25.10.06

ficciones





the Book of Mirrors


primer draft

prefacio
Después de haber destruido todas las ilusiones hasta alcanzar la desilusión absoluta, a un personaje de Strindberg[1] le preguntan: ¿Para qué? El responde: para verdaderamente ver algo. Le objetan: Pero, ¿qué cosa se puede ver? A este cuestionamiento, el personaje responde: ¡A sí mismo! Pero cuando uno se ha visto a sí mismo, se muere.



I

Existe en alguna parte el Libro de los espejos. Perteneció a la vasta biblioteca del duque Próspero, en Milán, alrededor de 1610. Luego, se perdió. Se sabe, sin embargo, que está anotado en el inventario de objetos peculiares que organiza Paracelso, y que hay una alusión (vaga, tal vez) a “un libro que contiene todos los reflejos del mundo”, en el Corán. Durante las cruzadas por el santo grial, una narrativa comenta como tres templarios encontraron el Libro, ubicado como objeto ornamental en un sepulcro, se embelesaron con él y se perdieron para siempre, consumidos por las imágenes que el Libro emitía. Al pasar, lo menciona Escoto Erígena en una de sus cartas, pero no profundiza en los atributos del Libro. Más cercano en el tiempo, el joven poeta y falsificador Chatterton menciona el Libro de los espejos en una de sus baladas apócrifas.


II
Sus hojas están hechas con diferentes metales que a su vez emiten diversos reflejos. El libro de los espejos refleja al lector tal como es solamente en una de sus numerosas páginas. Por supuesto, esta página no está indicada en ningún lado. En las demás páginas lo refleja distintamente; por ejemplo: muestra como será en treinta años, en ochenta años, en trescientos años, cómo fue de niño, cómo hubiese sido si hubiese sido un monstruo, un animal, un ángel, un vagabundo, un sabio, o simplemente cualquier otro, cómo hubiese sido en la adolescencia si determinada muchacha lo hubiese amado, o si hubiese llegado a tiempo a tal lado, o si hubiese llegado tarde, o cómo sería hoy si hubiese llovido, o cómo sería hoy si ayer hubiese llovido, o cómo hoy debería haber sido, o el rostro del que fuimos en una vida lejana, o el rostro de la persona que nos haría felices, o que nos asesinará. El problema residía en que el índice se había perdido, y no podía saberse a qué correspondía cada imagen.


III
De ser así, el Libro de los espejos es el reposo de la histeria de las posibilidades. En una página está inscripta la imagen de lo que es, en una breve cantidad de páginas lo que fue y lo que será, y en el resto del inabarcable volumen yacen, dormidas, las imágenes de todo lo que no fue y pudo haber sido, de lo que no será y sin embargo fue concebido (como idea, como sensación, como pesadilla).



IV

Hay quien dice que el Libro nunca dice la verdad; hay quien afirma que el Libro jamás miente. En el siglo XIV, se expone en un artículo inverosímilmente atribuido a la escuela de los Hermititas, que el Libro opera bajo parámetros que exceden la medida de la verdad y la mentira (que son meros parámetros del limitado pensamiento humano, inaplicables al Libro): el reflejo que exhibe ante el lector es simplemente un punto de vista que alguien, en alguna parte, tuvo o pudo haber tenido de él (una de las páginas ofrece la imagen que la divinidad tiene de nosotros). De este modo, no serían espejos ficticios o anacrónicos, sino la mera materialización de una idea que el lector despertó en alguien. De este modo, la imagen es cierta, puesto que alguien la sintió, y es falsa porque no corresponde al lector, que es simplemente un punto de partida desde donde esa imagen iría a componerse. El Libro de los espejos sería un recinto que guarda todas las apariencias, y da acceso a su lector a las formas en que él fue percibido a lo largo de su vida, en el pasado y en el futuro, indistintamente.


V
Todas las leyendas que tratan en Libro de los espejos coinciden en que hay una página en el Libro donde el espejo no está alterado por ninguna alquimia y ningún presagio: en esa página puede el lector verse exactamente como es. La fibra de su lámina está fabricada con restos del oráculo de Delfos. Como hemos anunciado, esa página carece de toda indicación y es imposible verificar cuál de todas las páginas es. Haber llegado a ella es tan solo una cuestión de fe. Son profusos los escritos que ha inspirado esta página. Se dice que es una página peligrosa, que la página de la Verdad equivale a la página de la Muerte: la imagen que exhibe resulta intolerable y el lector cae fulminado en el instante que la asimila. Otros, más optimistas, hablan de que no provoca la muerte; dicen que sólo se vuelve de ella como profeta, loco, niño o vagabundo.


VI
Hay quien dice que el único espejo es el insomnio.


VII
Durante la peste negra, un comerciante recorre Florencia con un libro, y hace un negocio de él: cobra a quien quiera verlo unas monedas. Este libro no es el Libro de los espejos, sino el Libro del destino: es fama que ambos libros se confundan en diversos tratados históricos. El Libro del Destino es admitido solo como falso libro: una broma erudita o, directamente, una estafa. Posee un espejo (llano y tradicional) entre sus amarillas hojas. Quien desea saber algo (y previamente ha pagado) formula una pregunta y abre el Libro del destino, que responde con una imagen: la del hombre que ha preguntado y mira, ansioso. El vulgo, frente a su propia imagen, se maravilla, y deposita en ella la respuesta a lo que estaba buscando. El espejo funcionaba como una suerte de crítica de lo que el hombre pensaba de sí mismo: víctima de lo real no hacía más que trasladar el estado de su cuerpo (por lo general sucio, servil) a la condición de su alma: era la versión improvisada del actual fervor por el psicoanalisis. Siguiendo este sistema, sólo la belleza era absuelta. Pero también la vanidad y superficialidad. No se trata de un sistema confiable: es apenas una trampa psicológica. Como todo oráculo, responde lo que el que pregunta puede oír.


VIII
Yo soñé una vez con ese Libro. Fue un sueño terrible: lleno de esperas, sombras multiplicadas, doppelgangers monstruosos que me asaltaban o sustituían sin que nadie notase diferencia, un sueño profundo, laberíntico, de espejos que eran portales, sentencias o presagios abominables. Cuando desperté, no pude más que dejar toda mi vida atrás y dedicar mi tiempo al silencio de la escritura y el aprendizaje de la muerte. Desde entonces, he llenado centenares de páginas con fábulas más o menos ciertas que esta. Necesito escribir para no escribir ese sueño. Necesito decir cosas para evitar la imagen de ese sueño, que todavía pesa en mí como la melancolía en las noches de lluvia. Me dirán que es una fuga; más bien es una esmerada sepultura.


IX
Una superstición popular en Inglaterra afirma que un muerto continúa la apariencia de su vida mediante un teatro de ilusiones que le privan del conocimiento de su propia muerte. Sólo podemos comprender que hemos muerto cuando el espejo no nos refleja. El espejo es el único capaz de producir la verdad: de no ser por él, el cuerpo vagaría en la inercia de su rutina, indiferente a su condición de sombra. Siguiendo esta vulgar leyenda, se decía que había en el Libro una página donde el espejo no reflejaba nada. Esa página era el portal que conducía al hombre fuera del purgatorio, la que rompía sus vanas cadenas terrenales. No se la llamaba, por aquel entonces, la página de la Muerte, sino al contrario, la página de la vida: eran tiempos de opresión religiosa, y todo lo que lindaba con lo terrenal era considerado un peso, un trámite o un pecado. La página de la Vida era la que disolvía las apariencias que constituían la realidad (que no era más que un teatro de opacidades) y permitía el acceso a los verdaderos colores del mundo, a sus dimensiones e intensidades reales. El costo, por supuesto, era el propio cuerpo. Pero era un precio sensato, e, incluso, benigno: el contacto con la profundidad del universo presupone un destino de soledad irredimible; lograr un estado de semejante lucidez vuelve incomunicable el repertorio de hallazgos vislumbrados. No existe un lenguaje capaz de contener una experiencia que no haya sido compartida. El cuerpo entorpecería los deleites celestiales que los ojos despertados ven surgir aquí y allá. Era una época donde la promesa de una vida en el más allá primaba sobre la existencia inmediata, y la profesión de poeta era considerada herética.


X
Era fama, entre los grupos de jóvenes románticos de principios del siglo XVIII, póstumos al sturm un drung, que caricaturizaban con su fervor los principios del movimiento, concebir que el único espejo posible eran los ojos de una mujer a la que se amaba sin ser correspondido. Se trataba de una prueba, casi un tour de force, y consistía en soportar la sentencia del desencuentro, y leer en ella una lección vital. La confrontación (brutal, definitiva) con esa mirada fría retorcía el ánimo del hombre. Si sobrevivía, lo hacía más parco, más desencantado (cuando no moribundo, desollado: los Werthers). Como si regresara de una verdad terrible y esencial, que comprometiese al universo entero. De alguna manera, era así. Ingenuamente, confundían un abismo (el de las pasiones) con otro (el de la verdad).


XI
Es sabido que las imágenes que produce el Libro no son gratuitas. Para que la maquinaria que es el Libro de los espejos entre en funcionamiento el espejo frente al lector, mediante un complicado mecanismo operado por luces, succiona lentamente la sustancia del alma hasta secar por completo a su víctima. Pero esta actividad parasitaria no solo es sutil e imperceptible, sino que queda refugiada detrás de la seducción de imágenes que el Libro engendra y mueve. Como las aguas de Narciso, las páginas de este libro son adictivas y asfixiantes. Cabe aclarar que estos mitos son notablemente antiguos, en una época donde un espejo tradicional era una rareza de connotaciones quiméricas. Si el siglo XX ha sobrevivido a la televisión, poco tiene que temer a los encantos de este Libro profano. (Hasta que no se verifique tal supervivencia, es lícito albergar un prudente espanto.)


XII
Hay quien dice que este Libro nunca existió. Hay quien dice que el Libro de los espejos es apenas una metáfora – a veces exacerbada - de cualquier libro.



fin



[1] El Infierno.

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el cuadro: Frente al cuadro; Chagall

9 comentarios:

Anónimo dijo...

wow. borgeano, kafkiano, excelente.

Anónimo dijo...

Todo es nebulosa

Debret, y luego poco a poco se comprende y cuando parecía que ya se había comprendido, uno gira, recomienza la lectura, y el extrañamiento, la sensación de soledad crece

es que el texto es desafiante en su melancolía y belleza. Hay un soterrado pálpito de algo innombrable.
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Salute, Debret Viana.

laveron dijo...

el doplenganger!
es cierto, cuando lo encuentras...estás muerto

Debret Viana dijo...

lady rowena: la impronta borgeana era absolutamente decidida, pero el logro es el de una precaria imitación. eventualmente, habría que reescribir casi completamente este texto.
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extremis sonic: todo texto que lograse hacer brotar palabras así de su lector es un texto que no ha fracasado.
ojalá fuesen mis palabras dignas de la sentencia: "el texto es desafiante en su melancolía y belleza".
salute.
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laveron: pienso que tal vez encontrarlo es la confirmación de que ya se estaba muerto. quien sabe.

Anónimo dijo...

increible pequeño y terrible relato. ahí, sutiles, las profundas tematizaciones de la verdad, la muerte, la identidad, la comunicaciòn, el otro y tantos otros problemas tan nuestros, tan mìos. gracias por tan hermoso cuento, y por esa prosa tuya.

Debret Viana dijo...

¿Qué puede significar una advertencia tan mafiosa como "aprender que nada es gratis en la vida"?
Me caen simpáticos (por su caracter infante, porque les intuyo el pataleo) los comentarios vengativos. Ok:yo he dicho que tus dotes literarios son cortos, que tus lectores son malos. No es tan grave.
Al menos, algo bueno ha salido de todo esto: te has leído todo un cuento para poder responderme. Los del artista son pasos de hormiga.

Debret Viana dijo...

gabriela: muchas gracias por haber leído, y por haber encontrado tantas cosas.

Lidia Gaytán dijo...

Me gusta esa forma de tenermos atentos a la expectativa.
Un texto muy interesante y rico de digerir, me gusta.
Quizá un poco oscuro.
Saluods,

Debret Viana dijo...

ah, la oscuridad. manto del que no sabría destaparme.