificación, atento a los pasos que habrán de cortar – de un momento a
otro- la línea de luz debajo de la puerta. Pero eso no pasa. Como tantas cosas
que pensó que pasarían, y no pasaron. Continúa la intermitencia. Se apaga, se
prende. Cuando está aburrido de contemplar la oscuridad, cuando casi ya va a
irse a dormir, se prende la luz.
Es
un hombre práctico. Aborda pronto a una explicación, y se aferra a ella. La luz
del pasillo del hotel detecta el movimiento. Cuando algo se mueve, la luz se
prende. Al rato, se apaga. Es un hotel. Por tanto, hay fantasmas. Por algún
motivo, es mucho más sencillo creer en fantasmas que en Dios. El sensor de la
luz ha de ser muy sensible, y percibe
las pendulaciones del espectro. Es obvio, se dice, si abro la puerta veré allí
parado a un niño muerto, esperándome.
Le
extraña no oír el lago.
La
ventana que da al lago está a 5 metros de la orilla. Por la tarde, el ruido del
lago llenaba todo. Camila dijo que temía no poder dormir con todo ese ruido,
toda esa agua.
Ahora
la luz está apagada.
Va
al baño y vomita. Poco. Una bilis lívida. Cuando sale, la línea de luz está
prendida.
Lo
que pasa es algo más simple. Hoy cenaron en el boliche de Alberto. En el de
pastas. Estaban muy ricas. En la mesa de al lado estaba sentada una pareja
mayor. La mujer pidió ñoquis. Y cuando vinieron, le parecieron muy pocos. Y se
lo dijo al marido. Se lo dijo durante toda la cena. Y se lo dijo a tres
camareras. Y quiso hablar con Alberto, para decírselo también pero Alberto en
ese momento no estaba. Y cuando se lo dijo a todos, se lo dijo algunas veces más
a su marido. Y él vió todo eso, y vio la cara del marido, su silencio
resentido, su hartazgo sereno. Y pensó esto es un cuento. Si yo fuese un
escritor todavía, esto es un cuento.
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